La diligencia fue el medio de comunicación por excelencia desde las postrimerías del siglo XVIII hasta finales del XIX, aunque suelen citarse las tres primeras décadas de éste último para referirse a una etapa dorada. Un espacio compartido por caracteres de toda condición, imprescindible para muchas poblaciones puesto que, como se refleja en la película, transportaba desde las nóminas hasta el parte meteorológico. El primer documento conservado donde se menciona una diligencia per se es en un manuscrito inglés del siglo XIII, inaugurándose más tarde la primera ruta Nueva York – Londres, ya en 1698.
Como testimonio de aquella época, aquellas gentes y aquel vehículo, y tomando como fuente un relato de Ernest Haycox (1899-1950), Stage to Lodrsburg (1937), John Ford (1894-1973) dirigió La diligencia (Stagecoach, 1939, United Artist), producida por Walter Wanger (1894-1968), adaptada por Dudley Nichols (1895-1960), con alguna aportación de Ben Hetch (1894-1969), y con toda justicia, un icono del cine del oeste, es decir, del cine. No fue la única película basada en un relato de Haycox, destaca además Unión Pacífico (Union Pacific, Paramount) de De Mille, en ese mismo año.
El recorrido de esta diligencia abarca de Tonto (sic) a Lordsburg, en el territorio de Arizona, sito en la frontera con México, en un momento en que el apache Jerónimo (1829-1909) ha salido de la reserva y se halla en confrontación no solo con los blancos, sino también con la tribu de los cheyenne. Nichols y Ford exponen toda esta situación desde el primer minuto.
Y prestos a hacer uso del transporte por muy distintas razones, se forma un grupo de personas entre las que sobresalen los derrotados. Entre ellos, Dallas (Claire Trevor), en oposición eufemística, una chica de “vida alegre” expulsada por la “liga de la ley y el orden” (Ford trasluce la burla puritana hasta en la pista de sonido). Extraños en una calesa, todo un microcosmos que se desplaza por un basto y peligroso escenario.
De hecho, todo lo que conformó una nación que ya nació en marcha, se refleja en ese grupo. Lo mejor y lo peor, pero sin perder su genuino sentido del humor; el mismo que se otorga al papel de la prensa -ya entonces en Ford-, aquella que deja los titulares en blanco en previsión de lo que pueda ocurrir.
El más desaprensivo de los pasajeros es el de mejores formas, un banquero vociferante y estafador, todo un representante del Poder (Berton Churchill), al cual le sigue el tahúr sureño Hatfield (John Carradine), cuya caballerosidad es mera pose. Compartiendo asiento, los “desplazados” que en gran medida cimentaron lo mejor del país con su esfuerzo e inventiva, y que incluyen al pistolero y ex vaquero Ringo (John Wayne) y a la citada meretriz. Completando el aguafuerte, están el cochero (Andy Devine), la dama sureña Lucy Mallory (Louise Platt), esposa de un militar, virtuosa pero clasista –ella sí es “una dama”-, el soldado joven, aunque arrojado y noble (Tim Holt), que les escolta durante la primera parte del recorrido; el viajante de whisky protestante Peacock (Donald Meek), pesaroso habitante de Kansas; un comisario (George Bancroft), y un médico borrachín (Oscar para el gran Thomas Mitchell).
John Ford diferencia los dos “grupos” incluso en la complacencia de unos al disparar contra los indios, frente a la mustia necesidad de los otros. Todos se han visto obligados a convivir en la metáfora del carruaje. Las simpatías de escritor y realizador son claras, pero el trazo maniqueo no contrarresta el hecho de que los personajes se integren provechosamente en la trama, en muchos casos, trascendiendo el estereotipo. Y recordemos que un guión no se circunscribe únicamente a los diálogos de una película, sino también a una serie de ideas que el realizador debe traducir a imágenes.
Lo que unirá a la mayoría de viajeros será el entendimiento, la comprensión que emerge tras el roce, es decir, el conocimiento de los unos con los otros. Y en el caso del médico, se alcanzará la redención, por encima de la animosidad de las secuelas de una Guerra Civil. Todo este aspecto germina durante la parada de la diligencia en la fonda.
Entre los momentos más admirables expuestos por Ford, está el plano de la entrada de la diligencia en el desierto (Mojave, en la linde con California), un contraste trazado con tiralíneas; o el del vehículo desplazándose por un Monument Valley nevado, con unas “pictóricas” nubes en lo alto, y por supuesto, el duelo final, que culmina en off, del mismo modo que anteriormente, cuando el ejército acude al rescate de la diligencia, antes se le oye que se le ve.
Ford hace uso de picados y contrapicados ligeros y pronunciados, desde la colocación de la cámara a ras de suelo hasta el plano cenital, sobre la diligencia, a la hora de vadear el río. Un lenguaje nuevo para una nueva narrativa, como testimonian a su vez los ágiles travellings, no solo a lo largo de la conocida –y extraordinaria- secuencia del ataque a la diligencia (con la participación del mítico especialista Yakima Canutt, 1895-1986), sino también durante el recorrido de Ringo y Dallas por Lordsburg; unos personajes que emergen de la penumbra a la luz. Pese a sus circunstancias adversas, John Ford nunca los deja huérfanos, gracias a su atención por el detalle y las miradas.
En todos los sentidos, La diligencia sigue siendo una película totalmente fresca.
Como testimonio de aquella época, aquellas gentes y aquel vehículo, y tomando como fuente un relato de Ernest Haycox (1899-1950), Stage to Lodrsburg (1937), John Ford (1894-1973) dirigió La diligencia (Stagecoach, 1939, United Artist), producida por Walter Wanger (1894-1968), adaptada por Dudley Nichols (1895-1960), con alguna aportación de Ben Hetch (1894-1969), y con toda justicia, un icono del cine del oeste, es decir, del cine. No fue la única película basada en un relato de Haycox, destaca además Unión Pacífico (Union Pacific, Paramount) de De Mille, en ese mismo año.
El recorrido de esta diligencia abarca de Tonto (sic) a Lordsburg, en el territorio de Arizona, sito en la frontera con México, en un momento en que el apache Jerónimo (1829-1909) ha salido de la reserva y se halla en confrontación no solo con los blancos, sino también con la tribu de los cheyenne. Nichols y Ford exponen toda esta situación desde el primer minuto.
Y prestos a hacer uso del transporte por muy distintas razones, se forma un grupo de personas entre las que sobresalen los derrotados. Entre ellos, Dallas (Claire Trevor), en oposición eufemística, una chica de “vida alegre” expulsada por la “liga de la ley y el orden” (Ford trasluce la burla puritana hasta en la pista de sonido). Extraños en una calesa, todo un microcosmos que se desplaza por un basto y peligroso escenario.
De hecho, todo lo que conformó una nación que ya nació en marcha, se refleja en ese grupo. Lo mejor y lo peor, pero sin perder su genuino sentido del humor; el mismo que se otorga al papel de la prensa -ya entonces en Ford-, aquella que deja los titulares en blanco en previsión de lo que pueda ocurrir.
El más desaprensivo de los pasajeros es el de mejores formas, un banquero vociferante y estafador, todo un representante del Poder (Berton Churchill), al cual le sigue el tahúr sureño Hatfield (John Carradine), cuya caballerosidad es mera pose. Compartiendo asiento, los “desplazados” que en gran medida cimentaron lo mejor del país con su esfuerzo e inventiva, y que incluyen al pistolero y ex vaquero Ringo (John Wayne) y a la citada meretriz. Completando el aguafuerte, están el cochero (Andy Devine), la dama sureña Lucy Mallory (Louise Platt), esposa de un militar, virtuosa pero clasista –ella sí es “una dama”-, el soldado joven, aunque arrojado y noble (Tim Holt), que les escolta durante la primera parte del recorrido; el viajante de whisky protestante Peacock (Donald Meek), pesaroso habitante de Kansas; un comisario (George Bancroft), y un médico borrachín (Oscar para el gran Thomas Mitchell).
John Ford diferencia los dos “grupos” incluso en la complacencia de unos al disparar contra los indios, frente a la mustia necesidad de los otros. Todos se han visto obligados a convivir en la metáfora del carruaje. Las simpatías de escritor y realizador son claras, pero el trazo maniqueo no contrarresta el hecho de que los personajes se integren provechosamente en la trama, en muchos casos, trascendiendo el estereotipo. Y recordemos que un guión no se circunscribe únicamente a los diálogos de una película, sino también a una serie de ideas que el realizador debe traducir a imágenes.
Lo que unirá a la mayoría de viajeros será el entendimiento, la comprensión que emerge tras el roce, es decir, el conocimiento de los unos con los otros. Y en el caso del médico, se alcanzará la redención, por encima de la animosidad de las secuelas de una Guerra Civil. Todo este aspecto germina durante la parada de la diligencia en la fonda.
Ford hace uso de picados y contrapicados ligeros y pronunciados, desde la colocación de la cámara a ras de suelo hasta el plano cenital, sobre la diligencia, a la hora de vadear el río. Un lenguaje nuevo para una nueva narrativa, como testimonian a su vez los ágiles travellings, no solo a lo largo de la conocida –y extraordinaria- secuencia del ataque a la diligencia (con la participación del mítico especialista Yakima Canutt, 1895-1986), sino también durante el recorrido de Ringo y Dallas por Lordsburg; unos personajes que emergen de la penumbra a la luz. Pese a sus circunstancias adversas, John Ford nunca los deja huérfanos, gracias a su atención por el detalle y las miradas.
En todos los sentidos, La diligencia sigue siendo una película totalmente fresca.
Escrito por Javier C. Aguilera
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