Para el sábado noche (CXXV): Los tres mosqueteros y Los cuatro mosqueteros, de Richard Lester

02 marzo, 2023

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Uno de los recuerdos más vívidos que tengo de mi juventud con respecto al cine fue la emisión a través de TVE del díptico de Richard Lester (1932), Los tres mosqueteros (The Three Musketeers, Film Trust-20th Century Fox, 1973) y Los cuatro mosqueteros (The Four Musketeers, Film Trust-20th Century Fox, 1974), en la inolvidable sección semanal Sábado cine. Fue en 1985.

Ambas películas fueron filmadas en escenarios de España y llegué a compenetrarme tanto con ellas que quería ser un mosquetero. Me sabía los diálogos de memoria, incluso los títulos de crédito. Y la música. Como las había grabado en video, las podía ver una y otra vez. De momento, lo que sí me gustaría destacar es la fotografía de David Watkin (1925-2008), que en la misma fecha de las emisiones, ganó el Óscar por Memorias de África (Out of Africa, Sydney Pollack, 1985), y el magnífico vestuario de Yvonne Blake (1940-2018).
 

Vas a ser un mosquetero, le dice papá D’Artagnan (Joss Ackland) a su hijo, mientras lo instruye en el oficio de las armas. Para el joven, inexperto y aventurero D’Artagnan (Michael York), es importante seguir los consejos de su progenitor. Probablemente, se ha desenvuelto en un rico mundo interior, repleto de gestas y amor cortés. El choque con la realidad se ve propiciado con el cambio del campo a la ciudad. En este recorrido, lo primero que va a perder es una espada con prosapia, legado de su familia. Vapuleado, robado… y prendado de Milady (Faye Dunaway).

Pero también obtendrá ganancias, más allá de lo crematístico. En la urbe es recibido por Jean-Armand du Peyrer, señor de Treville (Georges Wilson), capitán general de los mosqueteros, un cuerpo mezcla de guardia real y soldado de infantería, a veces de caballería, que combatió en los ejércitos europeos del siglo XVI al XVIII. Los hubo en Francia, donde la compañía fue refundada por Luis XIII (1601-1643) en 1622, donde se cambiaron las carabinas por los mosquetes, y también en los Tercios españoles. Los mosqueteros se insertaban en el interior de las compañías militares más prestigiosas.

Es curioso el personaje de D’Artagnan, muy bien sostenido por Michael York (1942). Pese a que su trayectoria vital incluye, más que la decepción, la toma de contacto con la parte oscura del poder y la naturaleza humana, lo que nunca perderá es el espíritu animoso y aventurero. Hubo un D’Artagnan auténtico, Charles de Batz-Castelmore d’Artagnan (c. 1611-1673), también de Gascuña (Francia), pero posee más encanto el de la ficción perpetrada por Dumas. Mantenido de las damas nobles -aspecto que se traslada a otros personajes-, fue un histórico militar al servicio de la corona, lo que era decir, al servicio del Estado. Por el contrario, el D’Artagnan de Dumas se enfrenta con él. Sobresale su ímpetu a la hora de sobreponerse a las adversidades, aprender de los errores y enfrentarse con un destino, a veces cifrado en una esquiva alegría. Pese a pasarlo mal, la grandeza del D’Artagnan literario estriba en no sucumbir al desencanto. Este parece ser el legado de los mosqueteros de Dumas, que encuentra una fiel traducción espiritual -la prefiero con creces a las demás- por parte de Richard Lester.


El realizador inglés posee una innata capacidad para alegrar el plano. A lo que se presta el guión sincrético y maravilloso de George McDonald Fraser (1925-2008), autor de las divertidas novelas de Harry Flashman (también llevadas al cine por Richard Lester en El cobarde heroico [Royal Flash, 1975]), en lo que es una fresca adaptación de la obra de Alejandro Dumas (1802-1870), Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires, 1844; Alianza, 2022).

Como le explica Treville al joven recién llegado, en principio no hay lugar en la guarnición para alguien que no haya combatido en campaña o se haya distinguido de alguna otra forma. D’Artagnan habrá de procurar los medios. El “villano tuerto” con el que ha tenido un primer encontronazo resulta ser el conde de Rochefort (Christopher Lee). D’Artagnan podrá medirse por la altura de sus rivales. Las refriegas se suceden y están filmadas con tanta habilidad como gracia. Tomando como escenarios los lugares en principio menos suntuosos, pero sí más corrientes, como son el patio de un convento, con sus sábanas tendidas al sol, una lavandería, una posada o un asadero de pollos.

Los mosqueteros se desenvuelven así como una troupe de rufianes, aventureros y… valerosos caracteres. No exentos de picaresca, como demuestra su truco para almorzar gratis en una de las tabernas. Las suyas son peleas físicas, valga el pleonasmo, con lo que se tiene a mano. Como demuestra la vibrante imagen de Athos (excelente Oliver Reed) luchando con su espada -a veces con el mango de esta- y con distintos ropajes, de manera totalmente corporal y realista. Allá donde más duele.

El resto de protagonistas también quedan bien definidos, con escasas pero precisas pinceladas. El voluminoso, aunque nada torpón, aspirante a noble Porthos (el no siempre aprovechado Frank Finlay), no tiene reparos en sustraer la bolsa con dinero de uno de los miembros de la guardia del Cardenal que los ha atacado, una vez que le han destrozado su sombrero nuevo; dinero que reparten entre los cuatro. A su vez, Aramis (Richard Chamberlain), sabe disfrutar de las bondades y beldades de la vida. Todo ello en tono de comedia vitalista. Escenas de una vida cotidiana en unos interiores y calles donde mora la más sapiencial de las truhanerías. Más allá, está el trasfondo de las Guerras de Religión.
 
 
Dentro de este inopinado y desenfadado escenario, es impagable el ajedrez animal de Luis XIII (sensacional Jean Pierre Cassel), o los detalles de puesta en escena de un Richelieu (Charlton Heston, menuda plantilla de actores), contemplando una especie de diapositivas o cámara oscura portátil. También la imagen de D’Artagnan escondido en un armario, dejando asomar una mano que da a la parte tuerta de Rochefort, a su vez, mano derecha del Cardenal. Así mismo, la puerta que da acceso a las prisiones de la Bastilla, adornada con un retrato del monarca. O en fin, el enfrentamiento nocturno de D’Artagnan con Rochefort, con las linternas-candil en el bosque.

D’Artagnan se hospeda en la destartalada pensión del señor Bonancieux (Spike Milligan), achacoso marido de la lozana francesa Constance (Raquel Welch), costurera y confidente de la reina. Un personaje divertido por su torpeza. Como evidencia su forma de zafarse de los captores de Rochefort. Mantendrá una especie de amor cortés con D’Artagnan. Lo que no obsta para que este se prende de Milady, condesa de Winter. Tan bella como letal.

En esta amorosa trama, hasta el duque de Buckimgham (Simon Ward) está enamorado -y viceversa- de la reina consorte Ana de Austria (Geraldine Chaplin; 1601-1666). Como prueba de su amor, esta le entrega al duque su collar de doce diamantes, que el rey le regaló –y del que se desprende de mil amores-, y que el esposo mosqueado le va a solicitar presto para un baile, por instigación de Richelieu. Con ayuda de sus nuevos amigos y de su criado Planchet (el entrañable Roy Kinnear), D’Artagnan habrá de procurar que el collar esté donde es debido la noche de dicho baile. No parece tarea sencilla, habida cuenta de que Milady se ha hecho con dos de los diamantes. Manos a la obra se pondrá el joyero O’ Reilly (doblete de Frank Finlay).
 
 
La voz en off de Porthos se abre camino en la continuación, Los cuatro mosqueteros. Rememora los tiempos en que éramos jóvenes y despreocupados, como deben ser los mosqueteros. El conflicto privado da paso al genérico con los insurgentes protestantes enclavados en la fortaleza de La Rochelle, bajo el auspicio del primer ministro inglés, el duque de Buckimgham. Pero no por ello las pasiones íntimas dejan de estar presentes, más desaforadas que nunca. Deseo, envidia, venganza, vanagloria. El único que mantiene sus ardiles bajo el dominio de su talante es el Cardenal, que pese a todo, no se resigna a que su anterior desenmascaramiento de la reina -más que conspiración- le fuera desbaratado. Algo impropio de caballeros, en agudas palabras de Porthos.
 
Como ya he adelantado, lo que hace de estas adaptaciones algo insuperable, respecto a otras versiones, es esa mirada alegre y desenvuelta de la que forma parte el díptico, alimentado de la excelente música de Lalo Schifrin (1932) y Michel Legrand (1932-2019). Más ejemplos en esta segunda entrega los hallamos en la imagen turgente que hace recordar a D’Artagnan al del puesto de melones (Rochefort), y su obligación antes que la devoción. También el monje que bendice los cañones en el campo de batalla, los artilugios para el entrenamiento de los mosqueteros, la desvencijada habitación de la criada de Milady, Kitty (Nicole Calfan), en comparación con las dependencias de su señora; la estampa de Milady tras haber hecho el amor con la ropa puesta, para no desvelar bajo ninguna circunstancia la marca de su flor de lis en el hombro; la “flor de la pasión” que se ha marchitado sobre el rostro de D’Artagnan a la mañana siguiente, o el instante en que Milady esconde un puñal en su miriñaque, en presencia de Rochefort.
 
 
Son momentos magníficos y carentes de ningún subrayado, a los que se suma el rescate de Constance de su cautiverio, por parte de los esbirros de Rochefort; la pelea en el lago helado, el desayuno en el bastión en ruinas, donde combaten contra los insurrectos, o la imagen de los pobres pecadores protestantes colgados de un árbol, en los dominios del rey, cual estrambótico árbol de Navidad.

Todos estos detalles bien dispuestos dan colorido a la narración. Pero en el aspecto de definición de personajes, el otro agraciado es Athos, cuya doble y pasada personalidad responde al nombre de conde de la Fère. Lo que me lleva a otro punto interesante. La presteza y desparpajo no encubre nunca cierto código ético a la hora de preferir las espadas a los mosquetes, más empleados fuera de los duelos privados. El combate cuerpo a cuerpo queda así impregnado de honor.

Como curiosidad última, tras el desenlace, la escena del juicio a Milady por sus crímenes e intrigas, sí que estuvo doblada al español, aunque no de manera íntegra. Es la razón por la cual se ofrece en inglés. Es una escena álgida que me recuerda que, si en la primera parte se nos advertía acerca de que los duelos estaban prohibidos, realmente lo están… en todos los sentidos.
 
En el apartado de tropelías, por goleada gana el innecesario redoblaje de la primera de las partes, Los tres mosqueteros. Ya he comentado este desgraciado asunto en más de una ocasión. La manía de volver a doblar al español una película con la excusa de que se incorporan algunas escenas o, peor aún, planos aislados, en el conjunto de la obra (y así no pagar los derechos de doblaje a los actores de voz correspondientes). El cómo las distribuidoras -en España- se permiten hacer mangas y capirotes –puñetas, en definitiva- con los doblajes originales, o lo que es decir, con nuestros recuerdos y memoria cinéfila. Por suerte para mí, conservo una copia en video de la película con las voces originales. ¿Quién puede pretender mejorar el tono de José Guardiola (1921-1988) para el cardenal Richelieu? Encima, soberbios. Bien es verdad que hay que felicitar a los fabricantes de blu ray en nuestro país, por insertar estos doblajes en la mayoría de las ediciones. Son (re)lanzamientos para claros coleccionistas. Desgraciadamente, con Los tres mosqueteros, esto no ha sucedido de momento (la segunda parte sí conserva el doblaje primigenio).
 
 
Hubo otra secuela tardía que, tristemente, se saldó con la muerte por accidente del apreciable actor y amigo del director, Roy Kinnear (1934-1988). Recuerdo muy bien la noticia en los medios y la tristeza que nos produjo. Richard Lester decidió no dirigir nunca más, y Charlton Heston (1923-2008), dedicó su último trabajo para la televisión (The Common Man, 1988) a Kinnear.

Pero como nos recuerda el buen Porthos al inicio de la segunda entrega, ha de prevalecer el espíritu jocoso y aventurero. El recuerdo de un niño que aún sigue blandiendo la espada gracias, entre otros, a Richard Lester.
 
Escrito por Javier Comino Aguilera




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