La historia
del misterio a través de los libros nos convoca de nuevo. Son volúmenes que forman
parte de un tiempo pretérito y un lugar casi indefinido, pero que se dan puntual
cita en nuestra selección de Otros Mundos.
El enigma
escogido en esta ocasión es el de Stonehenge,
el templo misterioso de la prehistoria (Stonehenge,
le mystérieux temple de la préhistoire, 1974; Plaza & Janés, Col. Otros
Mundos, 1976). Huelga decir que centrado en el, a su modo, espectacular conjunto
megalítico ubicado entre Londres y Salisbury (Inglaterra). Vestigios que
plantean cuestiones no resueltas, aunque como veremos, más que aclararse con el
tiempo -algunas sí lo han hecho-, estas se han magnificado gracias a los
últimos descubrimientos. Pese a todo, interesante es este trabajo del
historiador francés Ferdinand Niel (1903-1985), por lo que tiene de compendio
histórico, y por los grabados que acompañan al texto, suyos en su mayoría. Un contenido
asequible que abunda en aspectos tanto técnicos como históricos, con profusión
de mapas, croquis y fotografías.
Una de las primeras cosas que llaman nuestra atención es que las piedras que conforman el monumento fueron pulidas, esto es, trabajadas, a diferencia del material de otras construcciones megalíticas. Santuario solar, Stonehenge conserva tres principales trilitos y un dintel, y fue construido sobre santuarios anteriores. Por desgracia, más de la mitad de las piedras que lo componían han desaparecido. Se especula que sus constructores pudieron ser los componentes de la denominada Cultura de Wessex (Wessex Culture), especializados en la ganadería y la agricultura. Conocían el cobre y el bronce, pero no el hierro.
Una de las primeras cosas que llaman nuestra atención es que las piedras que conforman el monumento fueron pulidas, esto es, trabajadas, a diferencia del material de otras construcciones megalíticas. Santuario solar, Stonehenge conserva tres principales trilitos y un dintel, y fue construido sobre santuarios anteriores. Por desgracia, más de la mitad de las piedras que lo componían han desaparecido. Se especula que sus constructores pudieron ser los componentes de la denominada Cultura de Wessex (Wessex Culture), especializados en la ganadería y la agricultura. Conocían el cobre y el bronce, pero no el hierro.
La estampa invoca cierta ruina y desorden. Un aspecto trágico y romántico nos asalta cuando contemplamos esas piedras caídas, vencidas por el tiempo, aunque no por el misterio. Puede que este destrozo se debiera a un seísmo más que a una destrucción intencionada, aunque de todo ha habido. Únicamente cuando la melancolía acampa con ayuda de la lluvia en este singular monumento, el espíritu se puede plantear las primeras y eternas preguntas.
Simpática es la descripción de Niel del paisanaje, esas hordas de visitantes, de las que todos, alguna vez, hemos o habremos de formar parte. No en vano, la llanura de Salisbury se encontraba entonces mucho más poblada que en la actualidad.
Como soy de letras, la parte de las medidas, pesos y proporciones me resulta más abstracta, aun siendo estimulante. Lo que sí queda claro es que el dispositivo de ensamblaje de los dinteles del denominado Círculo de Sarsen (el exterior), es único y muy particular de Stonehenge (capítulo I). Y que nos enfrentamos a nociones que superan los conocimientos de tribus meramente agrícolas y pastoriles (íd.). A su vez, el doble círculo de las piedras azules jamás fue concluido (III). Acierta Niel al asegurar que el mejor material para trabajar la piedra era la propia piedra (íd.).
Efectos de perspectivas, jambas díscolas, dinteles arrebolados, monolitos opuestos, trilitos de piedras azules, junturas en forma de V, una interrupción en el círculo de los dinteles… son anomalías que escapan a nuestra comprensión presente. Parece que todo tiene cabida en Stonehenge. Hasta las explicaciones más peregrinas. Cada piedra relevante o formación es objeto de un análisis y una teoría global por parte del autor. Entre las conclusiones más evidentes y extendidas, está que, con toda seguridad, los enormes monolitos fueron transportados por vía fluvial. O que la construcción, en su conjunto, está orientada al sol naciente en el solsticio de verano (I y II). Si bien, como vamos a comprobar, esta perspectiva se ha ido ampliando.
En efecto, resulta crucial la posición del sol en el momento de la observación (II). Tampoco se olvida el autor de la precesión, aunque no la nombra de forma directa (Epílogo). Al punto de que la historia de Stonehenge acaba en la época en que el astro rey no siguió permaneciendo encajonado entre sus muros (íd.).
Tras la descripción del monumento, el segundo capítulo está consagrado a la historia arqueológica de Stonehenge. Esto empezó hacia el año 2300 antes de nuestra era (II), cuando poblaciones de Europa occidental desembarcaron en las playas meridionales de Inglaterra. Es lo que se ha dado en llamar la civilización de Windmill Hill (De la Colina del Molino de Viento). En esta historia destacan nombres como los del británico Íñigo Jones (1573-1652), o el coronel William Hawley (1851-1941), descubridor del Stonehenge “subterráneo”. Mención especial merece el comentario laudatorio del gran Flinders Petrie (1853-1942), que los viajeros -e informados- de Egipto conocemos bastante bien.
Prosigue el autor reflexionando sobre la posible técnica para levantar y transportar masas tan pesadas. El quid de la cuestión. Tres o cuatro siglos después de la llegada del pueblo de Windmill Hill (neolítico), se produce la fusión con las antedichas poblaciones primitivas (mesolíticas). Luego, hacia 1700 a. C., numerosos colonos desembarcaron en las costas de La Mancha y el Mar del Norte. Se amalgamaron en el conjuntado y simpático Pueblo de los Cubiletes. Posiblemente, provenientes del Rin y la Península Ibérica. Estos ya incluyen el uso del metal y el oro.
Así, hasta la forma definitiva del monumento, que se estipula hacia el 1300 a. C. Cuando César (100-44 a. C.) pisó Inglaterra, hacía mucho tiempo que los pueblos de los cubiletes y la cultura de Wessex habían sido suplantados por los celtas. Incluso puede que tuviera algo que ver el célebre mago Merlín, según la tradición ha venido perpetuando hasta nuestros días. Motivos hay para ello, pues como antes advertía, el enclave se presta a elucubraciones fantásticas.
En suma, todo un cúmulo -o túmulo- de secretos. Como el de un vasto teodolito destinado a la observación de cuerpos celestes, los orígenes druídicos puestos de moda por otro de los investigadores, William Stuckeley (1687-1765), o las asambleas civiles y religiosas de los bretones (II). Y otras pintorescas teorías. Incluido el posible significado de la palabra Stonehenge (íd.).
Destaca, así mismo, la presencia del monumento en los grabados antiguos: una sección que me ha resultado muy interesante. Junto a la espada grabada en la jamba número cincuenta y tres (íd.).
El tercer capítulo está destinado a la construcción del complejo. Sus posibles rutas de transporte, a veces de lugares muy alejados, y modos de edificación factibles. Pese a que el auténtico problema consiste en inventar un sistema de levantamiento y propulsión (III), el autor especula acerca de que el monumento representa tal suma de esfuerzos, de ciencia, de habilidad y de coraje, que solo pudo provocarla un motivo religioso (íd.).
En el reciente documental Stonehenge, la verdad oculta (Stonehenge, the Hidden Truth, Freemantle-Wild Blue Media, 2021), de Kate Dooley (-) y Paul Olding (-), se añaden algunos puntos sobre las íes. Lo hacen por medio de técnicas novedosas como los georadares, la tomografía de resistividad eléctrica o la luminiscencia óptica.
De hecho, en el documental destaca el trabajo del arqueólogo Vincent Gaffney (1958) y el geofísico Richard Bates (-), basado en la detección de todo un arco de anomalías subterráneas, que desvela una estructura oculta en los aledaños, los llamados Muros de Durrington. Dos partes de un mismo complejo monumental, ya definido el origen de las piedras de Sarsen y las piedras azules, donde se acrecienta la importancia del solsticio de invierno, por encima del de verano. Si todo esto se verifica, Stonehenge sería tan solo la antesala o punta de un iceberg mucho más grande. Donde tiene cabida una función religiosa, de conmemoración de los difuntos, además de astronómica. Fernand Niel tenía razón.
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