Para Alfred Hitchcock (1899-1980), su única película para Metro Goldwyn Mayer fue una experiencia totalmente lúdica. Escrita por Ernest Lehman (1915-2005) y con fotografía de su colaborador habitual, Robert Burks (1909-1968), los elegantes y expresivos títulos de crédito de Saul Bass (1920-1996) para Con la muerte en los talones (North by northwest, MGM, 1959) estilizan esa “marea humana” de la Avenida Madison neoyorquina que acaba por llenar la pantalla, y de la cual forma parte el ciudadano “anónimo” Roger O. Thornhill (Cary Grant: todos los actores están estupendos).
En esta secuencia de arranque, donde la población ya avanza con prisas aunque “a trompicones”, Thornhill se acompaña de su secretaria (Doreen Lang) y se define a sí mismo desde el primer momento como un hombre práctico y de recursos. No en vano se dedica al llamado mundo de la publicidad, donde, como proclama, “no existe la mentira, si acaso la exageración”. El escenario es alegóricamente perfecto para que a nuestro personaje anónimo se le proporcione otra identidad, al ser confundido con otra persona, George Kaplan. Lo curioso del caso es que esta última “no existe”, al menos físicamente.
Las ironías no acaban aquí. Al quedar encarnado como Kaplan por los secuaces de Philip Vandamm (James Mason), Thornhill adquirirá una apariencia física de la que antes carecía, lo que le permitirá hallar cierto equilibrio en su vida, aún a costa de algunos padecimientos. Inconvenientes como el hecho de ser acusado del asesinato (la sorna hace que sea en el interior del edificio de la ONU) de Lester Townsend (Philip Ober), la persona a quien a su vez ha suplantado Vandamm, y que morirá sin conocer el motivo de la agresión, complicando aún más la situación de Thornhill.
Una sucesión de fatalidades encadenadas que, pese a todo, revelan que sí existe un infiltrado, aunque a la inversa, es decir, en la camarilla del propio Vandamm. Claro que, de momento, desconocemos su identidad.
Jugando continuamente con la verosimilitud, esa “exageración” pronosticada por Thornhill, todos los personajes de Con la muerte en los talones persiguen un fantasma. Incluso los funcionarios del gobierno que lo han creado, como finalmente corrobora el jefe de contraespionaje (Leo G. Carroll) al propio “interesado”.
Se trata del “mcguffin” elevado a la enésima potencia -recordémoslo tal y como lo definió Hitchcock en sus conversaciones con Truffaut (El cine según Hitchcock, Le cinema selon Hitchcock, 1966-1983; Alianza, 1998, pg. 127): un mcguffin es “un rodeo, un truco, una complicidad”, un elemento, por ejemplo, lo que persiguen unos espías, “de gran importancia para los personajes de la película, pero nada importante para mí, el narrador”-.
De Nueva York a Chicago en tren, Thornhill traba amistad con Eve Kendall (Eva Marie Saint), diseñadora industrial. De allí proseguirá hasta Dakota del Sur. Un recorrido que incluye tanto el mencionado edificio de las Naciones Unidas como algunas habitaciones de hotel y en el que Roger, superviviente nato, echará mano de sus añagazas, como sucede con esa cajita de cerillas en la que escribe un mensaje.
Una situación anómala que Hitchcock ejemplifica por medio de planos picados y los diálogos certeros de Esnest Lehman, que inciden de un modo sarcástico sobre la sinceridad en una relación. Fusionando ambos aspectos, psicología y planificación, es significativo el uso del plano-contraplano durante la primera charla de Roger y Eve en el tren: los personajes aún no están unidos del todo. Posteriormente, durante su reencuentro en el bosque, a los pies del Monte Rushmore (en Keystone, Dakota del Sur), ambos ya sí están encuadrados en un mismo plano. De algún modo, esto también sucede en la Casa de la Colina, obra del arquitecto Frank Lloyd Wright (1867-1959), cuando Thornhill observa a sus ocupantes y trata de advertir a Eve.
La conocida secuencia del maizal y la de la posterior subasta de arte, son presentadas por Hitchcock mediante un movimiento inverso: en el primer caso, el plano general da paso al medio, alternándose ambos; en el segundo, el plano-detalle de la nuca de Eve se abre para mostrar la sala de pujas -¡y de pullas!- hasta encaminarse a la puerta de acceso por donde aparece Roger.
Esto también sucede durante la secuencia final, en la cumbre del Monte Rushmore, donde, por ejemplo, la cámara desciende hasta mostrar el tacón del zapato del brazo derecho de Vandamm, Leonard (Martin Landau). A todo ello podríamos sumar el reflejo de Roger en el aparato de televisión, que acaba delatando su presencia.
El relato de Lehman parece encaminado a trascender la rutinaria monotonía ya instalada en el “ciudadano medio”. Un tipo de personas que, como además le comenta Eve a Roger, la han llevado a ser lo que es, en otro apunte irónico.
Pero estos personajes han emprendido un recorrido tanto geográfico como emocional, en el que finalmente, el amor vence. Por su parte, Roger “redescubrirá” el valor de la mentira como herramienta de trabajo, cuando recrimina al Profesor (Carroll) que le haya engañado; a lo que este responde que “necesitaba su colaboración”: Thornhill ha sido usado como él se ha valido antes de las personas, publicitariamente hablando.
Finalmente, Roger lucha por sí mismo y por su cuenta, pero también por Eve. No lo hace por ninguna ideología o institución específica, probablemente porque tras haber contribuido a venderlas y haberse comprometido hasta las cejas, ahora solo quiere que lo dejen en paz.
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