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Para el sábado noche (CXXVI): Indiana Jones y el templo maldito, Indiana Jones y la última cruzada e Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, de Steven Spielberg

02 abril, 2023

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Es una peculiar y agradable sensación la de comprobar cómo se han convertido en clásicas muchas de las manifestaciones culturales con las que disfrutábamos de pequeños.

Cuando Steven Spielberg (1946) acometió la filmación de En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, Paramount, 1981), firmó por otras dos películas, ya que el productor George Lucas (1944) tenía desde el principio la intención de emprender una nueva trilogía, al estilo de la que, en aquellas fechas, estaba a punto de completarse con El retorno del Jedi (Return of the Jedi, Richard Marquand, 1983). La primera consecuencia fue Indiana Jones y el templo maldito (Indiana Jones and the Temple of Doom, Paramount, 1984), una de las películas de acción y aventuras más señeras de la década de los ochenta. Una década clásica.



En esta ocasión, el monte Paramount se materializa en un gong. Anuncia un tema musical de Cole Porter (1891-1964), Anything Goes (1934), cantado en chino. Un simpático guiño, estamos en Shanghái, en 1935, un año antes de los sucesos acaecidos en En busca del arca perdida. La intérprete de esta multicultural traslación es la cantante de variedades norteamericana Willie Scott (Kate Kapshaw). Y el local, un elegante salón restaurante, mezcla de estilos streamline y art decó, el luminoso lugar de encuentro para mercaderes, turistas y ociosos. Con este comienzo, rinde Steven Spielberg un homenaje al género musical, engalanado por excelencia, además de abrir la narración de forma visualmente elegante y espectacular. Los arreglos orquestales de John Williams (1932) envuelven el conjunto con rotunda majestad. La suya es una riquísima partitura que puntúa tanto los pasajes de acción como los introspectivos y de transición. De esta manera, es imposible que pueda haber momentos muertos.


Al bullicioso establecimiento, impregnado del embrujo de Shanghái, llega el arqueólogo y aventurero Henry Indiana Jones Jr. (Harrison Ford), para hacer una transacción con el botellín que contiene los restos de Nurachi, el primer emperador de la dinastía Manchú. El comprador es el empresario y estraperlista Lao Che (Roy Chiao). En la subsiguiente escena del canje, intervendrán un diamante bastante apetecible y el no menos deseable antídoto de un veneno.


La salida del local es precipitada, y eso que los problemas solo acaban de empezar. Por suerte para Indiana, se ha buscado un ayudante, un espabilado joven de las calles de la ciudad, Tapón (Short Round, Ke Huy Quan). Poco más sabemos acerca de la procedencia del muchacho. Steven Spielberg sabe que casi siempre es mejor imaginar.


 

A Tapón e Indiana se une Willie en -como le suele suceder al protagonista- una huida semi improvisada. Cualquier cosa es mejor que sucumbir ante Lao Che. ¡O casi! De China se trasladan por avión hasta la India, y el despeluchado grupo recala en un poblado que ha sido arrasado por la hambruna, las epidemias, la sequía y un incendio. Un extraño encadenamiento de circunstancias que los nativos achacan a la desaparición de su piedra sagrada. Una de las cinco piedras del sacerdote Shankara, las cuales refulgen cuando se las junta, debido a las gemas que contienen. Aunque para los lugareños, lo más precioso estriba en lo espiritual. El símbolo mágico ha sido sustraído por otro sacerdote de polo opuesto al original; es decir, negativo: Mola Ram (Amrish Puri).


La idea de Indiana es regresar por Delhi, pero los jefes del poblado le piden que se detenga en Bangkok. En concreto, en el palacio real, donde ha retomado el gobierno un nuevo maharajá, Salim-Sighn (Raj Sighn). Por eso Shiva te ha traído aquí, insiste el jefe del poblado y chamán (D. R. Nanayakkara). Lo que finalmente mueve al arqueólogo a intervenir es el regreso de uno de los chicos fugados del templo anexo al palacio, y el fragmento de un pictograma en sánscrito, que éste porta consigo. Se dice que las dos últimas piedras se hallan escondidas en las catacumbas de dicho templo.


Una vez en las inmediaciones de Bangkok, se da la circunstancia de que aquella también ha sido tierra de una secta de estranguladores, los togui (thugs; a los que Terence Fisher [1904-1980] dedicó una reivindicable película, Los estranguladores de Bombay [The Stranglers of Bombay, Columbia Pictures, 1959]). De ellos también se dice que oficiaban sacrificios humanos a la diosa Kali. Dentro de esta cosmogonía, Indiana Jones se enfrenta, así mismo, con dos asesinos invisibles e implacables, que entroncan con el poder sagrado que contenía el Arca. En este caso, se trata de un bebedizo capaz de anular la voluntad mental, y el vudú, capaz de controlar y mermar la capacidad física. Si a ello sumamos los antedichos objetos con propiedades mágicas, todo este marco proporciona elementos sustantivos del género histórico y de terror. A los que se añaden, de manera coherente, y merced al guión de Willard Huyck (1945) y Gloria Katz (1942-2018), en torno al relato propuesto por George Lucas, otros componentes de comedia, prototípicos de la guerra de los sexos, es decir, del yin y yang masculino y femenino; el humor con las distintas costumbres culinarias, y la presencia de una serie de bichos foráneos y poco tranquilizadores.


Por cierto que Willard Huyck fue el guionista de American Graffiti (íd., George Lucas, 1973) y Los aventureros del Lucky Lady (Lucky Lady, Stanley Donen, 1975), además de la simpática comedia La mejor defensa, el ataque (Best Defense, Paramount, 1983), entre otras. Junto a su esposa Gloria, emprendieron al alimón la interesante El mesías del mal (Messiah of Evil, ICF, 1973).

 


En el palacio de Bangkok, los tres viajeros entablan relación con el nuevo maharajá, su primer ministro, Chattar Lal (Rushan Seth), y el capitán Blumburt (Philip Stone), garante del orden militar bajo dominio británico. La India dejó de ser un protectorado y colonia inglesa en 1947. 


Lo que se pretende en el templo, comunicado no por azar con el palacio, por una serie de sinuosidades diplomáticas y pasadizos secretos, es el cambio de un dios por otro. Imponer a la encarnizada diosa Kali, en lugar del más benevolente Shiva, valiéndose de la inocencia del nuevo maharajá (otra víctima infantil). Algo parecido a lo que sucedió con el advenimiento de Amenofis IV, Akenatón (1372-1336 a. C.), en Egipto, cuando el dios ancestral Amón, expresión del poder divino del sol, dio paso a otra forma de entender el disco solar con Atón. Lo que provocó una sangrienta revolución, en la que el principal perjudicado de cara a la restauración fue otro joven, Tutankamón (1342-1325 a. C.).


Todo esto, comedia, historia, terror, queda enmarcado en el agradecido género de las aventuras exóticas. Género dúctil por excelencia, capaz de compendiarlo todo, y por eso mismo, tan difícil de apresar.

 

Lejos de apabullar digitalmente, la década de los ochenta se caracterizó por saber buscar un equilibrio entre lo artesanal y lo digital (se diga lo que se diga de la aplicación digital tras el boom de los años noventa, estos efectos, y las narrativas supeditadas a los mismos, han envejecido peor). Respecto a Indiana Jones y el templo maldito, y al igual que sucedía en En busca del arca perdida, las escenas de acción están perfectamente calibradas y orquestadas, visual y musicalmente. Como la persecución por las calles de Shanghái, la accidentada arribada a la India, la lucha con dos gigantones fornidos (Mellan Mitchell y Pat Roach), la espléndida huida del templo en vagoneta, valiéndose de los inagotables raíles de una mina, y otras situaciones in extremis. Causalidades que todo héroe protagonista que sea (a)preciado ha de saber sortear. Formando parte de este mundo de aventuras, no podemos olvidar el aspecto emotivo, melodramático, en su acepción más pura, que se dinamiza en el regreso al hogar de los muchachos retenidos.


Como curiosidad narrativa, toda la acción de la película se concentra en un par de días. Lo que confiere una agilidad muy acentuada al relato.



El caso es que cuando yo era un niño y adolescente en los años ochenta, me pasaba el santo día en bicicleta. Dibujaba historietas y me imaginaba películas. Las ponía en escena con los clicks de Playmobil y las grababa en video.


El mundo de la adolescencia de propios y no tan extraños (Spielberg), está presente y sirve de arranque a Indiana Jones y la última cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, Paramount, 1989). Nos hallamos en tierra de promisión de aventuras. Utah (EEUU), 1912, el año que se hundió el Titanic, pero emergió Indiana Jones. Su primer escarceo lo tiene estando de excusión scout, con unos saqueadores (raiders) de tumbas. En concreto, de la Cruz de Coronado, una reliquia hispánica. Esto ofrece a Spielberg y a su guionista, Jeffrey Boam (1946-2000), responsable de los libretos, entre otros, de La zona muerta (The Dead Zone, David Cronnenberg, 1983), El chip prodigioso (Innerspace, Joe Dante, 1987), y en parte, Jóvenes ocultos (The Lost Boys, Joel Schumacher, 1987), la posibilidad de establecer el origen de dos parámetros bien asentados en el protagonista. En primer lugar, el respeto de Indiana por los objetos arqueológicos y su alergia al comercio ilegal. Respecto a la pieza en cuestión, comenta que debería estar en un museo. Su interés en la arqueología es su ética. Y en segundo lugar, su capacidad improvisadora. A la pregunta de un compañero de ahora qué vas a hacer, Indiana contesta que ya pensaré algo.


En este sentido, y como es habitual para Steven Spielberg, bien imbuido de los clásicos, las secuencias de acción siguen estando limpiamente ejecutadas; es decir, de forma clara en lo visual, además de divertida. La secuencia de apertura es un ejemplo primordial. Desde la entrada y salida de la mina en la que actúan los saqueadores, hasta la persecución que enlaza con la característica velocidad del cine mudo, en un tren que contiene toda la parafernalia –ilusionismo mezclado con realismo- de un circo. Un triple salto inmortal.



Y ya que andamos con tripletes. Existe un tercer parámetro en este segmento inicial. Todo un símbolo. El origen del látigo y de la cicatriz que desde entonces van a acompañar y distinguir al protagonista. Diversión y calidad a la que no es ajena un modelo a seguir. El citado arqueólogo con visos de saqueador (Richard Young), en la acción de la película, y fuera de esta, Charlton Heston (1923-2008) en El secreto de los incas (The Secret of the Incas, Jerry Hopper, 1954) y El despertar (The Awakening, Mike Newell, 1980).


Las influencias no acaban aquí. Indiana Jones se hace acompañar en este relato de su disciplinado y obsesivo padre, Henry Jones Sr. (el gran Sean Connery). Persona que vive inmersa en los libros. La historia, que parte de George Lucas y Menno Meyjes (1954), cobra forma con el guión de Boam, que contiene ese tipo de excelentes diálogos, de orden clásico igualmente, que uno gustaba de aprenderse. Otros nombres que ya forman parte de la reciente historia del cine, y que no son un programa informático, son los del director inglés de fotografía Douglas Slocombe (1913-2016), el montador Michael Kahn (1935), responsables ambos de la trilogía inaugural; el diseñador de vestuario Anthony Powell (1935-2021), partícipe en las dos últimas entregas; la nueva composición de John Williams, con el sabio manejo de los leitmotivs, al igual que en los casos anteriores (el tema del Arca, el templo maldito, Indi, el Grial, los temas amorosos, etc.); y cohesionándolo todo, la producción del conjunto a cargo de Robert Watts (1938). Haré referencia a algún otro en lo que resta de artículo.


Tras la primera aventura adolescente de Indiana, que le deja marcas en varios sentidos, nos trasladamos a la costa portuguesa, en 1938. Precisamente, para tratar de cicatrizar una de esas heridas, aún abierta. La recuperación de la citada Cruz de Coronado. Lo que conseguirá con toda la acción y esplendor de rigor. Y también con el concurso de la casualidad, componente al que ya aludíamos y que me da la impresión que, de alguna manera, se deriva de los cómics de Tintín. En muchas ocasiones, el personaje universal creado por el belga Hergé (1907-1983), es asistido por la providencia más inesperada (y de nuevo divertida). Justicia poética frente a la suerte del enano. Un tipo con estrella más que estrellado. Al fin y al cabo, Indiana Jones ha sido llamado a formar parte de todas y cada una de sus aventuras, y no para luchar contra los elementos (que pese a todo le son propicios).



Otro elemento cargado de interés es el de la incredulidad del protagonista. No hay mapas que lleven a tesoros ocultos, ni cruces que señalen el lugar de un tesoro, declara Indiana Jones en esta entrega. Es la tercera vez que se muestra escéptico (y que se equivoca; y no será la última). Su recelo da paso a la constatación de unos hechos que no puede explicar, pero tampoco suprimir. De la primera experiencia ya hablé en mi artículo dedicado a En busca del arca perdida. Ahora comprendes la magia de la piedra que nos has devuelto, le comenta el jefe de la tribu en la película anterior. A lo que el arqueólogo confirma que ahora comprendo su poder. Las búsquedas del protagonista son a pesar de sí mismo. Tanto el rastreo del Arca, como la recuperación de las piedras Shankara o el Grial, son acciones a las que Indiana se ve impelido, incluso forzado, a intervenir. No es algo que explore por sí mismo, otros factores intervienen y le pillan en medio. Salvo en los casos de volver a restituir un objeto específico, de cara a alegrar un museo, antes de que la pieza desaparezca definitivamente: el ídolo del templo en En busca del arca perdida, donde Indiana aún ha de sufrir una primera transformación, o la citada Cruz de Coronado. Una cuestión moral. Y pese a que los resultados derivan a veces en situaciones no planificadas, estos vericuetos apenas penetrables sirven para que el personaje se enriquezca y fortalezca, sobre todo psicológicamente. Una estructura que se confirmará en sus siguientes cometidos. El azar, incluso la predestinación, son elementos no discordantes en la vida del arqueólogo.


De su progenitor ha aprendido que la arqueología se hace leyendo y estudiando. De sus descubrimientos, que hay otras muchas cosas que aún no están escritas (o que si lo están, conviene tomarlas en consideración). Posee una amplia cultura. Nombra a Flinders Petrie (1853-1942), el reconocido fundador de la arqueología científica. Su actitud es algo que va más allá de la pasión por las antigüedades que asegura tener el industrial Walter Donovan (Julian Glover). Entre el trabajo de campo y el sentido del humor, tal cual demuestra el segmento en un Berlín infestado de nazis, se va constituyendo el personaje icónico de Indiana Jones.

 


Lo cierto es que cuando se estrenó la película (la vi en el cine Madrigal de Granada), el humor que destilaba me parecía fuera de tono. Demasiado paródico. Con el tiempo, he aprendido a apreciarla, allende sus virtudes cinematográficas, que siempre mostró.


El guión no puede estar mejor urdido ni ser más ventajoso para un entusiasta de la historia. La sorprendente inscripción sobre piedra arenisca hallada al norte de Ankara (Turquía), tallada en latín y fechada en el siglo XII, es la espoleta apenas retardada que conduce a un misterioso templo en el Cañón de la Media Luna, sito en la localidad de Alejandreta (Siria), en la llamada Ruta de los Peregrinos (República de Hatay, Siria). El argumento entronca con la leyenda artúrica y la Biblia. Conozco muy bien ese cuento para niños, insiste Indiana en el despacho art decó de Walter Donovan, magnífica elaboración del decorador inglés Elliot Scott (1915-1993).


Pero si el Grial es un símbolo de la Cristiandad, también cabe la posibilidad de que se trate de un receptáculo para la eterna juventud.


De nuevo, el relato se imbrica en el interés de los nazis por los objetos telúricos, bien gestionado por los célebres Louis Pauwels (1920-1997) y Jacques Bergier (1912-1978), en su famoso libro El retorno de los brujos (Le matin des magiciens, 1960; Plaza & Janés, Otros Mundos, 1965), por citar un trabajo arqueológicamente clásico. Que también hace hincapié en la parapsicología que centrará la siguiente propuesta fílmica.


Desgraciadamente, a diferencia de Indiana, los nazis sí creen. Con objeto de hacer más mal que bien (de ahí la mala fama del esoterismo en algunos sectores de la información).


En cuanto a Henry Jones Sr., ha basado su vida en ejercer de profesor de literatura medieval. La búsqueda del Santo Grial es principalmente suya. El propósito de su vida, anímica y académica, sin distinción. Ha sido capaz de descifrar el manuscrito de un fraile franciscano francés, que conduce a una tumba en la ciudad de Venecia, Italia. La del último caballero templario superviviente, Sir Richard (Robert Eddison); que según comprobaremos, aún sigue vivo y coleando lo que puede. Lo cual enlaza con el atractivo culto de los Caballeros Custodios de la Primera Cruzada. Gentes como Cazin (Kevork Malikyan), cuya misión reverencial, al punto de dejar la vida en ella si se hace preciso, es preservar el misterio y la ubicación del objeto sagrado. Forma parte de la hermandad de la Espada Cruciforme, y en determinado momento de la película, a punto de pasar a formar parte del otro lado, le pregunta a Indiana, ¿por qué busca el Cáliz de Cristo?


Algo más, por lo tanto, que un mero tesoro o recurso argumental a la hora de narrar un relato de aventuras. Como habrá ocasión de confirmar, la “iluminación” no es ajena a George Lucas, aspecto en el que incidiré más tarde.


Este enlace con los objetos mágicos, confiere a las películas de Indiana Jones una base sólida y un inasible nexo de unión.

 


Junto al doctor Jones está Elsa Schneider (Alison Doody), la anterior colaboradora del padre de este, en el primer intento de búsqueda. El personaje de Henry Jones Sr. está bien trazado. Según su hijo, es un ratón de biblioteca que no sirve para trabajo de campo. Mantuvo una estrecha amistad con Marcus Brody, el director del Museo Arqueológico y posterior decano de la imaginada Facultad de Letras Marshall, en Washington (Denholm Elliott), que ahora se implica en los acontecimientos de una forma más directa. El diario del padre es, sin duda, el eslabón más robusto para retomar las pesquisas. La búsqueda de lo que hay de divino en nosotros, como subraya Marcus.


Indiana se ve obligado a seguir los pasos de su padre, tal y como ha venido haciendo a lo largo de buena parte de su vida, hasta que ambos caminos divergieron. En esta aventura sucede al revés, padre e hijo se muestran separados, física y emocionalmente, hasta que se ven en la tesitura de tener que volver a conectar y convivir. En un entorno mucho más hostil, dada la tensa situación mundial. Como le dice Walter Donovan a Indiana a lo largo de su -espléndido- primer encuentro, no se fíe de nadie. Este tendrá su contra réplica en las palabras del propio Marcus, cuando le advierta que está jugando con poderes que le es imposible comprender. Nueva llamada de atención a estar abierto, e ir a la esencia de lo francamente espiritual, respetando su nobleza.


Debes creer, le previene el padre al hijo cuando se hayan en el umbral de los poderes del Grial. Spielberg ha tenido el acierto de mostrarnos antes un cuadro, en la desvalijada casa de Henry Jones Sr., con la imagen de un cofrade suspendido en el aire, portando el cáliz en la mano. Tras su estancia en Venecia, Indiana y Elsa se dirigen al monumental Castillo de Bürresheim, en la frontera entre Austria y Alemania (Renania-Palatinado), bajo el control de herr Vogel (Michael Byrne). Allí tienen secuestrado al padre del arqueólogo. La estancia y la huida de la fortaleza componen uno de los segmentos más dinámicos y joviales de la película. A lo que sigue la visita a Berlín, la subsiguiente escapada en dirigible, y la magnífica secuencia por las ardorosas arenas del desierto del Estado de Hatay (Alejandreta, unida a Turquía en 1939), cuya realeza, por cierto, es comprada por los nazis con los bienes expropiados a los judíos, según queda expuesto en otra inadvertida pero significativa escena. Por otra parte, la quema de libros en la capital alemana no es muy diferente a la “cultura” de la cancelación y corrección política que nos está matando -más que estamos viviendo-.



Si En busca del arca perdida culmina en un almacén de flamantes antigüedades, esta lo hace en el templo del Santo Grial, donde aguadan a los protagonistas las tres pruebas para recuperar el objeto sagrado, contenidas en las ficticias Crónicas de San Anselmo (1033-1109). Número tres de nuevo, asentado en la salud, la riqueza -interior-, y el amor al entendimiento. Tomada sabiamente y en su justa medida, se nos dice -y demuestra-, que el don de la inmortalidad contenido en el Grial no puede ir más allá del Gran Sello, un lugar específico de este templo (de la vida). También la perpetuidad está sujeta a unas leyes naturales. Todo tiene su límite.

 

Indiana Jones y la última cruzada evidencia una vez más la importancia argumental del enlace de dos espacios, no opuestos, sino complementarios para el protagonista. Al igual que la biblioteca veneciana de esta película fue antigua iglesia, y contiene los restos del misterio, así mismo, se contemplan los escenarios de lo conocido y lo desconocido, la necesidad vital de involucrarse en la aventura total. Aquella que más nos demanda, física y espiritualmente.


En lo visual, se vuelve a hacer uso del clásico recurso cinematográfico de mostrar, en el montaje, las líneas en los mapas que se superponen a las imágenes, y que van marcando el recorrido viajero del protagonista. Igual de alegórico se muestra el aire que, en buena racha, devuelve a Indiana Jones su sombrero, tras una ardua “travesía por el desierto”, jalonada por los tanques del ejército alemán. La película se cierra con el plano simbólico de los cuatro amigos que han participado en la aventura, Indiana, Henry Jones Sr., Marcus y Sallah (John Rhys-Davies), cabalgando juntos como los mosqueteros, durante los créditos finales.

 


Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, Paramount, 2008) fue y sigue siendo una película minusvalorada. No estoy de acuerdo con esta apreciación, por mucho que me parezca que los efectos digitales han mermado su cualidad. No hay nada más triste que un atardecer falso.


Pero el resultado, morfológico y semántico, me resulta altamente estimulante. Al igual que en el caso anterior, arrancamos en suelo norteamericano. Nos hallamos en Nevada (EEUU), en 1957. Un espacio donde se inserta el totalitarismo soviético en plena Guerra Fría. Un frío que contrasta con el ardor del desierto de este estado, convertido en gulag durante el primer segmento de la película. Este se centra en la incursión a una base de alto secreto militar, que los que hemos visto En busca del arca perdida conocemos bien. John Williams enlaza musicalmente con el tema del Arca. Pero el objeto buscado en esta ocasión es distinto. Pasamos entonces de una inclusión en este gran almacén, a una extracción del mismo. A pesar del tiempo transcurrido, y de las vivencias en suelo maravilloso, lo cierto es que, Indiana Jones parece nuevamente deslindado del aspecto mágico y misterioso de la existencia, que tanto le ha acompañado. La situación política no es especialmente inspiradora.


Imagen viva de ello es el referido almacén, donde se han venido acumulando los secretos y misterios que la ciencia no ha sabido, por el momento, explicar, y que como “objetos molestos”, han sido arrinconados. Lejos de la noción popular, y hasta de las mentes de sus descubridores. Algo parecido al Hangar 18 (íd., James L. Conway, 1980), pero a lo bestia. O sea, el Hangar 51.


En efecto. Los restos momificados que buscan con ahínco los soviéticos infiltrados en suelo norteamericano provienen de Roswell (Nuevo México, EEUU). Los aficionados a la historia de los OVNIS, como el que suscribe, nos damos perfecta cuenta de que esta alusión contiene implicaciones muy especiales. El posible castañazo de una nave alienígena en suelo patrio (terrestre), con posible -en la película cierto- rescate de cuerpos humanoides. Ahí radica la gracia, para algunos molesta, del guión propuesto por el competente –también realizador- David Koepp (1963), en torno a una historia, no se olvide, pergeñada por George Lucas y Jeff Nathanson (1965). Gracia que estriba, no ya en lo vistoso de la recuperación de tales cuerpos, sino en lo que contienen, su exoesqueleto. Coronado por una calavera de material transparente, parecida al cristal, con poderes sobrenaturales. Convertida en deidad americana, post-colombina, otras copias talladas coexisten, con el aspecto de la que será recuperada en Roswell siglos después. Toda una avanzadilla en la disposición cronológica de la historia humana.

 


Al frente de estos infiltrados está otro rival a la altura del arqueólogo y explorador en los márgenes de lo señalado por la historia (esa que enseña en clase). Se trata del coronel médico Irina Spalko (estupenda Cate Blanchett), de origen ucraniano, pero impregnada de ideología soviética. El ojo derecho de Stalin (1878-1953), según se comenta. Junto a este peligroso poder totalitario del que se rodea, Irina posee capacidades como médium. Sé cosas, y las sé antes que nadie, y lo que no sé, lo averiguo. Indi se muestra incrédulo, una vez más, ante esta nueva faceta a la que va a ser encarado.


Comunistas y FBI forman una buena combinación (narrativa). Indiana se ve en la necesidad de proclamar su lealtad y referir su hoja de servicios ante los custodios del bien común. Seguimos en terreno arriesgado, aquel en el que se hace muy difícil poder confiar en otra persona. Las arenas movedizas que están a punto de tragar al protagonista en un apurado trance de la trama, no son solo materiales. El traidor George McHale, Mac (Ray Winstone), se ha perdido en uno de estos flecos crematísticos (los flecos son la hermana menor de las lianas). Por su parte, la implicación paranormal de lo militar queda expuesta desde el momento en que se nos recuerda que el arca perdida está almacenada en ese gran hangar, e Indiana ha de regresar allá, maniatado, para iniciar una nueva y trascendental peripecia. Es el momento de las grandes oleadas de los no identificados. ¿En qué zona se encuentra el arqueólogo? Probablemente en la de nadie: en la suya. Pero siempre en contacto directo con las ciencias más ocultas. Si consideras ciencia a la parapsicología, tal y como esgrime el general Ross (Alan Dale).


Un clima crispado, en palabras del decano Charles Stanforth (Jim Broadbent), bien expresado en el libro que después traeré a colación, pero que se sabe tomar con la debida sorna. Un humor que, en cualquier caso, no aplaca la innata ira del totalitarismo, cuya amenaza se sabe disfrazar de salvación. Este procede de la colectivización, a la que se enfrenta nuestro protagonista con sus mejores armas, la experiencia y el conocimiento, y la ayuda de muchos de los artilugios puestos en lid. Cuando la histeria alcanza al mundo académico, creo que es hora de dimitir, añade el decano. Esto se ha venido aplicando a la persecución de los comunistas, pero no deja de ser curioso, a la par de lamentable, comprobar cómo las inquinas, represalias y ambientes más viciados, se pueden dar la vuelta. Cómo los distintos polos se encuentran.

 


Indiana viaja hasta Nueva York (EEUU) y Londres (Inglaterra). Tras la pista de su colega y antiguo amigo Harold Oxley (John Hurt). Con el que hace tiempo no ha mantenido el contacto. Oxley ha averiguado el paradero de una de estas llamativas calaveras para llevar a Akator (El Dorado hispánico), ciudad mística y, por supuesto, perdida en plena Amazonia (América del sur). En concreto, y como sucedía con el Grial, el enclave está protegido por un grupo de escogidos, la tribu “uga”. El poder de la leyenda se materializa, de la mano -y mente- de una tecnología muy avanzada, cuyas posibilidades magnéticas y simbólicas llamaron la atención del conquistador y explorador español Francisco de Orellana (1511-1546).


Lo que conlleva algo muy interesante, como averigua nuestro arqueólogo y ha sido recogido por los ensayos más arrojados. Que las culturas primitivas no lo eran tanto. Por sí mismas y por la posible ayuda recibida del extranjero (trece seres yacen en círculo en el correspondiente templo-nave espacial). Un paso más en la catalogación de los tesoros artísticos contenidos en la Tierra. El planteamiento no puede ser más sugestivo.

 

Tampoco viaja solo Indiana Jones en esta ocasión. Se le adosa Mutt Williams (Shia LaBeouf), disruptivo y rebelde, que le ha pedido ayuda para encontrar a Oxley, su padrastro. Su pose, no exenta de humor, se basa en la figura del Marlon Brando (1924-2004) de Salvaje (The Wild One, Lazslo Benedek, 1953). Al igual que su padre real, un modelo tan verídico y emblemático como cinematográfico. A vueltas con ese ingenio congraciado con la narrativa, sobresale la ocurrencia de la urbanización donde se refugia Indi a la desesperada, y que entronca con el sentido del humor de la saga, elevado a su máxima y sagitariana (spielberiana) potencia, en la época de las pruebas nucleares; ahora que estoy leyendo la biografía de Robert Oppenheimer (1904-1967), precisamente. Físico teórico nuclear al que se cita en Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal. Al contrario que a otros, a mí este episodio atómico, ni me molestó ni me sacó de contexto: todo lo contrario, me reí de lo lindo. Spielberg es lo bastante sagaz como para insertar en la escena un plano de la puerta del frigorífico en el que se introduce Indiana, en el que un cartel nos advierte de las ventajas y resistencia de este electrodoméstico en concreto (for superior isolation: para un mayor aislamiento). Héroe superviviente hasta de la bomba atómica, Indiana Jones se recompone para seguir luchando con otro peligroso enemigo invisible -salvo por los cadáveres que deja- e inexorable, el colectivismo dictatorial.

 


Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal es un compendio de los intereses esotéricos de George Lucas. Si quieres ser un buen arqueólogo, sal de la biblioteca, esgrime Indiana a uno de sus estudiantes en la biblioteca del campus, tras una motorizada aparición estelar. Todo está en los libros… y en sus pliegues. El arqueólogo no ha perdido el afán por la aventura, pero para ello ha aplicado antes sus conocimientos de la lengua precolombina y de las Líneas de Nazca, los conocidos geoglifos de Perú.


De este modo, Indiana Jones descubre que la expresión cuna de Orellana, también se refiere a una última morada. Un cementerio nazca. Y el escondite de la calavera, sita en un habitáculo secreto donde descansaba uno de los cráneos alargados, el encontrado por Harold Oxley. Existen varios de estos cráneos, cuyas “burdas” reproducciones replicadas por los nativos, en recuerdo de sus “dioses”, reposan en el Museo Británico, según la trama que manejamos. Ya digo que la base del guión es de una riqueza oculta pero que salta a la vista (habría que hablar de espectadores iniciados). Lo que no muchos entendieron en el momento del estreno de la película. Las calaveras originales resultan artefactos perniciosos. Al extremo que a Oxley le han afectado la mente.


En la Amazonia se desata una nueva “fiebre del oro”. Auspiciada por el descubrimiento de esta novedosa arma mental, ideal para sostener una “guerra psicológica”. ¿Por qué se niega a creer lo que ve?, le pregunta Irina a Jones. No es obra de seres humanos. La conversación y sucesos en la tienda de campaña amazónica, es la punta del iceberg de toda esta urdimbre argumental. Ya he señalado que, como si de una convención se tratara, Indiana Jones comienza siendo escéptico, hasta que las distintas leyendas que palpa, lo empapan de realidad, y lo alcanzan (más que lo atrapan). Una realidad alternativa. Lo cierto es que cada objeto físico de la saga acaba indefectiblemente conduciendo a la constatación de lo extraordinario. La calavera abre un canal psíquico, pero como sostiene Irina, no habla a todos. Lo mismo que ocurre con el esoterismo. El control sobre la mente humana es un caramelo muy goloso para los estamentos totalitarios. Y no hace falta irse a geografías demasiado lejanas o a artefactos muy sofisticados; suele bastar con una tribuna y los consabidos apoyos mediáticos. Entre lo extraterrestre y el escenario de los conquistadores, ámbitos que parecen fundirse en uno solo, Indiana Jones escapa de las coartadas históricas más reduccionistas.

 


En la mencionada escena de la tienda de campaña, asistimos a la perfecta definición de lo que es el comunismo. Lo sintetiza Irina Spolkov con sus objetivos para occidente. Los transformaremos desde dentro, los convertiremos en nosotros, y lo mejor es que ni siquiera se darán cuenta. Una vaina ideológica como las que anticipó Donald Siegel (1912-1991). Hacer que los maestros enseñen la historia verdadera, y que sus soldados nos obedezcan. Pensando por ustedes. La epifanía de Irina es hechizante y se reviste de cultura. Cita al poeta John Milton (1606-1674). Su finalidad es una mente colectiva. La fe que Irina achaca que le falta a Indiana es la del comunismo, lo colectivo como coartada y forma de pensar. No como espiritualidad. Irina atiende a una ciencia hermética, en el sentido de estancada y vacía. Como Henry Jones Sr. advertía acerca de Elsa, en la película previa, nunca comprendió lo que es el Grial (por algo suena el tema del Grial al final de la presente).


En la neblina quedan las intenciones originarias de estos seres interdimensionales, como los califica Oxley con conocimiento de causa, y teoriza la nueva –de mediados del siglo veinte- física cuántica. Gracias, entre otros, a Oppenheimer.

 

Y ahora retomo una cuestión antes anotada. La del aspecto enigmático propuesto desde las ideas y esbozos que dan paso a los guiones de las películas. Existe un hecho no muy difundido que nos proporciona una pista acerca de esta circunstancia, la particular conexión de George Lucas con lo sobrenatural. Se trata de algo más que una atrayente postura argumental para recubrir los guiones. En la provechosa serie documental Light & Magic (íd., Disney-Lucasfilm, 2022), dirigida por Lawrence Kasdan (1949), el realizador de La guerra de las galaxias (Star Wars, Fox, 1977), comenta cómo siendo joven sufrió un aparatoso accidente de tráfico que a punto estuvo de costarle la vida. Y cómo tras su casi milagrosa recuperación, sintió que aún permanecía en este mundo por alguna razón concreta (capítulo II). Ahí lo tenemos. Pese a la desbordante imaginación de Steven Spielberg, el más “esotérico” e indagador (skywalker) siempre ha sido George Lucas.

 


En Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, la música de John Williams resulta más evanescente, y por ello, más desapercibida. Pero no por eso está menos lograda. Es cierto que no posee un leitmotiv distintivo, al margen de los ya conocidos, pero aun así se trata de un buen trabajo. Diría que su objetivo es no desviar la atención del intrincado argumento. Cuyo núcleo es el eslabón perdido entre culturas paralelas, egipcios, mayas, nazcas, pascuenses… y “ugas”, sobre los que orbita la propuesta de que alguien les enseñó. Como confirma esa antesala con objetos de distintas culturas, a la que antes hacíamos mención. Eran arqueólogos, se sorprende Indiana Jones al hablar de los visitantes extraterrestres (interdimensionales o no). Su oro es como el de la alquimia: el auténtico tesoro estriba en el conocimiento, en la facultad de transformarse a sí mismo. Todo lo demás, el anhelo de riqueza, incluso la afición desmedida por el saber, o su transferencia descontrolada, son un daño colateral.


No se olvida Steven Spielberg de “aligerar” tan esotérico equipaje con la debida carga emocional, y su eficaz y ya ponderado sentido del humor: la serpiente ratonera que le salva la vida a Indiana, pese a la repulsión que siente por los ofidios, el reencuentro con el amor de su vida, Marion Ravenwood (Karen Allen), que reestructura la situación familiar y sentimental del protagonista, el monte Paramount equiparado a la madriguera de una marmota, como imagen primera de la película; y la coreografía de las distintas luchas y persecuciones.


Por mi parte, y pese a que a los ufólogos más veteranos no les entusiasmaba la definición, y a Steven Spielberg no le apetecía nada mezclar el género de aventuras con el de ficción, olvidándose de los buenos tiempos, lo cierto es que me encantó ver un platillo volante sobrevolando las salas de cine una vez más.

 

Escrito por Javier Comino Aguilera




Para el sábado noche (LXXXI): Alien (El octavo pasajero), de Ridley Scott

01 mayo, 2019

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Al comienzo de Alien, rebautizada en España y en otros países con el simpático subtítulo de El octavo pasajero (Alien, Fox, 1979), una vez finalizados los distintivos y atmosféricos títulos de crédito, la cámara se pasea en solitario por los pasillos de una nave desierta, pero no abandonada. El buque espacial es el Nostromo, una astronave comercial que ejerce de carguero y estación de refinería. Estos momentos iniciales, casi plácidos, pero que no se corresponden con ningún punto de vista antropomorfo, están muy bien acompañados por la música de Jerry Goldsmith (1929-2004) y siempre llamaron mi atención. La nave ha quedado definida, si no como un personaje más, sí al menos como un espacio determinante.

Se puede decir que cuando despiertan los tripulantes de su periodo de hibernación, también lo hace la nave, que de algún modo ha permanecido hibernada, aunque moviéndose por impulso (el consabido piloto automático). Los elegantes encadenados que muestran a estos tripulantes incorporándose y desperezándose son igual de atractivos y evocadores de una aventura fuera de la Tierra. El primero en hacerlo es el oficial Kane (John Hurt).

Se trata de una nave solitaria, oscura pero vistosa, como los excelentes gráficos y calculados decorados procurados por Michael Seymour (1932-2018) e Ian Whittaker (1928), entre otros. Ello permite al realizador Ridley Scott (1937), en el que sigue siendo uno de sus mejores empeños para el cine, trabajar de forma expresiva con las luces y las proporciones, los tamaños. Así sucede durante la exploración del interior de la nave alienígena sobre la superficie del inhóspito planeta al que se ve abocada la Nostromo. Un planeta igualmente alienígena para el derelicto (algo así como dos capas superpuestas). Incluso existe un sugestivo desempeño con el silencio, que subraya determinados momentos de suspense.


Esta estructura por capas es algo que atañe a los propios protagonistas. Por lo que no es de extrañar que una de las primeras conversaciones a las que asistimos trate sobre la diferencia de los escuálidos salarios. Si la tripulación está discriminada y escindida por estratos laborales a su pesar, la sociedad a la que pertenecen y que los arroja en brazos del extraterrestre, no le anda a la zaga. La tripulación es, de hecho, sacrificada, sin excepción teórica alguna. El soterramiento alcanza incluso a uno de los tripulantes de la nave, que no es lo que aparenta ser; el engaño y la felonía son parte consustancial incluso en el espacio.

Por otra parte, Alien participa del género de terror y ciencia ficción aupado en los años cincuenta, y puesto al día por Dan O’Bannon (1946-2009) y Ronald Shusett (1935). En su estructura, el suspense de la primera parte eclosiona en el terror desarrollado en la segunda, si bien, prevalece el primero de forma calculada, como cuando Brett (Harry Dean Stanton) busca a la mascota del grupo, el gato Jonesey. Asimismo, cuando el reservado Ash (Ian Holm) efectúa sus análisis en la enfermería, la cámara adopta similar postura o recorrido al descrito al inicio de la película, aunque esta vez, el ángulo se corresponde con el de la teniente Ellen Ripley (Sigourney Weaver), como no tardamos en averiguar. Un momento en el que se muestra al oficial científico ingiriendo un producto lechoso. Más tarde, cuando Kane yace en la enfermería, también resulta inquietante otro plano sostenido en contrapicado, mientras algunos compañeros penetran en la sala, una vez que el intruso parece haber desaparecido. Pese a todo, un instante de relativa calma lo proporciona el capitán Arthur Dallas (Tom Skerritt) en su escucha de Mozart (1756-1791) en la cabina de comunicaciones. Como antes adelantaba, uno de los aciertos de la película reside en el hecho de que la nave pasa de ser un escenario más o menos conocido, a un lugar traicionero e inexplorado.


Junto al espléndido empleo del sonido y la incorporación de otro personaje “neutro” pero fundamental, como es el computador “Madre”, destacan la fotografía del poco prodigado Derek Vanlint (1932-2010), y todo el aparato de decorados y efectos especiales, incluido el diseño del monstruo, por parte del artista suizo Hans Rudolf Giger (1940-2014) y el diseñador italiano Carlo Rambaldi (1925-2012). Es muy extraño de describir, comenta el capitán Dallas cuando contempla la estructura con extraños orificios de la nave extraterrestre y su intrincado y correoso interior. A lo que se suma el descubrimiento del esqueleto extraterrestre fosilizado (invadido a su vez por otra criatura extraterrestre). De modo que el misterio también anida en las entrañas de esta nave varada en un planeta ajeno.

La música se acopla bien, lo que no obsta para esos instantes a los que me refería donde se haya ausente, como sucede en la escena del surgimiento del animal de su capullo. Sí que destaca en los posteriores momentos de desolación, desconcierto y pesar por lo sucedido; momentos de soledad y vacío (espacial, en toda su dimensión). La antedicha secuencia de la búsqueda del gato también está desprovista de acompañamiento musical, de modo que este pasa a ser más significativo y menos obvio, nada redundante.

Inolvidable es la exploración del planeta y su fatal descubrimiento, como sabemos, atendiendo a una fuente de emisión desconocida. Una secuencia en la que las comunicaciones internas entre los miembros de la Nostromo se interrumpen por un turbador periodo de tiempo.


La ejecución cinematográfica es clásica, limpia y precisa, al igual que el montaje efectuado por Terry Rawlings (1933) y Peter Weatherley (1930-2015). Como los aficionados saben, quedó al margen una secuencia en la que uno de los supervivientes encuentra en la Nostromo la estructura ósea y viscosa en la que algunos de sus compañeros han sido metabolizados. El episodio final de supervivencia está muy bien desarrollado, e incluye una reminiscencia de La mujer y el monstruo (The Creature from the Black Lagoon, Jack Arnold, 1954), con el personaje desvestido y la bestia camuflada en el interior del transbordador de emergencia.

Los admiradores también conocen de sobra las influencias de la efectiva película de Scott, desde It, the terror from Beyond the Space (Edward L. Cahn, 1958) a Terror en el espacio (Terrore nello spazio, Mario Bava, 1965), sin contar con innumerables capítulos de series de televisión. Yo me permito añadir a la lista el relato Un horror tropical (A Tropical Horror, 1905), escrito por el excelente William Hope Hodgson (1877-1918), en el que una extraña criatura se ceba con la tripulación de un navío en alta mar. Se añade a un amplio inventario en el que figuran Diez negritos (Ten Little Niggers, 1939) de Agatha Christie (1890-1976), Vampiro telepático (Junkyard, 1953), de Clifford D. Simak (1904-1988), o el recientemente editado en español Oscuro destructor (Black Destroyer, 1939) de Alfred Elton van Gogt (1912-2000), publicado en la antología Terrorvision por Valdemar (2018).

Como apunte final, quisiera añadir que el abanico de dobladores al español es igual de remarcable.

Escrito por Javier Comino Aguilera 


Melancolía, de Lars von Trier

08 febrero, 2016

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Desde que el arte es arte, al menos como lo entendemos en la actualidad, han existido corrientes que han tratado de plasmar su enfoque o su ideología en sus creaciones. Sin embargo, lo cierto es que, simplificando las cosas, podemos hablar de dos movimientos divergentes: la tradicionalista y la rupturista. En la mayoría de las ocasiones, ambas formas de ver el arte se enfrentan, una considerando a la otra como fútil o vacía, o bien creyéndola poco innovadora, alejada de la crítica o de mensajes que inquieten a la audiencia. Sea como fuere, siempre he considerado personalmente que la mejor opción era lograr un camino intermedio, es decir, ser capaces de, sin renunciar a la tradición, lograr una innovación que no estuviera carente de sentido, fuerza, mensaje o rigor. Por supuesto, contraria a esta opinión, hay muchos fanáticos de uno u otro bando.

Esta introducción se relaciona con el director al que nos acercamos, el polémico Lars von Trier, cuya carrera cinematográfica ha destacado por tratar de pertenecer a una corriente poco dada al acomodo, sino, por contra, a remover los cimientos de pensamiento del espectador, en ocasiones adhiriéndose o creando un paradigma (el célebre Dogma 95), o bien rompiéndolo según los proyectos que tuviera en mente, organizados generalmente en forma de trilogías. 

Hay ciertos esquemas habituales en el director danés, como una duración amplia o, quizás, exhaustiva, la influencia del teatro o el tratamiento de fuertes conflictos sociales y personales. Su capacidad dramática queda demostrada en obras tan rasgadas como Bailar en la oscuridad (2000) o Rompiendo las olas (1996), que forman parte de su trilogía Corazón dorado, aunque hoy nos centraremos en una de las películas que conforman su Trilogía de la depresión, a la que se suman las polémicas Anticristo (2009) y Nymphomaniac (2013); todas ellas, por cierto, tratando algún género cinematográfico concreto, generalmente alterando sus paradigmas: desde el musical, hasta las películas de terror o la pornografía.


Melancolía (Melancholia, 2011) es una pieza que aborda temas propios de las películas de desastres o de la ciencia ficción: un enorme planeta viaja en el espacio y se acerca peligrosamente a la Tierra, colisionando finalmente con ella y destruyéndola. Sin embargo, no se trata aquí de ver, como en otras ocasiones, las formas de impedirlo, la superación de los problemas o incluso a grandes héroes tratando de huir de la catástrofe, sino de observar las reacciones que este hecho causa en personajes corrientes, adentrarse en la psique humana que espera la destrucción. En efecto, hay en el fondo de esta película un gran eco de reflexiones trascendentales sobre lo que supone nuestra especie y, especialmente, su mortalidad y su vida, tan breve en tiempos espaciales. Pero no se aborda esa trascendencia, no hay juegos pomposos ni se trata de ofrecer un discurso ni de esperanza ni de desesperación: solo mostrar nuestra fragilidad y nuestra fortaleza.

La grandilocuencia la reserva Von Trier para la estética de la película, como podemos observar con el montaje a cámara lenta de imágenes oníricas, potenciadas con el preludio de Tristán & Isolda de Wagner inundando la escena, que da inicio a la obra. En estas imágenes metafóricas se trata de sintetizar todo lo que el espectador va a contemplar, incluso desvelando el misterio sobre el destino de la Tierra desde el principio. Tras ello, el montaje se divide en dos partes, tituladas a partir de los nombres de las dos hermanas protagonistas: la primera, Justine (Kirsten Dunst), centrada en su boda y en mostrar a un personaje embargado en una especie de peculiar carácter melancólico, la segunda, Claire (Charlotte Gainsbourg), nos mostrará la trama centrada en el descubrimiento del planeta Melancolía y su acercamiento a la Tierra.


La primera parte de la película es, sin duda, la menos interesante. Versa sobre la desdichada y catastrófica boda de Justine, con un estilo visual ágil, incluyendo elipsis, cambios de situación, preferencia por la cámara en mano o la sensación de cierto descontrol temporal. Sin embargo, su contenido argumental es pesado, se trata de enfocar a un personaje que actúa ajeno a lo que sucede a su alrededor, a pesar de ser la protagonista, embargada de esa melancolía.

A partir de esta primera ruptura, se trata de romper con las estructuras convencionales. En primer lugar, la familia se muestra fragmentada y puesta en evidencia por sus miembros, ni siquiera la aparente complicidad entre el padre, Dexter (John Hurt), y la hija se satisface, aunque haya cierta concordancia por parte de algunos personajes en evidenciar la locura de la madre, Gaby (Charlotte Rampling), y Justine. En segundo lugar, el rito convencional del convite matrimonial, engalanado aquí con toda la opulencia posible, se ve interrumpido continuamente, para disgusto de Claire, que se había encargado de organizarlo todo.


Por último, cabe destacar la ruptura que ejerce Justine sobre toda su vida anterior hasta ese momento por su melancólica y desinhibida personalidad: acaba con su matrimonio el mismo día que empieza, además cometiendo adulterio, provoca su despido y permite el desastre en el convite y en su familia sin hacer nada. En definitiva, todas las falsas apariencias desaparecen. No obstante, parece haber una razón para que Justine se comporte así, como se vislumbra en su inquietante observación al cielo, como si intuyera el final del mundo, subrayando además tal poder sobrenatural precisamente con la única conexión entre esta primera parte y la segunda, un hecho trivial como el número de alubias que contenía una botella durante la boda.

No se deja de tener la sensación de que Von Trier resulta excesivo. A lo largo de esta primera parte, remueve al espectador, hace que trate de buscar una explicación a lo que está viendo, incluso podemos teorizar y argumentar sobre lo que hemos visto, con mayor o menor acierto, pero al final se puede concluir que se excede en todo lo que trataba de plasmar en esta primera parte, remarcando continuamente el comportamiento de Justine y su colisión con la vida que llevaba y con la que se esperaba que llevara a partir de ahora. En conclusión, la parte más vacía de la película debido a su expresa languidez, sin tensión ni interés narrativo.


La segunda parte seguramente sea más significativa, dejando atrás el melodrama inicial por una unión más trascendental entre la belleza de la amenaza mortal y el fin de la humanidad, lo que acaba por representarse en los personajes en pantalla, con un plantel más reducido que al principio: las dos hermanas, Justine y Claire, junto al marido, John (Kiefer Sutherland) y al hijo, Leo (Cameron Spurr) de la segunda. En ellos se resume los sentimientos y las resoluciones posibles, al menos las más importantes, ante el acontecimiento que sobreviene y que supone el final de la película.

Un relato más centrado, que parte de la depresión de Justine y el cuidadoso trato de su hermana para que se recupere y se invierte al mostrar que tal estado es, en realidad, una catarsis conseguida gracias a la certeza que le proporciona Melancolía. La actitud de Justine en esta segunda parte formará una verdad inalterable frente a la inestable y frágil defensa de Claire ante un final absoluto, provocando así la inversión de papeles entre ambas hermanas. Justine, en cierta forma, pertenece y está seducida por Melancolía, mientras que Claire está más unida a la Tierra y, por tanto, a lo que somos los humanos. Ella mostrará la desesperación por el final, la futilidad de nuestras costumbres y nuestra incapacidad para desprendernos de todo.


En el marido de Claire, John, observaremos una última ruptura: la convicción en la ciencia. El sustento religioso y las convenciones sociales habían sido liquidadas en la primera parte, pero el poder de la objetividad y la verdad científica permanecían intactas y defendidas de forma reiterada por este personaje (Los verdaderos científicos no dicen que vaya a chocar contra la Tierra. Los profetas del desastre dicen cualquier cosa para llamar la atención, pero todos los científicos de verdad están de acuerdo en que no chocará). El poder de los datos llega a tranquilizar a Claire, pero cuando se confirman las teorías tachadas de paranoicas o conspiratorias, entonces surge la crisis del personaje, con un cambio de actitud evidente, llevándole ante un panorama distinto al esperado y, por tanto, a una resolución definitiva y desesperada, pero también egoísta para el resto.

Frente a la elipsis de John, Von Trier ensalza y persigue el dramatismo de Claire, que sufre una revolución interna al confirmar sus sospechas y que trata de huir, aunque algo no se lo permita (de todas formas, otra ruptura más: no hay salvación posible en la huida, porque no hay lugar a donde huir). Sin embargo, como ya mencionábamos, Justine permanece con entereza ante esta nueva situación, quizás porque ella ya lo sabía y había pasado por esas fases, convirtiéndose finalmente en una especie de profeta de Melancolía.


Debemos destacar, por otra parte, las decisiones en el campo técnico. La fotografía de Manuel Alberto Claro es preciosista, de caracteres oníricos, especialmente poderosa en su juego de luces durante la segunda parte. La primera parte de la película recuerda al estilo visual de las obras anteriores de Von Trier, como en Rompiendo las olas, pero menos radical. El uso musical de Wagner otorga potencia a la imagen, aunque pueda resultar ocasionalmente excesivo.

En el campo del reparto, se ha alabado de forma general la actuación de Kirsten Dunst, pero prefiero destacar la de Charlotte Gainsbourg, por considerarla más cercana a cierto atisbo de humanidad. Sin duda, Dunst se asemeja más al tipo de rol habitual de las protagonistas femeninas de Von Trier, lo que, por otra parte, es señal de cierto carácter artificioso para el espectador. El resto de personajes soportan sus roles, escasos en su mayoría y con pocos detalles a destacar. Sin duda, Dunst y Gainsbourg soportan realmente todo el peso actoral de la película. 


Se ha defendido mucho la novedad de la obra y su ruptura al mostrar desde el principio el final, restando intriga y centrando la atención en lo humano, algo posiblemente nuevo en cine, pero no en literatura, como podemos recordar por Crónica de una muerte anunciada (García Márquez, 1981). Pero es cierto que la película va más allá, dado que propone el fin de todo lo que conocemos, sin salvación posible. Existe aquí una tragedia que trasciende el ente personal e influye en la colectividad: el vacío, la nada, la inexistencia se hace presente. Una cuestión que se revela desde el principio, con los planos espaciales del prólogo, y que toman toda su fuerza en la desesperación final de Claire, aunque hasta entonces hayamos estado en un tira y afloja argumental ligado a romper esquemas occidentales (si acaso la destrucción de todo no suponía suficiente ruptura con el horizonte de expectativas de cualquier película de desastres).

Cuando he tenido la posibilidad de acercarme a la literatura de Borges, he comprobado con asombro cómo a partir de ideas argumentales simples, creaba un texto expansivo, intrincado, repleto en ocasiones de referencias, a veces vacías, pero geniales, y todo ello para acabar con la sensación de que se había puesto mucho para adornar algo definitivamente más sencillo. Con ello, no pretendo restar valor al escritor argentino, como tampoco se lo quito a Von Trier, aunque al final este tipo de lectura o de visionado pueda acarrear una decepción evidente: descubierta cierta interpretación, los adornos resultan superfluos, a pesar de que lo interpretado pueda resultar brillante y dé señales de cierta genialidad del creador. Al final, lo más interesante es que la obra nos lleve a reflexionar, y lo peor es que seamos capaces de encontrar su vacío.


Allá donde la seguridad de la ciencia o las creencias no llegan, Lars von Trier toma prestado un recurso ancestral para conferir un final dulce al personaje inocente de la película, Leo, el hijo de Claire, la última forma de las cuatro mostradas para percibir este peculiar apocalipsis. A través de un cuento fantástico, le promete la supervivencia, a pesar de que todos son conscientes del final definitivo. Y en ese cuento, en esa promesa fantástica de seguridad, se cierra la película con la devastación, la comprobación de nuestra fragilidad, aunque la fantasía permanezca en la mente del personaje y, ¿quién sabe?, en la del espectador.

Escrito por Luis J. del Castillo




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