Uno de los
recuerdos más vívidos que tengo de mi juventud con respecto al cine fue la
emisión a través de TVE del díptico de Richard Lester
(1932), Los tres mosqueteros (The Three Musketeers, Film Trust-20th
Century Fox, 1973) y Los cuatro
mosqueteros (The Four Musketeers,
Film Trust-20th Century Fox, 1974), en la inolvidable sección semanal Sábado cine. Fue en 1985.
Ambas películas fueron filmadas en escenarios de España y llegué a compenetrarme tanto con ellas que quería ser un mosquetero. Me sabía los diálogos de memoria, incluso los títulos de crédito. Y la música. Como las había grabado en video, las podía ver una y otra vez. De momento, lo que sí me gustaría destacar es la fotografía de David Watkin (1925-2008), que en la misma fecha de las emisiones, ganó el Óscar por Memorias de África (Out of Africa, Sydney Pollack, 1985), y el magnífico vestuario de Yvonne Blake (1940-2018).
Es curioso el personaje de D’Artagnan, muy bien sostenido por Michael York (1942). Pese a que su trayectoria vital incluye, más que la decepción, la toma de contacto con la parte oscura del poder y la naturaleza humana, lo que nunca perderá es el espíritu animoso y aventurero. Hubo un D’Artagnan auténtico, Charles de Batz-Castelmore d’Artagnan (c. 1611-1673), también de Gascuña (Francia), pero posee más encanto el de la ficción perpetrada por Dumas. Mantenido de las damas nobles -aspecto que se traslada a otros personajes-, fue un histórico militar al servicio de la corona, lo que era decir, al servicio del Estado. Por el contrario, el D’Artagnan de Dumas se enfrenta con él. Sobresale su ímpetu a la hora de sobreponerse a las adversidades, aprender de los errores y enfrentarse con un destino, a veces cifrado en una esquiva alegría. Pese a pasarlo mal, la grandeza del D’Artagnan literario estriba en no sucumbir al desencanto. Este parece ser el legado de los mosqueteros de Dumas, que encuentra una fiel traducción espiritual -la prefiero con creces a las demás- por parte de Richard Lester.
El realizador inglés posee una innata capacidad para alegrar el plano. A lo que se presta el guión sincrético y maravilloso de George McDonald Fraser (1925-2008), autor de las divertidas novelas de Harry Flashman (también llevadas al cine por Richard Lester en El cobarde heroico [Royal Flash, 1975]), en lo que es una fresca adaptación de la obra de Alejandro Dumas (1802-1870), Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires, 1844; Alianza, 2022).
Como le explica Treville al joven recién llegado, en principio no hay lugar en la guarnición para alguien que no haya combatido en campaña o se haya distinguido de alguna otra forma. D’Artagnan habrá de procurar los medios. El “villano tuerto” con el que ha tenido un primer encontronazo resulta ser el conde de Rochefort (Christopher Lee). D’Artagnan podrá medirse por la altura de sus rivales. Las refriegas se suceden y están filmadas con tanta habilidad como gracia. Tomando como escenarios los lugares en principio menos suntuosos, pero sí más corrientes, como son el patio de un convento, con sus sábanas tendidas al sol, una lavandería, una posada o un asadero de pollos.
Los mosqueteros se desenvuelven así como una troupe de rufianes, aventureros y… valerosos caracteres. No exentos de picaresca, como demuestra su truco para almorzar gratis en una de las tabernas. Las suyas son peleas físicas, valga el pleonasmo, con lo que se tiene a mano. Como demuestra la vibrante imagen de Athos (excelente Oliver Reed) luchando con su espada -a veces con el mango de esta- y con distintos ropajes, de manera totalmente corporal y realista. Allá donde más duele.
El resto de protagonistas también quedan bien definidos, con escasas pero precisas pinceladas. El voluminoso, aunque nada torpón, aspirante a noble Porthos (el no siempre aprovechado Frank Finlay), no tiene reparos en sustraer la bolsa con dinero de uno de los miembros de la guardia del Cardenal que los ha atacado, una vez que le han destrozado su sombrero nuevo; dinero que reparten entre los cuatro. A su vez, Aramis (Richard Chamberlain), sabe disfrutar de las bondades y beldades de la vida. Todo ello en tono de comedia vitalista. Escenas de una vida cotidiana en unos interiores y calles donde mora la más sapiencial de las truhanerías. Más allá, está el trasfondo de las Guerras de Religión.
D’Artagnan se hospeda en la destartalada pensión del señor Bonancieux (Spike Milligan), achacoso marido de la lozana francesa Constance (Raquel Welch), costurera y confidente de la reina. Un personaje divertido por su torpeza. Como evidencia su forma de zafarse de los captores de Rochefort. Mantendrá una especie de amor cortés con D’Artagnan. Lo que no obsta para que este se prende de Milady, condesa de Winter. Tan bella como letal.
En esta amorosa trama, hasta el duque de Buckimgham (Simon Ward) está enamorado -y viceversa- de la reina consorte Ana de Austria (Geraldine Chaplin; 1601-1666). Como prueba de su amor, esta le entrega al duque su collar de doce diamantes, que el rey le regaló –y del que se desprende de mil amores-, y que el esposo mosqueado le va a solicitar presto para un baile, por instigación de Richelieu. Con ayuda de sus nuevos amigos y de su criado Planchet (el entrañable Roy Kinnear), D’Artagnan habrá de procurar que el collar esté donde es debido la noche de dicho baile. No parece tarea sencilla, habida cuenta de que Milady se ha hecho con dos de los diamantes. Manos a la obra se pondrá el joyero O’ Reilly (doblete de Frank Finlay).
Todos estos detalles bien dispuestos dan colorido a la narración. Pero en el aspecto de definición de personajes, el otro agraciado es Athos, cuya doble y pasada personalidad responde al nombre de conde de la Fère. Lo que me lleva a otro punto interesante. La presteza y desparpajo no encubre nunca cierto código ético a la hora de preferir las espadas a los mosquetes, más empleados fuera de los duelos privados. El combate cuerpo a cuerpo queda así impregnado de honor.
Como curiosidad última, tras el desenlace, la escena del juicio a Milady por sus crímenes e intrigas, sí que estuvo doblada al español, aunque no de manera íntegra. Es la razón por la cual se ofrece en inglés. Es una escena álgida que me recuerda que, si en la primera parte se nos advertía acerca de que los duelos estaban prohibidos, realmente lo están… en todos los sentidos.
Pero como nos recuerda el buen Porthos al inicio de la segunda entrega, ha de prevalecer el espíritu jocoso y aventurero. El recuerdo de un niño que aún sigue blandiendo la espada gracias, entre otros, a Richard Lester.
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