Casi podemos decir que un autocine como está mandado, apenas habría podido considerarse tal, si en el haber de sus múltiples proyecciones no hubiera contado con títulos como el presente. El enigma de otro mundo (The Thing from Another World, RKO-Winchester, 1951) fue la sobresaliente adaptación del relato Quién anda ahí (Who Goes There, 1938), de John W. Campbell (1910-1971), que contó con la fotografía del gran Russell Harlan (1903-1974), ¡filmando en el Valle de San Fernando, en California (EEUU)!, la música de Dimitri Tiomkin (1894-1979) y la desahogada producción de Howard Hawks (1896-1977), parece que con una clara implicación en las labores de realización de la película, aunque este extremo continúa en entredicho.
Parte de los múltiples protagonistas de El enigma de otro mundo, que casi la convierten en una película coral, mutan el escenario de Anchorage, en Alaska (EEUU), por el del helado desierto del Polo Norte. Es decir, que pasan de una primitiva pero caldeada civilización, al blanco aislamiento de las planicies polares. No obstante, el guionista Charles Lederer (1911-1976), bien arropado por Ben Hetch (1894-1964), y el director oficioso Christian Nyby (1913-1993) atemperan dicho aislamiento por medio del avión, como única forma de transporte, o de la radio, como sistema exclusivo de comunicación. Incluso a través de la jacarandosa camaradería entre los personajes, los cuales, conviven razonablemente bien, aunque la tensión vaya en aumento. Conforman un bien nutrido -¡y nutriente!- equipo de científicos y militares, a los que se suma Ned Scott (Douglas Spencer), un simpático periodista que, tras muchos avatares, se queda sin la prueba gráfica de la existencia del extraño ser de otro mundo. Una criatura que, como refiere uno de los expedicionarios, se parece más a un conquistador que a un mero visitante.
Así, en los hielos convive una convención de científicos, entre los que se cuentan botánicos, físicos o, como alguien añade, “electrónicos”. Interesante es constatar cómo también se cuentan mujeres en el equipo, como la resuelta Nicky Nicholson (Margaret Sheridan). Algo completamente lógico tratándose de una producción o realización de Howard Hawks.
El caso es que, a esta estructurada base polar se dirigen el capitán Patrick Hendry (Kenneth Tobey) y los hombres a su mando, desde Anchorage, después de que se haya recibido un telegrama solicitando su ayuda, pues se piensa que un avión se ha precipitado a tierra. Como podrá comprobarse, con competente soltura, el objeto en cuestión resulta ser una nave procedente, no ya de nuestros cielos, sino del espacio exterior. La cual provoca alteraciones de tipo electromagnético y otras extrañas perturbaciones, hasta el punto de hacer inservible la brújula. “El Geiger está como borracho”, confirma gráficamente uno de los jóvenes militares, el teniente Eddie (James Young).
Todos los personajes están bien delineados, aún con pinceladas sueltas, desde los extrovertidos hasta los más apaciguados. La holgada producción de Hawks se deja notar, asimismo, en el despliegue del decorado principal. Unas instalaciones muy sugestivas, que cuentan con un invernadero, una habitación para los minerales, o las salas de la radio y el generador.
Quisiera señalar, además, el hecho de que el misterio que atañe al descubrimiento que ocultan los hielos, es tan apasionante como lo que de él se deriva. De igual modo, la posibilidad extraterrestre es abiertamente asumida por el profesor Arthur Carrington (Robert Cornthwaite), líder de la expedición científica, así como por los militares. Pese a que el capitán Hendry decreta el secreto de sumario, no es la suya una actitud silenciadora, prepotente o tergiversadora (en sentido negacionista). De hecho, los militares son conscientes de la ridiculización a la que, de cara al público, y con la coartada de no existir datos dignos de crédito, ha sido sometida la evidencia que ahora se les presenta. La burla de los soldados es tal, que a duras penas logran contener la risa ante un informe oficial que advierte de semejantes embolados. Independencia hawksiana que, en este caso, se encamina a satirizar a los sostenedores de la farsa oficial, que pretende ocultar o teledirigir un fenómeno como el de los ovnis, motejándolo de falsa interpretación, alucinación colectiva o cualquiera otra de las tópicas tonterías que en esta torcida línea se han ido esgrimiendo. Con ello desarman, de paso, el posterior comentario sarcástico de Scott sobre un ejército en el que todos piensan lo mismo (como bien sabemos, estar a las órdenes de un mando no es lo mismo que estar a sus opiniones). El propio Hendry habrá de posicionarse ante quienes desean sacar provecho (técnico, nunca informativo) del hallazgo. Los militares de El enigma de otro mundo, como los de otras tantas películas afines, son personas competentes, que no dejan de cumplir de forma profesional con sus cometidos.
Al punto de que ninguno de los científicos o militares de nuestro relato está dispuesto a echar tierra al asombroso hielo con objeto de tapar el sensacional descubrimiento. Mientras este se desvela, una excelente idea de realización (corresponda a quien corresponda) hace que el grupo de soldados y científicos se despliegue sobre la helada superficie, para determinar el tamaño y la forma de la nave. Finalmente, un inquietante bloque de hielo, que contiene al ser del espacio, es introducido en las instalaciones mientras, lentamente, se va derritiendo… y recobrando la vida. Momentos repletos de un acusado suspense.
Una vez revivido, el ser se revela como un complejo vegetal. Una criatura de gran altura y apariencia antropomórfica. Como asegura el periodista Scott, “la mejor historia desde el paso por el Mar Rojo”. Lo cual, plantea un conflicto continuo acerca de cómo actuar ante tan desconcertante misterio. Sin embargo, aunque los científicos discuten entre sí, y con los militares, salvo el enfrentamiento que contrapone al capitán Hendry con el doctor Carrington, el resto de personajes se limita a intercambiar sus impresiones, si acaso, en una desconfianza transitoria. Una situación pasajera por la que el grupo queda incomunicado, no solo por lo intentos de sabotaje de la criatura, sino por ellos mismos.
Respecto a la cosa, es un acierto que esta no se deje ver en un primer momento, de cara al espectador, permaneciendo en su sugestivo off visual, o vislumbrándose únicamente en la ventisca. Más adelante, dosificada la incertidumbre que genera su presencia, sí se nos aparece de cuerpo entero. Pero en estos prolegómenos, tan solo queda una de sus extremidades, arrancadas por un perro, de la que el doctor colige que “dudo mucho que este ser pueda morir, al menos, como lo entendemos nosotros”. Se trata de un organismo que posee un desarrollo celular vegetal que se autoregenera. Otra idea excelente, pues no todo en el universo ha de ser antropológico, sino morfológicamente (el presupuesto manda), ¡sí al menos orgánicamente!
Pese a todo, el profesor Carrington comete el error de atribuir a la criatura una inteligencia moral superior, por el hecho de disponer de una evidente capacidad técnica más avanzada que la nuestra. De hecho, él mismo se percata con anterioridad de que la criatura no posee la cualidad de la emoción, pues no tiene corazón.
Lo que sí tiene es una suerte de savia, a modo de flujo vital, cuyos rastros advierten de su presencia. Además, como ya he señalado, el ser es capaz de autoregenerarse, al punto de que la extremidad cercenada también vuelve a la vida, como un organismo independiente. Es por ello que Carrington emprende un arriesgado cultivo, a espaldas del capitán, y cuyo principal nutriente es… la sangre humana. Las legítimas ansias de Carrington por comunicarse con la criatura (que parecen vadear el habitual planteamiento suicida) se convierten en una obsesión peligrosa que pone, de forma explícita, el método científico por encima de la propia vida. En efecto, en un proceso bacteriano de arrogancia científica, Carrington siembra las esporas del trífido, capaces de producir auténticas plantas humanas, pero yerra de nuevo en su apreciación de que, “para la ciencia no hay enemigos, sino fenómenos a estudiar”.
La cantidad de información estimulante que se despliega a lo largo de la película, en apenas ochenta minutos, es asombrosa. En ella, también destaca visualmente el raudo empleo de los extintores, o argumentalmente, el hecho de que nave extraterrestre no sobreviva a los intentos de extraerla del hielo. En suma, es una lástima que Howard Hawks no reincidiera en el género (tal vez algo vapuleado para su reconocimiento), pero a decir verdad, El enigma de otro mundo supone un espécimen lo bastante robusto como para destacar, no ya en su eminente filmografía, sino además, en todo el ámbito de la ciencia ficción.
Ejemplo paradigmático de película de autocine, y del teenager más provechoso y resolutivo (aquí, un adolescente ya crecidito), es La masa devoradora (The Blob, Paramount-Tonilyn Productions, 1958). Escrita por Theodore Simonson (-) y Kate Phillips (1913-2008), en torno a una novela (¡) de Irvine H. Millgate (-), la inserto dentro del comentario dedicado a la película de Hawks y Nyby, por constituir, justamente, otro icónico enigma de otro mundo (puestas en escena al margen), bastante afín al que acabamos de referir.
La película da comienzo con un estupendo tema musical para los títulos de crédito iniciales. Una melodía pegadiza y psicodélica escrita por Burt Bacharach (1928), con letra de Mack David (1912-1993), y que forma parte de la algo más funcional, pero aun así disfrutable, banda sonora de Ralph Carmichael (1927), compositor y arreglista centrado en la música religiosa. El realizador Irvin S. Yeaworth (1926-2004) tampoco se prodigó demasiado en el cine, prefiriendo, igualmente, los documentales de tipo educativo y confesional. Pese a todo, Yeaworth propone una filmación correcta y sencilla, aunque esto no quiera decir que resulte menos lograda que la de otras producciones, elaboradas con más medios. No en vano, La masa devoradora es una de las películas más efectivas, además de recordadas, del género.
Un casto beso bajo las estrellas fugaces nos pone en contacto con los protagonistas juveniles principales, Steve Andrews (Steve McQueen), hijo del dueño del supermercado local, y Jane Martin (Aneta Corsaut), la hija del director de escuela. Steve recalca que le gusta acudir al campo, no tan solo para poder besar a una chica bonita -pues confiesa que es la primera vez que lo hace-, sino porque en la ciudad, las referidas estrellas fugaces no se pueden ver. Y en efecto, en esos momentos, un objeto espacial se precipita desde el cielo estrellado. Mientras Jane y Steve tratan de localizar el lugar exacto del impacto, un montañero decide investigar por su cuenta y riesgo, convirtiéndose así en la primera víctima -o asimilado- de la masa devoradora. Una de las ideas más brillantes de la película radica en el hecho de que el meteorito está hueco, y se abre de una forma amenazadora, como años después hará el temible huevo del alien. Dejando al descubierto al no menos temible pasajero. Un demoledor visitante del espacio, pues es capaz de asimilar todos los tejidos y personalidad de los seres vivos, con lo que la disgregación y pérdida del yo en el interior de una argamasa (des)comunal es absoluta.
El montañero es llevado por Steve y Jane al hospital del pueblo. Tras un saludable desafío con algunos de los colegas de Steve, seguido del choque con la autoridad, en forma del comprensivo teniente Dave (Earl Rowe), Steve y Jane deciden poner sobre aviso a toda la población de Downington, Pennsylvania (EEUU).
Estos enfrentamientos con el orden -más que con la ley- y con los colegas, son ingredientes que proporcionan amenas dosis de saludable inconsciencia juvenil, junto a la franca camaradería entre los muchachos y muchachas de esta población; jóvenes decididos y con recursos, sino crematísticos, sí al menos dinámicos. De igual forma es mostrado el escepticismo de los oficiales, entre la sorna y la estupidez, evidenciada por el obsoleto y algo conspiranoico -aunque finalmente redimido- sargento Jim Bert (John Benson).
Elementos bienvenidos y muy definidores del género, como también lo son el empleo de algunos motes en lugar de nombres, el coche del chico, el entorno de la comunidad, bien hostil, bien amistosa; por descontado, el ente alienígena, una estimulante y divertida explicación científica de los hechos, o la sala de cine como lugar de encuentro con lo inusitado. Un recinto en el que, además, se proyecta una película de Béla Lugosi (1882-1956); todo lo cual, supone una referencia meta-cinematográfica más efectiva y lograda que la de algunos pomposos y muy laureados productos actuales (preferiría no tener que dar nombres). Podemos añadir el acoso paterno-policial que sufren los protagonistas (aquí, sobre todo, la chica), y que es prontamente atajado en La masa devoradora, y el descubrimiento in extremis del método con el que poder, si no eliminar, al menos sí detener a la criatura. Siendo este último, precisamente, un aspecto bien singular de la película. Me refiero al hecho de descubrir que el visitante no puede ser destruido, sino tan solo detenido.
En definitiva, todos ellos son aditamentos de género fundamentales, junto a algún otro que en estos momentos se me extravía, a la hora de hacer que funcione una película de tan gratas características.
Majo es también el médico del pueblo, el doctor Hallen (Steven Chase). Lo suficiente como para no resultar un insufrible escéptico. De hecho, declara con sorprendente humildad que, frente a la extraña enfermedad somática que muestran las víctimas de la masa devoradora, “no sé lo que pueda ser, no hay precedentes”. El perverso magma se revela criatura informe e informal, y como ya se señalado, es muy capaz de absorber los tejidos, incluyendo todo tipo de ácidos. En este sentido, resulta aún más corrosiva la indefensión de algunas de las víctimas, como el mecánico que se haya encorsetado bajo un auto o el proyeccionista que trabaja en la angosta sala de proyección de un cine.
Todo lo cual, acontece a lo largo de una tranquila noche de verano, según reza el calendario de la jefatura de policía, en julio de 1957.
También nos referíamos al encontronazo entre la perspectiva juvenil y la policial. Ello pone en evidencia el mundo imaginativo, aunque en este caso real, de los jóvenes protagonistas, generalmente incomprendidos por quienes les rodean, sean amigos (pocos), familiares (algunos), o empleados públicos (casi todos); que son, asimismo, los representantes del mundo objetivo. Dos facetas que parecen separadas, hasta que las junta la evidencia.
Por eso se distinguirá finalmente Steve como un héroe, por no cejar en la defensa de sus, digamos, puntos de vista. Jane lo sintetiza bien al advertir, dirigiéndose a Steve, que “tú no eres de esas personas que le dan la espalda a la realidad”. En este caso, la realidad de lo extraordinario.
Destacamos, finalmente, el momento en que Steve y Jane proceden a inspeccionar, ¡a solas y de noche!, la tienda del padre del primero, donde se refugia la cosa. Así como algunos efectos especiales recreados por medio de dibujos animados (tales como la electricidad que se emplea para hacer frente a la masa devoradora, acomodada sobre un diner). Resueltamente, el teniente Dave propone llevar el engendro a la Antártida, un lugar donde pueda estar siempre congelada; como dando la mano a la previa y magnífica El enigma de otro mundo.
De La masa devoradora se produjo un remake, El terror no tiene forma (The Blob, Columbia-Tri Star, 1988), donde la mejor idea que puedo extraer se sitúa justo al inicio. En este, el pueblo donde acontecen los hechos parece desierto, sin vida, pero ello es consecuencia de que todo el mundo está asistiendo a un partido de rugby (aunque luego se cae en la propia trampa de hacer deambular a los protagonistas por una localidad en la que, verdaderamente, parece no vivir nadie).
Torpe, prematuramente envejecida, y carente del menor encanto, El terror no tiene forma es la enésima demostración de que con unos efectos especiales mejorados no basta. Es decir, justo el caso contrario al remake de El enigma de otro mundo, llevado a cabo por John Carpenter (1948) en La Cosa (The Thing, Universal, 1982).
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