Qué puede haber más terrorífico que perder nuestra propia identidad. A las tradicionales preguntas de quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos, les da una nueva textura y dimensión el relato de La Cosa (The Thing, Universal, 1982), traslación fecunda y holgada del original de John W. Campbell (1910-1971), ¿Quién anda ahí? (Who Goes There?, 1938; del que aún aguardamos una edición en condiciones), vuelto a adaptar por el malogrado guionista Bill Lancaster (1947-1997), tras la versión de Howard Hawks (1896-1977) y Christian Nyby (1913-1993), en 1951.
No son cuestiones insustanciales. El equívoco forma parte de la secuencia de apertura, donde nada es lo que parece. En plena Antártida, un animal trata de salvar su vida, literalmente, del asedio de un grupo de cazadores, que opera desde un helicóptero. Las presas a veces se convierten en perseguidores. El animal es un perro, a todos los efectos sensitivos, y llega hasta un instituto científico norteamericano (la Estación 4). Entre el nutrido grupo de investigadores está el piloto MacReady (Kurt Russell), que desde el principio muestra una mente alerta y aplicada, aunque no le haga ninguna gracia perder una partida de ajedrez ante una máquina (como prolegómeno de lo que le espera). Es una buena imagen de la soledad de su carácter (no tanto de su relación con los demás).
La vía de contagio por medio del mejor enemigo del hombre proviene del espacio, por lo que fructifica y toma su fuerza de lo desconocido e inesperado. Un misterio que habrá de empezar a resolverse en el cercano campamento noruego, de donde parece proyectarse la amenaza. Para allá parten MacReady y el doctor Copper (Richard Dysart), mientras, de forma análoga, el perro hace lo propio respecto al campamento norteamericano, inspeccionando el terreno y haciéndose una composición de lugar. Asimismo, el animal aparenta desenvolverse bien entre sus congéneres, como las posteriores transformaciones de la cosa harán con sus semejantes, en un delicado equilibrio de apariencia, en el que la única diferencia es que un perro muestra un instinto más desarrollado que un humano a la hora de detectar una anomalía.
Buena parte del terror se deriva del hecho de que no puede existir tal equilibrio en esta balanza entre terrestres y extraterrestres; la invasión es completa. El ser humano puede seguir gozando de su antropocentrismo si le place, pero desde unos constituyentes físicos y psíquicos esencialmente distintos. Las posibilidades alegóricas del relato de Campbell y de la narración de John Carpenter (1948) son bastante amplias. Hoy día es difícil confiar en alguien, resume MacRaedy. Lo que se sintetiza en la prueba de la sangre, donde ninguno de los integrantes del equipo es capaz de distinguir a una perfecta falsificación a través de sus sentidos. Si las posibilidades son aterradoras, también lo son las manifestaciones, precisamente, por estar carentes de una apariencia concreta y definida. Estas formas informes actúan como metáfora del propio comportamiento humano, tan cambiante y sorpresivo, que se materializa en hechuras y perfiles muy diversos. Pese a lo cual, la historia, o las historias que forman parte de la misma, siempre parecen cíclicas (¡incluso aunque cada remake sea diferente!). Si los protagonistas y espectadores son invitados a plantearse hasta qué punto una asimilación puede ser un duplicado integral, surge entonces la cuestión de cómo diferenciarse. La simbiosis encuentra un caldo de cultivo en el aislamiento espacial y, siguiendo con nuestro anterior simbolismo, el círculo que crean los compañeros de Bennings (Peter Maloney), atacado ya por el ser proveniente del espacio, es muy parecido al perímetro humano que delimitó e hizo resurgir la nave de la que este procedía.
Más aún, cuando uno de los personajes infectados escapa de su prisión, lo hace valiéndose de un túnel. Poco después, la sala del generador muestra otra galería de acceso excavada en el hielo. Es decir, los conductos manufacturados por el hombre se superponen a los de la cosa, confeccionados a imagen y semejanza del ser humano mismo. En esta escena de la sala del generador, muestra John Carpenter un calculado juego con el contraplano que le proporciona la profundidad de campo, con objeto de generar angustia, algo asimilable a la hondura del miedo ante lo súbito e inédito de la situación. Sin apenas parámetros espaciales (cuando la estación casi ha desaparecido), y tras una desolada canción de fuego y hielo donde los protagonistas acumulan todo el cansancio de la supervivencia, físico y emocional, los dos supervivientes de la expedición se ven expuestos a la intemperie más absoluta. Una cercanía con la muerte (en vida, al estilo de lo que sucede con el vampirismo o los ultracuerpos) que solo conduce al nihilismo.
En la elaboración de La Cosa fueron fundamentales las labores del decorador John J. Lloyd (1922-2014), el director de fotografía Dean Cundey (1946), el músico Ennio Morricone (1928), el editor Todd Ramsay (1947) y los creadores de efectos especiales artesanales, plásticos y mecánicos, Rob Bottin (1959), animador de la cosa, Roy Arbogast (-), y el gran Albert Whitlock (1915-1999), a quien se debe, entre otros méritos, la secuencia en la que los expedicionarios encabezados por MacReady (re)descubren la nave espacial, que ha sido desenterrada de los hielos. Y todo ello, sin caer en el absurdo tópico de que la película contaba con unos efectos adelantados a su época: una obra puede anticiparse argumentalmente, pero ¿cómo pueden no existir los elementos técnicos de que dispone en el momento de su filmación, si cuenta con el presupuesto indicado para ello? El cine siempre ha dado visualmente lo mejor de sí mismo cuando ha gozado de los fondos económicos necesarios. Es la razón por la que es un arte que depara tantas sorpresas, sobre todo, para el que lo desconoce más allá de la fecha de su nacimiento (y para los que creemos que el pleno y plano empleo de la informática es una involución). La Cosa es, por lo tanto, el producto de una época innegablemente creativa que, como toda buena creación, siempre resulta moderna. Una explícita metáfora identitaria, además de una obra de terror frontal admirablemente filmada que, pese a su polaridad visual entre el blanco y el negro, se halla cuajada de grises, y que a la larga, encontró su audiencia con el transcurrir del tiempo, tal y como recuerdan algunos de los protagonistas de la película en el documental retrospectivo que acompaña su edición en DVD.
Todos estos elementos quedan orgánicamente ensamblados gracias a la labor clásica de puesta en escena de John Carpenter, hasta cierto punto reposada y mórbidamente introspectiva; estrictamente cinematográfica, es decir, alejada de toda connotación estereotipada y óptica confusa. Por ejemplo, mediante las sutiles y muy visuales formas de desviar la atención por medio de los objetos, como la soga que pende en las dependencias del forense Blair (Wilford Brimley) o el escalpelo que Clark (Richard Masur) oculta en su mano, esperando el mejor momento de atacar (o defenderse). Momentos potenciados por la filmación en panavisión y cinemascope. De hecho, no existe en La Cosa el habitual atropello de planos rápidos, todo lo que merece ser mostrado queda -o incluso mejor, salta- a la vista, y lo que ha de mantenerse oculto, permanece en las sombras.
Escrito por Javier C. Aguilera
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