Últimamente parecen estar de moda una serie de películas de corte biográfico –biopics-, producidas por canales muy ideológicamente escorados, que tergiversan la realidad de la forma más descarada en favor de una supuesta reivindicación woke. Los últimos ejemplos evidentes son Blonde (Íd., Andrew Dominik, 2022) o la teleserie La oferta (The Offer, VVAA, 2022). Cualquier parecido con el equilibrio de lo que sucedió, se ve tozudamente desequilibrado. Una apropiación cultural que, de no ser tan trágica, resultaría satírica y hasta hilarante. Pero la revisión reduccionista y sectaria no nos compete en última instancia. La comprensión y divulgación artística sí. El traspaso a las nuevas generaciones. En ello consiste el activismo real. No en estar en guerra permanente con la cultura y la historia. Jamás han estado las ideas tan encaminadas a un único carril. Contendoras de un odio y un desconocimiento revestido de justicia social, totalitarismo “blando”, alarmismo climático -ese que está perjudicando las obras de arte-, políticas identitarias y “cultura” de la cancelación: las nuevas banderas y constitución, siempre ondeando contra la libertad individual. Exhiben la hegemonía de la mediocridad y la sumisión al extremismo, justificado o visto como normal si coincide con nuestra propia ideología. Hasta los trabajadores de Disney denuncian el ambiente de terror (sic) que los atosiga en la empresa.
A veces, dicho traspaso cultural de mayores a jóvenes se quiebra. Cuando se anteponen los intereses doctrinarios y grupales a unos valores individuales y, en función de estos, colectivos.
El mundo se
ha vuelto loco, se suele decir. En realidad, son las personas las que pierden
la chaveta. En el primer ejemplo que
hoy nos ocupa, esto resulta evidente desde el principio. El protagonista está
desequilibrado. Y no se puede achacar a la situación familiar, aunque esta sea
un agravante.
Basada en
una pieza teatral del -creo- escritor deportivo metido a psicoanalista Jack
Horrigan (1925-1973), Children, Children
(1972), puesta en imágenes por el director de fotografía Adam Holender (1937),
la locura que se nos muestra es una calibrada obsesión que comienza por la
teoría (una ideológica perniciosa) y acaba con la práctica (el uso de las
armas, que incluyen un llamativo florete). Las incursiones de Holender como
realizador son escasas. Hasta donde he podido averiguar, en la obra original,
los abusos a la canguro contratada por
la familia Collins se producen por parte de los cuatro hijos del matrimonio,
tres preadolescentes y una niña. En la película, los hijos son dos, focalizándose
los hechos sádicos en el mayor de ellos, Mark (un incipiente Christian Slater),
quedando la hija pequeña, Susan (Brooke Tracy), dispuesta para el quite final. La adaptación corrió a
cargo del habitualmente productor Glenn Kershaw (1950) y el escritor Bruce
Graham (-), productor, así mismo, de la película. Parece que en esta realización
casi nadie estaba en su sitio habitual. El director de fotografía sí, Alexander
Gruszynski (1950).
La música
de Michael Bacon (1949), especializado en documentales, no es nada del otro jueves, a excepción de un tema
inicial y final, bastante inquietante y logrado, a base de sonidos percutivos, de
semblante primario.
El sadismo y la tergiversación recorren las venas de este cuerpo maltrecho. Ambos aspectos resultan difíciles de plasmar sin caer en el exceso. ¿Dónde localizar la verdad -o lo más parecido a ella- cuando se nos escamotea? En la época de la imagen esta dificultad se ha quintuplicado. Lo cual es fatal, puesto que cada vez, las clases medias leen menos. Alienado (Twisted, Green Room Fetures-Virgin-Metro Goldwyn Mayer, 1985; estrenada al año siguiente), logra clarificar este oscurecimiento argumentativo con pocos elementos. Su estructura es la de un telefilm, algo subido de voltios, pero es que en los ochenta la modernidad se aposentó para quedarse, aún en la televisión y a un nivel modesto, siempre correctamente filmada y fotografiada.
Evelyn (Tandy
Cronyn) y Philip (Dan Ziskie), los padres, no forman un matrimonio precisamente
amoroso. Puyas, reproches, adulterio… Son unos trepas sociales bastante insensibles,
cuyo eco son sus elitistas amigos Peg (Laurie Kennedy) y Karl Yaeger (Edward
Marshall).
Otro de los
protagonistas va a ser el escenario. Una casa aislada a las afueras de una urbe
sin especificar. Toda una mansión, que supone un cambio radical en el día a día
de la familia Collins, sus nuevos ocupantes venidos de la gran ciudad, con todo
lo que esta alteración comporta. Esto, en lo que al entorno externo se refiere.
Respecto al interno, está claro que Mark ha venido incubando su maldad natural -conviene remarcarlo- con el transcurrir del tiempo, hasta que este sale a la
superficie.
¿Cuál es el
motivo por el que están allí? ¿Qué semilla de maldad tratan de superar? No
sabemos lo que ha sucedido en el pasado, lo que está claro es que ha habido
indicios anteriores.
No llevan
instalados mucho tiempo cuando el ama de llaves, la señora Murtagh (Charlotte
Jones), muere “en extrañas circunstancias”. Parece que se ha desnucado. Para el
espectador no existe la menor duda de lo que ha pasado, aunque se nos muestra
entre sombras (con la dualidad que estas conllevan).
A las rarezas
típicas de los adolescentes se añade un grado más de perversión. Mark responde
al patrón del crío inteligente, afanoso y consentido (no necesariamente
solitario, aunque este sí lo es). En definitiva, el retrato de una mente mal (o
de)formada, puede que irremisiblemente enferma. Por supuesto que hemos visto
películas de este estilo más violentas y gráficas, pero ello no quiere decir
que resulten más eficaces a un nivel narrativo y cinematográfico. Mark, para el
que “no” no es “no”, está acostumbrado a salirse con la suya y, en no escasa
medida, valerse por sí mismo en la salud y la enfermedad. Su dormitorio es un
reducto o festival de cachivaches electrónicos. Su auténtico cerebro. Desde él
controla los distintos micrófonos repartidos por toda la casa para poder espiar
a sus anchas las conversaciones ajenas. De sus padres, principalmente. De este
modo, es conocedor de las debilidades de cada cual.
En el
instituto extiende su campo de pruebas para hacer la puñeta. Por ejemplo, a su compañero David Williams (Karl Taylor),
con el que no se lleva bien, va de soi.
Como un niño maltratando a los animales, pero con especímenes humanos (no es
que exista tanta diferencia, pero en fin). Solo es contestón por lo bajini, para sí mismo. Como si
dispusiera de un doble yo.
El caso es
que los Collins precisan de una cuidadora para el sábado por la noche. Helen
Giles (Louis Smith) vive con su hermana Nely (Dina Merrill), casada con Jim
Kempler (John Cunningham). Helen está tratando de recuperarse de una pérdida
familiar -la de su madre- que le ha dejado trastornada. Está bajo tratamiento
médico pero puede -y debe- desempeñar sus funciones más cotidianas. La
oportunidad de cuidar a los hijos de los Collins le proporciona la ocasión de
volver a ser útil y demostrárselo a sí misma.
En suma, el
torcido, ¿nace o se hace? Puede que una mezcla de ambas. No podemos culpar
únicamente a la sociedad o la familia de la totalidad de un mal de este tipo;
quien tiene mala entraña, la tiene, además de verla potenciada. Al tiempo de
esgrimir el típico aspecto de no haber roto nunca un plato. La mala disposición de Mark se cimienta en las
alucinantes y alucinógenas arengas de Adolfo Hitler (1889-1945). Desequilibrado
al borde de la demencia, su verdadera iniquidad reside en que es capaz de
alterar la puesta en escena. Convencer a los demás de que lo que ha sucedido es
otra cosa; lo que él les diga. Jugar con las apariencias. Imbuido su cerebro de
teorías supremacistas. Un mal contagioso. Cuando parece que todo ha acabado,
puede volver a renacer.
Los
antecedentes más cercanos de Alienado
son la mentada Semilla de maldad (Blackboard Jungle, Richard Brooks, 1955),
Perversión en las aulas (Child’s Play, Sidney Lumet, 1972), Curso 1984 (Class of 1984, Mark. L. Lester, 1982), Calles salvajes (Savage Streets, Danny Steinmann, 1984), o El buen hijo (The Good Son,
Joseph Ruben, 1993), por citar solo algunos títulos.
Obra bien
desarrollada por los detalles que hacen progresar la trama sin resultar
exhaustivo o repetitivo, destaca el guante de jardinería que perteneció a la
madre y que una mascota ha desenterrado del jardín. Este nos habla del
repentino fallecimiento de la madre de Nely y Hellen. También el bolso que
Helen deposita en el suelo del supermercado, como olvidado, o en un acto de
excesiva confianza en los demás, que nos da una idea del nivel de despiste y
vulnerabilidad del personaje. El enfrentamiento sostenido deviene cruel y desigual,
entre una mente desestabilizada y otra claramente desequilibrada. Prevalece la
atmósfera malsana como un aura. Y el libre albedrío como ruptura de la moral.
Ahora nos ponemos en la piel de un acosado. El acoso escolar es una lacra y tiene su raíz en las carencias afectivas familiares, la pertinaz ausencia de valores no programáticos, la falta de vigilancia en los centros educativos, la carencia de empatía, la obligatoriedad de la enseñanza hasta una determinada edad... según los pedagogos. Yo añado esa mala entraña a la que antes aludía y con la que algunos vienen a este mundo. La humillación y amenazas al que se le toma manía, referida a la escasez de límites y reglas, junto a la pérdida de autoridad de profesores y algunos padres. Si a esto añadimos una predisposición a la violencia y el abandono, escolar o familiar, podemos decir que ya están aquí en toda su plenitud y altivez las consecuencias de la LOGSE et alii.
La idea
difundidísima de que el colegio no se debe limitar a enseñar, sino a funcionar
como un generador de comportamientos sociales (a ejercer de padres, madres,
chachas si fuera necesario, y hasta diputados: un coladero para la ideología
más doctrinaria), es una de las creencias más perniciosas y lesivas que se han
instalado en la sociedad actual. Mi
guardaespaldas (My Bodyguard, Market
Street-Simon Film para Twentieth Century Fox, 1980) demuestra que este no es un
padecimiento de ahora, si no de ayer y siempre. El protagonista aprenderá a
valerse por sí mismo. Con algo de ayuda, pero no querrá que le saquen las castañas del fuego eternamente.
En efecto,
al colegio o el instituto se va a aprender. Educado se ha de venir de casa. El
profesor desea enseñar, no ser el papá o la mamá de nadie, sin que esto
signifique falta de involucración en determinados acontecimientos, siempre que
no rebasen sus atribuciones (para eso existe en cada centro un orientador,
barra orientadora).
El acoso
escolar (me niego a designarlo en inglés), como instrumento de intimidación, es
difícil de detectar precisamente porque la víctima queda indefensa, por lo
general, fuera del alcance y control de los adultos. En definitiva, nuestro
joven protagonista, Clifford Peache (Chris Makepeace), está más allá de sentir
un (in)oportuno y recurrente “ataque de ansiedad”.
Escrita por
Alan Ormsby (1943), que hizo muy interesantes incursiones en el género del
terror, incluidas la estimulante La noche
de los muertos (Children Shouldn’t
Play with Dead Thins, Bob Clark, 1972), la
bullanguera Crimen en la noche (Dead of Night, Bob Clark, 1974) y la primordial El beso de la pantera (Cat People, Paul Schrader, 1982), Mi guardaespaldas cuenta con el acompañamiento
musical de cámara de Dave Grusin (1934) y la fotografía de Michael D. Margulies
(1936). No sé por qué no se recuperan más películas y telefilms de este estilo
y época, dobladas si no lo han sido. Siguen siendo perfectamente válidas (cada
vez estoy más harto de las reescrituras, lo que funciona, funciona siempre,
haya o no móviles y tabletas). La película, además, encuentra alguna línea de
diálogo casi imposible hoy, como que nada
huele mejor que un libro nuevo (referido a los libros de texto, o a los
libros en general).
El padre de
Clifford, Larry Peache (Martin Mull), es el director de un lujoso hotel en la
Gran Manzana. El trabajo no le deja demasiado tiempo para poder estar con su
hijo. Es viudo, y un subalterno, Griffith (Craig Richard Nelson), anhela su
puesto. Padre e hijo conservan a su lado a la madre/abuela, la pizpireta señora
Peache (Ruth Gordon), que pronto hará buenas
migas con el anquilosado jefe de operaciones señor Dobbs (poco más que un
cameo para el gran John Houseman). Es una entrometida algo cargante, que crea
algunos problemas de decoro hotelero a
su hijo. Clifford piensa que lo que de verdad le da miedo a su abuela es el no
sentirse viva, más que el hecho de la muerte.
Mañana es
el primer día de escuela para Clifford. Y mañana llega. Como el propio Clifford
comenta, conozco un montón de gente, pero
solo adultos.
Ir al aseo es peligrosísimo,
según el amedrentado y fogueado Carson (Paul Quandt). Cliff lo comprobará pronto. Allí tiene Moody su centro de operaciones. Ha inventado una cuota de
protección: el dinero de la comida o el autobús. Este hampón juvenil se siente
arropado por sus colegas de rigor. Pero Cliff
se niega a pagar la coacción. Les planta
cara, aunque le sale “más caro”. Resultado: dicha cara usada como diana
para unas robustas bolas de papel higiénico empapadas. Pero al segundo curso de
secundaria asiste alguien más, alguien que ha estado apartado del centro por
motivos familiares. La verdad se ha distorsionado y se dice que Ricky Linderman
(Adam Baldwin) ha abusado de una maestra y hasta matado a un poli. Lo toman por
un psicópata zumbado, en palabras de
Carson. Repetidor, alto e introspectivo, Ricky se apiadará de Cliff y acabará protegiéndolo,
renaciendo de sus propias cenizas. Entre ambos, junto a Carson y Shelley (Joan
Cusack), surgirá una estrecha amistad.
Se da la
circunstancia, nada banal, de que Ricky vive en un barrio en el que, por la
noche, ni la policía se atreve a entrar,
como comenta el chófer de los Peache, Roberto (Bruce Jarchow). Un entorno desfavorecido
o deprimido, diríamos hoy, en esa nueva jerga políticamente correcta que no
sabemos si está destinada a hacernos reír o llorar. Más que un barrio, este
espacio es un laberinto, como también comprueba Cliff.
Pues sí, Ricky está bloqueado desde que ocurrió lo de su hermano: un accidente que los demás se han ocupado de amplificar. Pero pronto (re)descubrirá que la libertad hay que saber defenderla, y que merece la pena hacerlo (que cuesta ganarla y mucho más mantenerla; si me apuran, que no es un regalo del estado asistencial, sino un derecho como individuos). Eso, o nos comen vivos.
En cuanto
al actor que encarna a Clifford, Chris Makepeace (1964), recuerdo que lo vi por
primera vez en una adaptación de Mark Twain (1835-1910) para televisión, junto
a Lance Kerwin (1960). El bonito relato para niños Misterioso desconocido (The
Mysterious Stranger, Peter Hunt, PBS, 1982). Es curioso cómo estas cosas se
le quedan a uno grabadas. Como todo lo que ha de ver con la infancia y
adolescencia.
El actor,
productor y realizador Tony Bill (1940), fue el encargado de sacar adelante al
joven Cliff. Y a Ricky y los demás.
Yo la suelo proyectar en los institutos y funciona. Entre el reparto
distinguimos a un joven John Goodman (1952), como encargado de mantenimiento
del hotel. Y como detalle bien traído, está la cicatriz que Ricky trata de
ocultar en una de sus muñecas, testigo elocuente de su dolor.
¿Colegio
público o privado? La diatriba sería más bien, ¿amigos o enemigos? En otras dos
palabras, formación o dejación. En un momento en que el nivel de educación y
buenos modales ha descendido brutalmente, hasta un grado cercano a la
animalización, propuestas como Mi
guardaespaldas resultan más necesarias que nunca. Refuerzan la voluntad y
libre disposición, oponiéndose al adoctrinamiento.
En fin. Hemos
visto cómo las ciudades pueden devorarte, simbólicamente. Pero también lo pueden
hacer literalmente. Nuestra tercera y última propuesta de hoy es una simpática pachanga,
Vamp (Íd., Balcor Films-New World, 1986), realizada por Richard Wenk
(1956), más guionista y actor que director. Lo que acaba pasando factura,
aunque con gracia. De hecho, Wenk es el responsable del guión junto a Donald P.
Borches (1956), a su vez, más productor que escritor.
Resulta que
los estudiantes Keith (Chris Makepeace) y A. J. (Robert Rusler) parten a la
“caza” de una bailarina profesional, cuyo fin no es precisamente interpretar El lago de los cisnes (Лебединое Озеро,
1877), sino amenizar la fiesta de una hermandad universitaria. Este es el
encargo de los dos chavales, a los que se suma Duncan (Gedde Watanabe), un
inadaptado -todo es de trazo apresurado, más que grueso- rico pero vago (de
estos también hay un porrón). Duncan
no tiene amigos, los compra o alquila según necesita que le hagan los deberes
en sus múltiples ordenadores. Idea de la que luego no se saca mayor provecho.
La búsqueda
de la bailarina lleva a estos tres mosqueteros hasta las afueras de una
populosa ciudad, nuevamente, sin determinar (se habla de Connecticut, se habla
de Las Vegas, Nevada). Un entorno repleto de neones y colorines, en cualquier
caso, donde el presupuesto manda. Pero al final, esto beneficia a la película,
porque nos quedamos en los aledaños de esa gran urbe. La realización, aparte de
primeriza, es pobretona, pero insisto en que aprovecha lo que tiene. La utilización
de pocos escenarios y el maquillaje de una trama raquítica repercuten de modo
positivo. Así, el local dónde van a parar los protagonistas, y los entresijos
de este, son el sostén de la guasona intriga, junto a un hotel destartalado, unas
lóbregas pero iluminadas alcantarillas y un sótano con ataúdes. Como Salem’s Lot en miniatura.
Un ritmo
inicial más pavisoso y desfallecido da paso a una segunda parte más dinámica en
la realización, a partir de la mejor escena de la película, que es el
reencuentro de los dos amigos, Keith y A. J. Un reencuentro que a mí me
recuerda las charlas post-mortem de los principales personajes masculinos de Un hombre lobo americano en Londres (An American
Werewolf in London, John Landis, 1981) o Noche de miedo (Fright Night, Tom Holland, 1985).
Este aspecto de suciedad y extrarradio acaba siendo otra baza, porque produce extrañeza. Incluso desasosiego.
Lo primero
que se encuentran nuestros amigos en los aledaños de la ciudad sin nombre es
una reyerta con unos gamberros en un barucho. Pero el plato fuerte es quien los acaudilla, la camaleónica dueña de otro
local para clientes muy particulares. La excitante Katrina (Grace Jones), transfigurada
en actriz kabuki. El sofisticado numerito de strip-tease que se monta en su propio recinto es extremadamente
sexy. No dice ni mu en toda la
película, basta con su esporádica presencia.
Todo el
tinglado es una trampa para turistas. La manzana entera. Despoblada de gente…
normal. Un barrio plagado de vampiros que, recobra la normalidad con la llegada
del día, como advertimos en los títulos de crédito finales (que no me
sorprendería que se filmaran de extranjis).
Perseguido
por los acólitos de la dueña del local de “variedades”, Keith va de acá para
allá, con la compañía de la vivaz Allison Hicks (Dedee Pfeiffer), una de las
trabajadoras jóvenes más recientes del espacio establecido por Katrina. De
Duncan nunca más se supo. No estaba en las mientes
de los guionistas.
Encontramos sorpresas, como la participación del gran especialista en efectos especiales Greg Cannom (1951). El tema musical inicial e iniciático –una prueba de la hermandad-, compuesto por Jonathan Elias (1956), trata de emular la atmósfera del Ave satani (1976) de Jerry Goldsmith (1929-2004). No está mal.
Tales son las
ideas más atractivas de Vamp, que con
posterioridad fueron extraídas para otras producciones de mayor presupuesto. La
mejor escena es la que enfrenta a Keith con su recuperado amigo A. J. También
la posterior charla con el encargado y ex dueño del local de vampiros, Vic (Sandy
Baron), que comenta que sus poco asiduos visitantes lo constituyen enfermos,
degenerados… solo los desechos vienen aquí. Una muy buena premisa.
Los
vampiros no alcanzaron la “mayoría de edad” -en los años ochenta- hasta la
citada Noche de miedo, Jóvenes ocultos (The Lost Boys, Joel Schumacher, 1987) o Los viajeros de la noche (Near
Dark, Kathryn Bigelow, 1987), pero Vamp,
más en la línea de apuestas semi-humorísticas como Amor al primer mordisco (Love
at First Bite, Stan Dragoti, 1979), Mordiscos
peligrosos (Once Bitten, Howard
Storm, 1985), El vampiro adolescente
(My Best Friend is a Vampire, Jimmy
Huston, 1987), Besos de vampiro (Vampire’s Kiss, Robert Bierman, 1989), o
la posterior Un vampiro suelto en
Brooklyn (Wes Craven’s Vampire in
Brooklyn, Wes Craven, 1995), resulta una
perfecta película para una noche de autocine sin pretensiones.
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