La caída del Imperio Romano, de Anthony Mann

19 marzo, 2016

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Como tuvimos ocasión de comprobar cuando nos referimos al texto de las Meditaciones de Marco Aurelio (121-180 d. C.), este emperador hubo de hacer frente a dos problemas difícilmente resolubles aunque convergentes: los conflictos sociales y políticos internos de Roma y la presión bárbara, (in)directamente animada por el primero de los factores. Y esta es la base argumental de La caída del Imperio romano (The fall of the Roman Empire, Bronston-Rank, 1964), excelente puesta en escena de Anthony Mann (1906-1967) sobre los inicios de la decadencia de un poder territorial como pocas veces han visto los siglos.

Como muchos aficionados saben, se trata de una producción de Samuel Bronston (1908-1994) filmada en España, que contó con la música de Dimitri Tiomkin (1894-1979), la excelente fotografía de Robert Krasker (1913-1981), una ejemplar edición de Robert Lawrence (1913-2004) y la colaboración de otros profesionales relevantes, como el uruguayo afincado en nuestro país, Jaime Prades (1902-1981), en labores de productor asociado; el especialista Yakima Canutt (1895-1986), o el filósofo e historiador Will Durant (1885-1981), requerido como consultor histórico.

Teniendo como sustento la monumental Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano de Edward Gibbon (1737-1794), el lucido guión -demasiadas veces minusvalorado-, corrió a cargo de Ben Barzman (1911-1989), Basilio Franchina (1914-2003) y Philip Yordan (1914-2003).


Nuestro introspectivo relato da comienzo entre el paisaje nocturno y gélido de las cercanías del Danubio, y ya Anthony Mann otorga preponderancia visual a la narración por medio del empleo del plano general, herencia de sus espléndidos westerns; pero no únicamente para mostrar figurantes, describir visualmente el paisaje o imbricar a los personajes en él, sino también para relacionar estados de ánimo y conductas.

Tomemos como ejemplo la inicial aunque postrera llegada de un nuevo día. Qué cabe esperar de este cuando un cansado Marco Aurelio (Alec Guinnes) lleva diecisiete años de continuas luchas en las tierras del norte. Incluso su tarea meditativa está ya casi concluida… O bien, el duelo final en el cuadrilátero -humano- entre Cayo Metelo Livio, (ex) comandante de todos los ejércitos (Stephen Boyd) y el hijo de Marco Aurelio, el ya regente del Imperio, Cómodo (Christopher Plummer). Pero junto al general, destaca igualmente el plano medio: Anthony Mann nunca pierde de vista la circunstancia -el entorno- de los personajes, por medio de su señalada y calculada puesta en escena.


La abrumadora fatiga y sobrecarga existencial de Marco Aurelio la corrobora el hecho de que no sea capaz de reconocer ni a la mitad de gobernantes, cónsules o príncipes adscritos al Imperio (y a la pax romana), cuando estos le rinden tributo. En su discurso, el César advierte que no os parecéis en nada, refiriéndose a la mezcla de bárbaros del norte, persas del este, etc. Una unión que se sustenta en el derecho supremo de la ciudadanía romana, junto a otros intereses dispersos, y que pese a la buena voluntad del emperador por compaginar distintos pueblos y culturas, propicia que esta pueda tornarse, en cualquier momento -como así sucederá-, en un igualitarismo forzado, anti-idiosincrático y difícilmente sincrético, étnicamente volátil.

Asegura en su discurso que no desea más provincias ni colonias, en favor de una igualdad que agrupe a todos los pueblos (en base a dicha ciudadanía). Probablemente, el emperador (al menos el de la versión cinematográfica) es muy consciente del diagnóstico, de tal “desigualdad”, así como de la dificultad de “igualarla” convincentemente. Es probable que de ello dependa -y explique, finalmente-, un proceso de decadencia que duró trescientos años.


La designación de Livio como sucesor de Marco Aurelio, en lugar de Cómodo, constituye una línea argumental “paralela” bien llevada dentro de la narrativa de la película. Cómodo representa un carácter opuesto al del padre, y ambos son conscientes de ello. El choque de caracteres potenciará en el hijo una actitud patológica que raya en la crueldad más taimada y el resentimiento con derecho a pataleta; sin duda, es inadecuado como gobernante, aunque no es un cobarde, como bien demuestra su lucha en los bosques del norte con el líder bárbaro Balomar (John Ireland). Cómodo sabe aprovechar todas las oportunidades, incluso indirectamente, cuando un nuevo -aunque tardío- “giro” del guión, advierta sobre la verdadera procedencia de su linaje. Una revelación que correrá a cargo del fiel Verulo (Anthony Quayle) y una aportación totalmente plausible, aún siendo producto de la ficción.

En suma, resoluciones argumentales que conviven con otros aspectos nada irrelevantes, como el orgullo grecolatino del abnegado Timónides (un estupendo James Mason), personaje axial que, como buen maestro, se encuentra entre lo mejor que pueden ofrecer ambas culturas, la griega y la romana; lo que le coloca en la posición más sacrificada de todas.

En análoga situación se encontrará Lucila, la hija del César (Sophia Loren), quien constata cómo la deriva, no ya solo personal o amorosa, sino gubernativa, queda en manos de la fatalidad, las luchas internas y la indisposición de articular el reinado por vía de unas leyes limitadas pero que, a su vez, promuevan y garanticen una libertad sin límites, individual, y por lo tanto, común a todos. Casi podríamos decir que, en la película, el personaje de Lucila asume las características (reales) del progenitor.


En La caída del imperio romano los personajes están sujetos a los mismos anhelos que el resto de los mortales frente a sus dioses -o un solo Dios-. No es, por tanto, una cuestión de número sino de sustancia. Por otro lado, la película no esconde o dulcifica los errores cometidos por un sistema estatalizado y mastodóntico. Así sucede con el “diezmo” ejemplarizante que aplica Livio y que muestra (desde nuestra posición actual) la faz más descarnada del Imperio. Cuando pienso en Roma, pienso en el mundo, recuerda Marco Aurelio; un aserto que si en este revela una intención honesta, en el hijo desemboca en la impunidad de unos actos delictivos que, incluso, son los que han favorecido su acceso al trono; por medio de un crimen que, en este caso, no recae en Cómodo, sino en el sirviente de Marco Aurelio, Cleandro (Mel Ferrer).

La alianza con el rey de los armenios (Omar Sharif) ilustra intentos tan efímeros como las vidas de quienes se afanan por el poder. La fidelidad humana se compra y se vende, pero también se testimonia por medio de los extraordinarios momentos en que Marco Aurelio conversa consigo mismo y con el universo. La tergiversación del sucesor se sustenta en pactos con distintos pueblos y facciones, apenas contemplados hasta entonces.

En definitiva, en la pugna entre la “igualdad efectiva” de Timónides y la “igualdad estatal” e impuesta del endiosado Cómodo. Un drama que se condensa entre los muros de la fortaleza del Danubio, durante el primer tercio de la película, y que se expande a lo largo del resto del metraje. De este modo, la estructura narrativa fluye de lo particular a lo general, y desde los confines de Roma, se propaga por bosques, poblados y ciudades, hasta alcanzar el mismo corazón del Imperio.


Prueba de ello son el sometimiento propugnado por el hipócrita Juliano (Eric Porter) en el Senado, rebatido por la exhortación de un -curiosamente- senador anónimo (Finlay Currie), encaminada a saber adaptarse con generosidad a los cambiantes tiempos. Breve pero certeramente, se muestra como es este último uno de los pocos senadores auténticamente libres, no sometido a ninguna “disciplina de partido” (es decir, de líder), cuyo equivalente en el ejército sería el personaje de Polibio (Andrew Keir). Ambos se enfrentan a la facilidad con la que se puede comprar la voluntad y conciencia de población y huestes.

No es de extrañar, por lo tanto, que Livio pida finalmente a Cómodo que no le entregue el mando del ejército (buena parte del poder, sino toda), cuando vienen muy mal dadas, a causa de la rebelión en oriente. Después de todo, lo primero que hace el flamante y flamígero emperador es duplicar los impuestos a las provincias del este.

La creación de la facción oriental del Imperio ya está en marcha. Comienza cuando vencen los intereses particulares, generalmente puestos en manos de quienes presumen de todo lo contrario. Toda una corriente que propone el igualitarismo en nombre de la libertad. De personas libres, sí, pero siempre y cuando se conviertan en ciudadanos de Roma y claudiquen ante unos impuestos abusivos.

Escrito por Javier C. Aguilera


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