El autocine (C): Refugio macabro, de Roy Ward Baker, Condenados de ultratumba, de Freddie Francis, y Noche infernal, de Peter Sasdy

22 agosto, 2022

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Supongamos que un día acaban hartos de los últimos decretos expedidos por la corrección política y deciden no acatarlos. Y que, de resultas de esta osadía, antiguamente amparada por la constitución, la libertad individual y el libre albedrío, acaban internos por las fuerzas del desorden en un sanatorio mental, un manicomio. No se rían, que por ahí se empieza. O al menos, así comienza Refugio macabro (Asylum, Harbor – Amicus para Paramount Pictures, 1972). Y no me refiero a las ocurrencias e (in)disposiciones estatales, sino a las perturbaciones en lo que entendemos por consolidada realidad (aunque vienen a ser la misma cosa).


Envuelta por la niebla, emerge una vetusta mansión que responde al nombre de Dunsmoor (Páramo pardo). Algunas de sus habitaciones ya están ocupadas, pero siempre se puede hacer un hueco más. Por ejemplo, para usted. De momento quien llega a la casona señorial, toda una institución para alienados, es el doctor Martin (Robert Stephens), y lo hace al son de la recurrente Una noche en el monte pelado (Ivánova noch na lýsoi goré, 1867), de Modest Mussorgsky (1839-1881), que acompaña los títulos de crédito, y que fue adaptada por el firmante del resto de la banda sonora, el compositor clásico y estupendo arreglista de origen australiano, Douglas Gamley (1924-1998).

El centro está controlado por un sofisticado sistema eléctrico, si bien, de allí no parece tener necesidad de salir nadie, porque todos están encerrados en sí mismos. Hasta que cuatro de los internos tienen a bien relatar sus experiencias alucinatorias, los hechos que les condujeron hacia este refugio macabro, tremenda yuxtaposición en su título al español. No en vano, el guión parte de las historias desarrolladas por Robert Bloch (1917-1994), el mismo autor de Psicosis (Psycho, 1959; Planeta, 1985).

Refugio macabro es, además, una producción Amicus, la compañía inglesa creada por Max J. Rosenberg (1914-2004) y Milton Subotsky (1921-1991), para tratar de hacer sombra, en buena compañía, a la innovadora Hammer, en el jardín del horror. Sin alcanzar las mismas cotas de desarrollo sublime, sí es verdad que no dejó de ofrecer un parterre de productos bien abonados, de sólida factura y alegre desparpajo. La dirección, en esta ocasión, fue asignada a un magnífico entendedor y entretenedor del género fantástico, al cual ha enriquecido con sugestivas variantes, Roy Ward Baker (1916-2010).


Dunsmoor ha venido siendo regentado por el doctor B. Starr (no puedo dar detalles acerca de quién lo encarnó), pero según comenta su predecesor, el doctor Lionel Rutherford (el excelente característico Patrick Magee), este ha acabado perdiendo la razón. Nada más apropiado. Por lo que propone a Martin tratar de averiguar cuál de los cuatro reclusos de la última planta es en realidad el doctor Starr. Tal y como comenta Rutherford, tratando de advertir a Martin, además de combatir el advenimiento de sus nuevos y reformadores métodos, aquí estamos muy lejos de una consulta de moda, esto es un manicomio.

Estas cuatro personas parecen normales, pero están mentalmente alteradas, Robert Bloch nos explica por qué. Para empezar, Roy Ward Baker introduce ya cierto malestar, o al menos, cierta distorsión de la realidad, en lo que se espera sea un centro médico, por desangelado que esté, al mostrar una serie de grabados sobre la locura, ciertamente macabros e inquietantes, dispersos por las escaleras principales del edificio, y que Martin contempla con resquemor en su ascenso a la planta de los locos. Allí es recibido por Max Reynolds (Geoffrey Bayldon), el ordenanza que le da acceso a los cuatro pacientes. ¿Quién de ellos habrá sido el doctor Starr, honra y prez de la institución de la que ha acabado chiflado?

Los reclusos, de los que se dice que son enfermos incurables, están bien atendidos en sus respectivas y personalizadas estancias, y van narrando uno a uno los acontecimientos que los han llevado hasta allí, por supuesto que injustamente, en unos relatos que transcurren en su totalidad en época actual, es decir, contemporánea a la película. Relatos bien adecentados por los decorados del recientemente desaparecido Tony Curtis (1937-2021; no confundir con el actor), y la fotografía de Denys Coop (1920-1981), también especializado en efectos visuales.


El primer lance es el de Bonnie (Barbara Parkins), que se las entiende con un hombre casado. Por si esto no fuera suficiente problema, Walter (Richard Todd), el tipo en cuestión, se lleva a matar con su esposa Ruth (Sylvia Syms). Él es un oportunista, y ella una dominadora de cuidado, que sabe atarlo corto. Pero el caso es que hay fuerzas naturales que son más fuertes que la vida y la muerte. Y lo van a comprobar.

El matrimonio se disuelve, digamos que por procedimientos poco convencionales, ¡aunque no menos efectivos! Y efectistas, a tenor de los resultados. A veces, lo mejor es cortar por lo insano. Si bien, aunque el matrimonio queda disuelto, como digo, no sucede lo mismo con el vínculo que unía a la pareja.

Así las cosas, la díscola Bonnie cree que tiene el campo libre para yacer con su amante. Qué grave error. Ya sabemos que acaba ocupando una de las habitaciones del pabellón residencial. Y como decía la gran Mayra Gómez Kemp (1948), hasta aquí puedo leer. Debo señalar, no obstante, que existe un comentario muy gracioso por parte de Walter, teniendo en cuenta, sobre todo, el inglés original. Pero si lo cuento pierde la gracia.

El segundo de los relatos se refiere a Bruno, ex sastre (Barry Morse, otro rostro conocido, algo oculto tras una barba). Autónomo asfixiado, Bruno tiene serios problemas con el casero a causa del retraso en el pago de la renta del inmueble que ocupa su taller. El antaño prestigioso sastre ha ido viniendo a menos en la profesión, y su arrendador, el insensible Stebbins (John Frabklyn-Robbins), se resiste a ampliarle el plazo. Pero un encargo muy especial parece que puede sacar a Bruno de apuros, gracias a un cliente puntilloso y reservado, el señor “Smith” (el fenomenal Peter Cushing), que le propone confeccionar un traje con un material extraño y reflectante, siguiendo un horario sumamente específico y riguroso.

Todo este capítulo está bajo el dominio de la oscuridad en la pantalla. O dicho de otro modo, de la ausencia de luz. Tan solo sobresale la que desprende el citado traje; esto es, lo inusitado.


Barbara (sic) (Charlotte Rampling) y Lucy (Britt Ekland) son dos amigas de la infancia. Qué época más bonita. La primera de ellas, con antecedentes al estilo de eso ya pasó, no te preocupes. O sea, que hay motivo para la preocupación. Y para la inquietud del espectador (lo mismo que cuando nos dicen que algo es por nuestro bien). ¿Qué fue lo que pasó? ¿A qué hecho del pasado se refieren los protagonistas? Ya nos iremos enterando.

Tras un tratamiento médico, Barbara ha quedado a cargo de su hermano George (James Villiers), y de la enfermera Higgins (Megs Jenkins), en la acogedora mansión familiar. De hecho, todas las viviendas aparecidas en Refugio macabro son, de una manera u otra, una prisión más allá de su atractivo. Lo cierto es que las dos amigas se volverán a dar la mano para impedir que nadie trate de aprovecharse económicamente de Barbara. Nada como seguir un buen consejo.

En el último de los capítulos, el doctor Byron (Herbert Lom, otro actor todo terreno y bien vinculado al fantastique), muestra sus últimos progresos psíquicos en su prisión dorada. Este renombrado físico, neurocirujano y ortopeda, se nos aparece como una especie de doctor Frankenstein en miniatura, en lo que es una historia simpática, seguramente más perturbadora sobre el papel. En cualquier caso, la conexión que Byron establece con sus criaturas resulta de lo más mórbida y atrayente. El suyo será el último relato. Mejor dicho, el penúltimo…

En cuanto a la realización de Baker, resulta funcional, a veces un tanto efectista -nunca estridente-, pero no debemos olvidar las circunstancias impuestas por la moda: el acercamiento de la imagen mediante el zoom o el teleobjetivo, las coloridas prendas de vestir, las angulaciones y planos poco habituales, la subjetivación con la cámara…, aspectos vencidos por el talante, más que notable, de nuestro realizador, a la hora de sacar provecho de donde hay más ideas que recursos.

En definitiva, en la disfrutable y claustrofóbica Refugio macabro priman los argumentos centrados en la venganza ultraterrena. Aquellos en los que, según los expertos en tan lustrosa materia, los muertos no pueden ni deben descansar en paz.


Venganza ultraterrena, sí. Forma un díptico con nuestra siguiente película, Condenados de ultratumba (Tales from the Crypt, Metromedia – Amicus para Paramount, 1972). Una nueva producción de la Amicus estructurada en capítulos. Esta vez, el encadenado de argumentos parte de la brillante idea de adaptar algunos de los relatos publicados en formato cómic por el ya mítico sello editorial E. C., fundado en 1944 (Planeta DeAgostini, 2003-2005; creo que existe una nueva edición con el tintado a color original). Lo cual derivó en la popular serie Historias de la cripta (Tales from the Crypt, Warner Bros. Televisión – New World), emitida de 1989 a 1996. Por mi parte, todavía sigo releyendo dichos cómics, sobre todo los de terror, suspense y ciencia ficción, que me gustan horrores.

En estas narraciones, un maestro de ceremonias que podía ser el Guardián de la Cripta, la Vieja Bruja o el Guardián de la Cámara de los Horrores, presentaba y despedía los relatos. Por lo general, en una sola y tétrica viñeta, embadurnada de un oscuro sentido del humor. Un papel que aquí a reserva al veterano y formidable Ralph Richardson (1902-1983), en funciones de Guardián de la Cripta. Todo un Amo del Calabozo. Y de las calabazas que algunos tienen por cabeza.

Son historias centradas, de nuevo, en la dislocación de la (apariencia de) realidad, con un humor subrepticio y reptante. Si en la anterior propuesta prevalecían el destino haciéndose añicos, los amigos invisibles, tan reales…, la guisa con la que se teje el retorno a la vida, un vudú mecanizado, y un asesinato en las escaleras, al mejor estilo de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), en lo que era una auto-referencia de Robert Bloch, tales siguen siendo los componentes que, en otro orden de factores, hacen disfrutable un nuevo retablo como el de Condenados de ultratumba, con el sublime escenario de una cripta coronada por una gran calavera.


Aquí es la Tocata y fuga en re menor (c. 1704), de Juan Sebastian Bach (1685-1750) -mientras no se demuestre lo contrario, pues hay quien pone la autoría en entredicho-, la que sirve de aperitivo sonoro a los prolegómenos de otras tantas narraciones, cinco en esta ocasión, bien pergeñadas por Freddie Francis (1917-2007), soberbio director de fotografía que incursionó en la dirección cinematográfica, en películas de temática misteriosa y de terror. Algunas tan estimables como la presente.

Tales relatos se basan, como queda dicho y se especifica en los títulos de crédito, en las creaciones de los ya legendarios Bill Gaynes (1922-1992), Al Feldstein (1925-2014) y Johnny Craig (1926-2001); la carne en el asador y la buena mala sangre del grueso de historietas de E.C.

Respecto a la traslación en imágenes, su fuerte sigue residiendo en la ambientación y los decorados, nuevamente de Curtis. Y el esporádico empleo de la cámara circular, en la presentación del escenario y sus protagonistas, y en el primero de los capítulos.

La forma de pasar una feliz y tranquila Navidad en casa resulta para Joanne Clayton (Joan Collins) un tanto abrupta, desde el momento en que sus familiares planes se ven alterados por la presencia de un alienado, escapado de un hospital psiquiátrico cercano, que bien pudiera ser nuestro querido refugio macabro. Máxime si tenemos en cuenta que todo lo que acontece en este episodio, al amor de la lumbre, se hace a pocos metros de donde la hija de Joanne (Chloe Franks), vela su sueño. Se podría decir que estamos ante una magistral relectura de la excelente La noche de Halloween (Halloween, John Carpenter, 1978), de no ser porque la que nos ocupa se filmó unos años antes.


En el segundo de los capítulos, el casado Carl Maitland (Ian Hendry) se dispone a visitar a su joven amante, Susan Black (Angela Grant). Estas cosas pasan. Pero que acaben como aquí ya no es tan normal. El deseo de Maitland es empezar una nueva vida junto a Susan. Ella, por supuesto, está de acuerdo. La cámara subjetiva, a la que antes aludía, nos contará el resto. Un recurso habitual que, aquí, cobra un significado preciso y demoledor.

Pasando página, encontramos a Elliot (Robin Phillips), un jovenzuelo maledicente y sobreprotegido por su padre (David Markham). Muy mal por él. Insiste en hacerle la vida imposible a un vecino de aspecto desorganizado, más que descuidado o desaseado, Arthur Grimsdyke (Peter Cushing de nuevo), que atraviesa unas circunstancias difíciles, de afecto principalmente, desde que enviudó. La intención es ofrecer a Grimsdyke la suma adecuada para que abandone el lugar que ha venido siendo su hogar, y en el que ha compartido tantos momentos con su esposa, con la excusa de que su presencia desprestigia al barrio, y los chavales, que tanta compañía le hacen, ya no lo quieren. Como la coacción monetaria no surte efecto, pues no es una cuestión de cifras sino de apego, el infausto Elliot decide adoptar otros recursos más persuasivos... Y aunque el desenlace es artificioso, en el sentido más noble y querido al género, prevalece en todo momento el aspecto humano del relato, gracias a la habilidad compositiva de ese gran actor que fue Peter Cushing (1913-1994).

Justicia poética se llamó este episodio, con toda la razón del mundo. De este y del otro.


El penúltimo de los relatos, pues recuerdo que son cinco, tiene por protagonista a Ralph Jason, interpretado por Richard Greene (1918-1985), al que los aficionados recordamos con cariño por encarnar a sir Henry en la magnífica El perro de los Baskerville (The Hound of the Baskervilles, 1939), de Sidney Lanfield (1898-1972). Ralph va a experimentar en propias carnes unos hechos que podemos resumir bajo el conocido aforismo de ten cuidado con lo que deseas. Centrado, en este caso, en la magia que proporciona un objeto. Un auténtico genio de la mala uva capaz de conceder tres deseos, puestos en marcha por Enid (Barbara Murray), la ambiciosa pero abnegada esposa de Ralph, y el viejo amigo de la familia, Gregory (el ahora veterano Roy Dotrice, que en su día interpretó al padre de Mozart (1756-1791) en Amadeus [Íd., Milos Forman, 1984]).

Finalmente, como despedida, una llegada. La del mayor William Rogers (Nigel Patrick), nuevo director de una -otra más- institución, de aspecto impolutamente inglés, destinada al cuidado de invidentes. Personas como el señor Carter (Patrick Magee; director del refugio macabro, recuérdese).

Rogers no se conduce con benevolencia, al margen de que él se escude en el hecho de que proviene de las filas del ejército. Su disciplina y rigidez tiene más que ver con su falta de humanidad, unas habas que se cuecen en todas partes, tanto fuera como dentro de la milicia. Así, el nuevo director actúa como un tirano, llegando a maltratar a los internos, de forma no directa, pero no menos cruel. En definitiva, el sujeto resulta ser un negrero, aunque los baqueteados y ofendidos residentes ven con claridad lo que han de hacer con él. De este modo, Rogers descubrirá que son malos tiempos para hacer recortes en el presupuesto de la institución, y que los internos no están dispuestos a dejarse avasallar.

En este formidable relato, que ya me impactó cuando lo leí en cómic, destaca la atribulada narrativa y la acendrada exposición. Admirable compostura de Freddie Francis tras las cámaras.


En lo que respecta a las historias y su visualización -la puesta en escena-, ¿hasta qué punto la cámara, trasunto de la mente de los protagonistas, refleja lo que sucedió realmente? Los acontecimientos desfilan en un flash, desarrollado para el espectador, pero de rauda y contundente revelación para el convocado. ¿Qué ha llevado hasta allí a aquel grupo heterodoxo de visitantes, unido por una niebla mental que, de forma progresiva, se va disipando? Si en la anterior película asistíamos a unos relatos con mayor carga de terror psicológico, aquí los ribetes de lo sobrenatural se afianzan, abrazando su causa con una mayor delectación.

La última película que hoy les quiero presentar es Noche infernal (Nothing but the Night, Rank Organisation para Twentieth Century Fox, 1972; estrenada al año siguiente). Basada en una novela, que desconozco, pero que me encantaría conocer, del mismo nombre (1968), obra del inglés John Blackburn (1923-1993), un autor con títulos muy sugerentes.

La adaptación la llevó a cabo Brian Hayles (1931-1978), responsable, así mismo, del libreto de la simpática Alfombras mágicas (Arabian Adventure, Kevin Connor, 1979), en lo que fue su último trabajo.

Esta vez nos salimos de la estructura por episodios para asistir a una narración única, bajo la dirección del húngaro afincado en Inglaterra Peter Sasdy (1935), un competente cineasta que, junto a sus compañeros previos, deparó una serie de cometidos muy estimulantes dentro de los géneros del terror y la ciencia ficción. Como, por ejemplo, Las manos del destripador (Hands of the Ripper, 1971), La condesa Drácula (Countess Dracula, 1971), basada en la truculenta vida -y muerte- de Elizabeth Bathory (1560-1614), la muy estimable narración sobrenatural The Stone Tapes (1972), Poseído al nacer (I Don’t Want to Be Born, 1975), o algunos capítulos de La casa del terror (Hammer House of Horror, 1980), junto con otros productos de buena factura para la televisión.


Unos crímenes espeluznantes se están cebando en el número de miembros de la Fundación Van Trailen, reconocido grupo altruista al cuidado de infantes que han quedado huérfanos. Para más inri, cuando varios de estos muchachos iban de excursión en un autobús escolar, se produce un desgraciado accidente. Entre los supervivientes está la joven Mary Valley (Gwyneth Strong), que es atendida en el hospital, mientras se recupera, por el psiquiatra Peter Haynes (Keith Barron). La razón es que a Mary le ha quedado una extraña secuela. Su obsesión por el fuego.

Por fortuna, Peter es buen amigo de sir Mark Ashley (Peter Cushing), un eminente -como su título indica- patólogo, al que el psiquiatra pide que le eche una mano con la paciente. A su vez, se implica en el caso el coronel Charles Bingham (Christopher Lee), amigo de sir Ashley. Gusta ver a Cushing y Lee (1922-2015) en creativa armonía y espanto, sin necesidad de enfrentarse a vida o muerte, incluso con los roles cambiados (tal y como sucedía en La leyenda de Vandorf, también conocida por La Gorgona [The Gorgon, Terence Fisher, 1964]). Sin sacrificar por ello los giros siniestros que depara la trama de Blackburn. Muy bien traída. Sobrecogedora, apenas se piensa un rato.

El resto de integrantes del elenco principal son la periodista metomentodo Joan Foster (Georgia Brown), y la madre de la niña, Anna Harb (la antaño mito erótico Diana Dors). Más que interesante es el vínculo, incluso de ascendencia sobrenatural, que une a la madre con la hija (viceversa no tanto); de esta mujer que adorna su vehículo con símbolos esotéricos y cartas del Tarot. Por su parte, la hija fue apartada de la madre cuando esta cumplía sentencia (por asesinato) en la cárcel. Al punto de que la chica cambió su apellido. Pero Anna hará cualquier cosa para volver a reunirse con Mary, habida cuenta de que sus reclamaciones más o menos legales no han surtido efecto.

¿Accidentes, suicidios o asesinatos?, se pregunta el coronel ante la retahíla de muertes que atañen a los miembros de la referida fundación. ¿Y por qué motivo? Bingham y Ashley se unen a la investigación policial, desde el momento en que el primero ha retomado sus funciones como inspector, tras algunos años de excedencia.

Un golpe de efecto muy logrado ha de ver con la muerte de uno de los personajes, hacia la mitad de la narración, no atribuible a quien, en principio, pudiera creerse. Las apariencias siempre nos engañan. Para bien… o para mal.


Junto a Londres, destaca en el desarrollo visual de la película la Mansión de Inver House, sede de la Fundación Van Trailen, regentada por la señora Allison (Shelagh Fraser), y donde habitan los niños con sus tutores vagamente legítimos. Otra flamante y siniestra institución, que da acogida a la doctora Ross (Kathleen Byron), célebre bióloga, o el neurocirujano doctor Yates (Morris Perry), y que se ubica en la atractiva y pavorosa Isla de Bala (nombre ficticio), en Escocia.

Con la ayuda del inspector Cameron (Fulton MacKay), y el médico local, el doctor Knight (Duncan Lamont), Mark Ashley y Charles Bingham trataran de esclarecer los enigmáticos hechos, y hallar a la señora Harb, antes de que sea demasiado tarde para algo que aún desconocen. Tal vez, la respuesta esté en los poderes psíquicos de la madre. O la hija.

Noche infernal fue producida por el habitual responsable de la Hammer, Anthony Nelson Keys (1911-1985), en connivencia con el propio Christopher Lee, y contó con la música de Malcolm Williamson (1931-2003). Una única pega sería la de que el rol de los chiquillos queda bastante desdibujado, teniendo en cuenta su relevancia en la trama. Pero tal vez se pretendiera así, para no dar excesivas pistas de cara al desenlace. De cualquier manera, lo anteriormente expuesto garantiza un buen rato de suspense y estremecimiento.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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