Para el sábado noche (CXXIII): Bajo sospecha, de Robert Benton

02 diciembre, 2022

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Cada vez que la veo me gusta más. Me refiero a nuestra película de hoy, Bajo sospecha (Still of the Night, United Artist-MGM, 1982), inteligente propuesta que no se esgrime bajo ninguna coartada o pretensión de solemnidad, ni envanecida vocación autoral, por parte de Robert Benton (1932), notable realizador y coguionista de títulos como Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde, Arthur Penn, 1967), El día de los tramposos (There Was a Crooked Man, Joseph L. Mankiewicz, 1970), ¿Qué me pasa,doctor? (What’s Up, Dc.?, Peter Bogdanovich, 1972) o Superman (Íd., Richard Donner, 1978), entre otros ya clásicos.
 
Bello título el del original, Still of the Night, que podemos traducir como la tranquilidad de la noche. Una tranquilidad presta a esconder esa zona oscura de la doble intencionalidad y el disimulo, agazapados en los márgenes de todo juego de interesantes opuestos, como belleza-maldad, deber profesional-riesgo, consciente-inconsciente, máscara-exhibición, vigilia-sueño, espacio confortador-laberíntico, imaginación-ensoñación. A cuya puesta en escena, jamás chirriante ni sobreexpuesta, como antes adelantaba, contribuye la fotografía de nuestro Néstor Almendros (1930-1992), y un bello tema musical central -era otra época- de John Kander (1927), compositor estadounidense más conocido por su dedicación a los musicales; entre los que destacan, sin paliativos, Cabaret (1966) y Chicago (1976). Ambos llevados al cine con posterioridad, siendo la primera de las adaptaciones una obra maestra bajo la batuta cinematográfica de Bob Fosse (1927-1987). Música, por cierto, con alguna intervención electrónica de Jonathan Elias (1956), de quien recientemente comentamos su aportación a la psicotrónica Vamp (Íd., New World-Balcor Films, Richard Wenk, 1986).

Lo mismo podemos decir de los decorados de Mel Bourne (1923-2003), y la edición, concisa, de Jerry Greenberg (1936-2017). Edición y dirección que procuran un ritmo nada acelerado (lo que no significa que devenga lento). Conviene detenerse un poco en este aspecto, porque de un tiempo a esta parte, lo que se lleva son los montajes apresurados, por no decir desbocados, y las narrativas constantemente apelativas, fáticas, encaminados a entretener a un tipo de audiencia a la que hay que llamar continuamente la atención, si no se quiere ver perdida para la causa del cine (más bien para la causa económica), y que a estas alturas se ve incapaz de disfrutar de una trama con momentos de diálogo normal y corriente, o un mínimo de sosiego contemplativo, fundamental a la hora de describir personajes y no estereotipos o caricaturas.
 
 
La idea de un psiquiatra atendiendo a un paciente es muy atractiva. Siempre lo fue. Cuando dicho paciente, George Bynum (el estupendo característico Josef Sommer), aparece muerto, hallado en una calle cualquiera de Manhattan, Nueva York, por un ladrón de coches, es hora de que Sam Rice, que así se llama nuestro psiquiatra protagonista (fenomenal Roy Scheider), eche la vista atrás, para tratar de esclarecer el caso, o al menos, intentar hallar algún nexo causal o comentario relacionado con lo acontecido. Lo interesante es que Sam ha vivido las vivencias de George como las de un paciente más, cosa lógica, pero al rememorarlas, va remarcando en su mente, con ayuda de sus anotaciones y audios, tales vivencias, diferenciándolas ahora de las del resto de sus pacientes. El personaje, aun habiendo sido asesinado, cobra vida en estos momentos.

De hecho, nos movemos en dos marcos o espacios temporales. El ayer y el presente. Bien hilvanados por esa puesta en escena y montaje al que hacía referencia.

Luego, está la sospechosa. La pareja sentimental y extra-oficial de George, pues era un hombre casado. Se trata de Brooke Reynolds (Meryl Streep), que trabaja en una conocida galería de arte y subastas llamada Crispin’s: un claro trasunto de Sotheby’s o Christie’s (donde se filma la película). ¿Será ella la criminal? Los indicios así lo acusan.

La ciudad es, como queda dicho, Nueva York, pero podemos considerar que la lluvia es más propiamente otro de los elementos de la trama. Envuelve las sensibilidades y la luz de los protagonistas. Esto cuando llovía, y no se limitaba el cielo a dejar caer cuatro gotas de barro. Qué gratificante, a la par de cinematográfico, es ver llover.

También están los problemas con el sueño, entendido en su doble faceta de perturbación, que deriva en una doble vida o personalidad, y estado de reposo que se ve interrumpido por una pesadilla.

De la investigación criminal se encarga el policía Joseph Vitucci (Joe Grifasi). Sugestionado por un divorcio reciente, y por la pérdida del paciente, Sam emprende su investigación paralela, entre fascinado y atemorizado. El propio George le ha puesto en antecedentes de un crimen familiar que atañe a Brooke, y sobre el que se ha echado tierra.

Una estupenda escena condensa todo este estado de ánimo. La de la lavandería del edificio donde vive Sam, a la que este acude, no solo para lavar su ropa, sino para hallar respuestas, y que se sitúa en el subsuelo -en las profundidades-. En su día, George ejerció de voyeur, de escrutador. Rol que ahora, por motivos no demasiado distintos, le ha trasladado a Sam (en el cine de la actualidad casi nadie observa). Siguiendo los pasos nocturnales de Brooke, Sam irá más allá de su despacho -de su cometido profesional-, e incluso más allá de la oficina en donde trabaja la mujer.

Aspectos de Vértigo (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958) y La ventana indiscreta (Rear Window, Alfred Hitchcock, 1954), debidamente asimilados. El ya citado estrato de los sueños se materializa en la senda arbolada que desemboca en una casona, edificada sobre unos peligrosos y acechantes acantilados.
 

Un enigma en sí mismo para nuestro psiquiatra. El simbolismo habitual de ese mundo de los sueños queda bien reflejado, no molesta el tópico. Al punto de procurar otra buena escena –la película es una sucesión de buenas escenas-, entre Sam y su madre, también psiquiatra y “apoyo moral”, Grace Rice (la veterana Jessica Tandy), tratando de desentrañar la intrincada visión de George. Lo que incluye la presencia de una barandilla, tanto en el pasado como el futuro -que se hará presente- de Brooke. En cualquier caso, quiero saber por qué lo mataron, expone Sam a su madre, al ser advertido del peligro de inmiscuirse en un asunto de asesinato.

Un punto de inflexión es el momento en el que Sam (per)sigue por la calle a una figura femenina durante la noche, que él cree es Brooke. Como en Vértigo, y nuevamente, por motivaciones no tan distintas, prevalece la fascinación por el otro. Este callejeo le conduce hasta Central Park, zona “oscura” de la ciudad cuando llega la noche. Y que muestra esa aparente calma. La inseguridad de dicho lugar, a tales horas, le jugará a Sam una buena-mala pasada. Un delito impide una desgracia mayor.

Pero el desarrollo vital también dispone de un espacio interno. Por algo, todos tenemos un pasado. Unos más que otros, esto es verdad. Y no me refiero a una cuestión de edad. Ahora, cuando conocemos a otra persona, de forma algo más que superficial, hay que ver la de problemas que acarrea (o nosotros). En el caso de Brooke, el pretérito se resolverá en el presente. Ya ha llegado la hora. Comenta este personaje que los años pasados junto a su padre en Florencia, Italia, atesoran los mejores momentos y recuerdos de su vida. Pero de forma significativa, también estos constituyen un engaño. Ciertamente, hay mucho que ocultar o de oculto en los individuos. Más, en un personaje, como en el que a veces nos convertimos. De igual modo que todos necesitan –necesitamos- de alguna ayuda noble y sincera de vez en cuando.
 

Por eso, toda esta exposición a la luz de las velas, o la llama de un mechero, la lleva a cabo Robert Benton desde la intimidad, nunca a través del exhibicionismo. Película de miradas, de diálogos y silencios expresivos, de personajes en definitiva, Bajo sospecha es una notable y agradecida muestra de suspense. Da fe, además de lo ya reseñado, la secuencia de la subasta en Crispin’s. A las que se suman unas llaves hitchcokianas, de uno de los despachos de la galería. Y el referido secreto familiar con asesinato incluido, que se habrá de revelar. Cuando Brooke narra su historia personal, tenemos constancia de que las apariencias nos engañan, y que suelen sorprender siempre. Son momentos resueltos a veces con la sabia combinación de sentido del humor y del honor (igualmente establecida por Hitchcock en Con la muerte enlos talones [North by Northwest, 1959]), como esa “obra de arte” que adquiere Sam en la subasta, más para llamar la atención de Brooke que para salvar sus propias apariencias (atenuar su reciente remordimiento). Hasta que los acontecimientos desembocan en el sugestivo desenlace en la casa de Long Island. Me crie aquí, declara Brooke. Es este otro de los aspectos de la película que más me agradan. La posibilidad de retomar los escenarios de nuestra infancia (que no siempre se conservan). Quién pudiera volver a los lugares donde paseamos y descubrimos la adolescencia, como el protagonista de Fresas salvajes (Smultronstället, Ingmar Bergman, 1957), pero sin su angustia existencial. Aquí es donde haya Bajo sospecha su baza más atractiva, desde mi punto de vista. La convivencia y convergencia de nuestro pasado con nuestro presente. Eso, y la recreación del citado sueño, cuya puesta en escena vuelve a plantearse en el plano físico, o la expresividad de las fotografías de George en el apartamento del asesino.
 
Escrito por Javier Comino Aguilera


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