En una imborrable puesta en escena del tempus fugit más descarnado, Ciudadano Kane (Citizen Kane, RKO, 1941) se estructura en torno al desamor, el desencanto de la amistad y el pasado que reaparece como un doloroso atisbo de lucidez, junto a la certeza de no poder recuperar ninguna de estas facetas perdidas de la vida.
Un pasado que se hace presente no solo en los recuerdos de la infancia, sino también por medio de las imágenes reales de la mansión Xanadu y los terrenos que la circundan, ingentes jardines y recintos fantasmales envueltos por la neblina y un claroscuro tenebrista, símbolos de un personaje progresivamente apartado de un mundo que él mismo ha ayudado a alienarTales son los cimientos sobre los que se edifica el pesadillesco sueño de la justamente célebre Ciudadano Kane, segundo cometido cinematográfico de Orson Welles (1915-1985), si tomamos en consideración la recientemente recuperada Too much Johnson (1938).
El carácter precursor de una obra cinematográfica como la presente estriba en el hecho de haber sabido reinventar, más que en inventar per se, todo un entramado de procedimientos creativos al servicio de un relato cinematográfico que, hasta entonces, no se había narrado de igual forma.
Son innovaciones que los aficionados conocen bien, pero que procedemos a recordar, ya que de recuerdos hablamos, comenzando por el novedoso empleo del espacio escénico y la sublimación de las diversas atmósferas, ufanas u ominosas, pero siempre arropadas por la expresiva fotografía de Gregg Toland (1904-1948) y armonizadas por la telúrica partitura de Bernard Herrmann (1911-1975). Recursos a los que se suma todo un lenguaje de picados y contrapicados, encadenados visuales y sonoros, movimientos con grúa que ubican a los personajes en varios de los entornos descritos (como esa cámara que se eleva para mostrar el gesto de desaprobación de dos operarios de la Ópera de Chicago) o el juego con múltiples perspectivas, en el que se inserta el uso de la cámara subjetiva, la indagación semántica proporcionada por la profundidad de campo, y las elipsis, favorecidas por la labor de edición de un joven Robert Wise (1914-2005), que conforman unas excelentes transiciones narrativas entre las que destaca el paso del amor al desapego a lo largo de varios planos superpuestos, en forma de desayunos, servidos mediante una sucesión de implacables planos-contraplanos.
Por añadir otros ejemplos significativos, baste recordar el salto temporal que se nos ofrece por medio de la fotografía que cobra vida y que muestra a los nuevos miembros del periódico de Kane; o el que se refleja en el progresivo envejecimiento del rostro del albacea Walter Thatcher (George Coulouris).
Todo ello, son herramientas al servicio de los magníficos diálogos orquestados por Welles y Herman Makiewicz (1897-1953). Verbigracia, encadenados y fundidos que relatan tanto las ambiciones como la desolación de una vida consagrada al éxito, tal cual deja traslucir el noticiario que repasa la vida y ego de Charles Foster Kane (un excelente Orson Welles). El empleo de cortinillas forma parte de esa métrica que inserta en las imágenes desde titulares de periódicos hasta intertítulos, más todo tipo de misivas y notificaciones a lo largo de la película.
En definitiva, Charles Foster Kane ha muerto. Tenía setenta años y, como sabemos, tal personaje “de ficción” era el trasunto de William Random Hearst (1863-1951), “poseedor” de multitud de cadenas radiofónicas, periódicos y revistas (cuando estaba vivo, claro). Pese a todo, y respecto al noticiario al que hacíamos referencia, de este personaje solo se conoce lo que hizo, no quién era, por mucho que aspirantes a ocupar su vacante no hayan faltado ni falten. Sí son evocados unos titulares destinados a “hacer opinión”, ¡si son lo bastante grandes y llamativos!, como recomienda el propio magnate. Kane es lo que hasta ahora se ha dado en llamar sin sonrojos “un forjador de la opinión pública”. Se asegura que sus periódicos siempre comentaron los asuntos más candentes, por medio de soflamas retóricas con las que el potentado elaboraba la verdad de los hechos.
Un periodismo sin duda adaptado “a los tiempos”, pero no necesariamente de recorrido más ético, y cuya “verdad oficial” siempre toma en balde el nombre de los más desfavorecidos… figura retórica que muestra la más elaborada hipocresía, de “cara a la galería”, que escenifica una corrupción que, sin pretender entrar en perspectivas más trascendentes, parece consustancial al propio ser humano, como lo es el caminar o el alimentarse. Por ello, no sorprende el empeño de Kane en meterse en política. Tentativa frustrada ya que cómo fiarse de una persona que engaña a su propia esposa; circunstancia que, naturalmente, el candidato interpreta de forma irónica como un intolerable ataque a la sagrada causa de la moral.
Pero como hacíamos notar en un principio, la biografía de Ciudadano Kane es la de una infancia cercenada; la de un joven que tiene la “fortuna” de tener como tutor legal a un banco, quedando así en manos del citado señor Thatcher hasta los veinticinco años. Lo que explica que Kane trate de recobrar, o al menos extrapolar, parte de esa juventud perdida cuando conozca a Susan Alexander (Dorothy Comingore), su segunda esposa. Al final, Wordsworth (1770-1850) tenía razón cuando afirmaba en uno de sus más bellos versos que el niño es el padre del hombre (en el caso que nos ocupa, por defecto).
Divorciado de Emily Norton (Ruth Warrick) y abandonado por Susan, fracasada cantante de ópera que acaba sus días en una sala de fiestas de Atlantic City -enfréntate al público, le insta Kane, en un sentido que convierte su derrota en tragedia-, tampoco le irá mejor con su amigo más íntimo, Jeff Leland (Joseph Cotten), que le devolverá su personal y vulnerada declaración de principios. En otro de los momentos clave de la película, Leland le recuerda al aspirante a político que la libertad no es un regalo de él al resto de ciudadanos, sino un derecho de estos. La modernidad de esta apreciación, como tantas otras en la película, no puede ser más contundente. De este modo, Charles Foster Kane es definido como el Kublai-Kan (1212-1294) de América. Desde que partiera con la fortuita propiedad de una mina “sin valor”, que se desveló como productiva, construye un Imperio de fábricas, transportes y comunicación. Lo que le permite incitar a tomar parte en una guerra cuando le conviene (el conflicto hispanoamericano instigado por Hearst, cuya perla fue la adquisición del Canal de Panamá), en tanto que se permite oponerse a participar en otra cuando las circunstancias lo desaconsejan.
En definitiva, una personalidad lo suficientemente estimulante como para propiciar una encuesta, encabezada por el periodista Jerry Thompson (el posteriormente productor William Alland); a su vez, representación arquetípica, pues nos es mostrado como otro de esos rostros a contraluz. Excelente resulta su encuentro con el apoderado de Kane, luego Presidente del Consejo, Mr. Bernstein (Everett Sloane). Secuencia que se complementa con el resto de entrevistas y con la cuidadosa y contenida ceremonia que tiene lugar a lo largo de la consulta de un manuscrito de Thatcher, que se refiere al señor Kane. Son imágenes que componen el ritual de una fascinación.
No obstante, llega un momento en que todo el mundo del potentado se ha convertido en historia, como él mismo, figura anacrónica en la que Xanadu, el monumento más grande construido para sí mismo, permanece sin terminar, como negación metafórica de una vida repleta de supuestas -y muy materiales- cimas.
Otra magnífica imagen que corrobora tal fracaso es la del almacén donde yacen, aún empaquetados, los recuerdos acumulados a lo largo de toda esa vida, y que incluyen infinidad de obras de arte saqueadas -pues no necesariamente fueron adquiridas de forma legal- de Europa. Pero, tal vez, ninguna representación ejemplifique mejor dicha soledad que la de la procesión de vehículos que acuden a una excursión en la playa y que personifican a los amigos de Kane, junto con la de la despedida de Leland del periodista, a manos de dos enfermeras.
Otra magnífica imagen que corrobora tal fracaso es la del almacén donde yacen, aún empaquetados, los recuerdos acumulados a lo largo de toda esa vida, y que incluyen infinidad de obras de arte saqueadas -pues no necesariamente fueron adquiridas de forma legal- de Europa. Pero, tal vez, ninguna representación ejemplifique mejor dicha soledad que la de la procesión de vehículos que acuden a una excursión en la playa y que personifican a los amigos de Kane, junto con la de la despedida de Leland del periodista, a manos de dos enfermeras.
Por tanto, una existencia pública aunque enigmática que se concentra en la búsqueda del significado preciso de la palabra Rosebud. Todo parece indicar que oída por una enfermera y por Raymond (Paul Stewart), el mayordomo principal de Kane (demos por sentado que todo lo que muestran las estampas de la defunción y los últimos momentos de Kane no son una reconstrucción fidedigna de los hechos, sino una interpretación fraccionada, que combina distintos puntos de vista, incluidos los del propio Kane y los del vacío más absoluto: esa imagen de la citada enfermera, reflejada en la bola de cristal). De este modo, Charles Foster Kane sigue suscitando un vivo interés incluso después de muerto.
Escrito por Javier C. Aguilera
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