Que no. Que
no subo en ascensor. ¿Y Bajar? Tampoco. Desde 1983, que ya ha llovido. No tiene
nada que ver con la película. O tal vez sí…
Efectiva
muestra de terror tecnológico, El
ascensor (De lift, Sigma
Films-Warner Bros., 1983), del realizador holandés Dick Maas (1951), se centra
en los vericuetos de la tecnología, desde el punto de vista del horror y la ciencia
ficción. Una tecnología habitual y cercana para nosotros, cotidiana, y por esa
razón, tan terrorífica cuando nos traiciona.
Esta idea estimulante de las máquinas “rebelándose” contra el ser humano ha sido desarrollada con inteligencia en narraciones escritas y filmadas. Tomando su propia iniciativa. En el caso de El ascensor, un rayo impacta en la maquinaria. De esta manera, el artilugio parece cobrar vida. Pero esta es la trampa del relato, su subterfugio, pues las razones del “comportamiento” del alambicado mecanismo serán otras, como habrá ocasión de averiguar. No es la de Dick Maas una historia basada únicamente en la exposición de una fobia, en este caso, el quedar atrapado en un lugar angosto. Esto ya ha sido expuesto en telefilms como Pánico en el ascensor (Claustrophobia, Jerry Jameson, 1974). La suya es una propuesta centrada de soslayo en nuestra dependencia de los mecanismos artificiales.
Esta idea estimulante de las máquinas “rebelándose” contra el ser humano ha sido desarrollada con inteligencia en narraciones escritas y filmadas. Tomando su propia iniciativa. En el caso de El ascensor, un rayo impacta en la maquinaria. De esta manera, el artilugio parece cobrar vida. Pero esta es la trampa del relato, su subterfugio, pues las razones del “comportamiento” del alambicado mecanismo serán otras, como habrá ocasión de averiguar. No es la de Dick Maas una historia basada únicamente en la exposición de una fobia, en este caso, el quedar atrapado en un lugar angosto. Esto ya ha sido expuesto en telefilms como Pánico en el ascensor (Claustrophobia, Jerry Jameson, 1974). La suya es una propuesta centrada de soslayo en nuestra dependencia de los mecanismos artificiales.
Cuando a unos comensales se les corta la digestión de forma abrupta, ha llegado la hora de revisar los componentes del elevador. Su “irracional” comportamiento coincide con una noche de tormenta. El nuevo encargado de mantenimiento de la empresa instaladora es Felix Adelaar (Huub Stapel), que vive de forma modesta pero agradable junto a su esposa Saskia (Josine van Dalsum) y sus dos hijos, Bertie (-) y Karen (-). Las relaciones familiares suelen ser motivo de preocupación en las tramas cinematográficas. El ascensor no es una excepción. De hecho, el propio Dick Maas abordó este asunto de forma abiertamente guasona en la posterior Una familia tronada (Flodder, 1986).
El matrimonio Adelaar está en esa fase en la que los miramientos y atenciones han dado paso a los reproches, y la ilusión ha cedido su espacio a la rutina. Hay un buen detalle, en este sentido, en las chapas de botellas de refrescos que acumula Saskia en una caja de latón. Si consigues cien chapas entras a formar parte de un concurso, premiado con un viaje. Todo muy difuso, aunque sin pérdida de la esperanza.
El edificio donde se va a centrar la acción es un complejo de oficinas para empresas, no todas en uso, con un conocido restaurante en el último piso. Quince plantas en total. Hay tres ascensores en el edificio. El díscolo es el de en medio.
El planteamiento y desarrollo resulta bastante sencillo, aunque subyacen ideas de interés. La desgana –más que incompetencia- policial, es una de ellas, en la figura del inspector de turno (Siem Vroom). También, cómo las empresas nos usan como conejillos de indias (herencia del reciente Alien [íd., Ridley Scott, 1979]). Así, la primera víctima de esta tecnología “de nueva generación” es el invidente Marius Vink (Onno Molenkamp), seguido de un vigilante de seguridad (Gerard Thoolen). Todo ello aderezado con algunas tópicas gotas de erotismo oficinero (esposas casadas que se insinúan al mejor amigo del esposo), retozos para hacer tiempo.
Mientras prosigue con sus pesquisas y chequeo, Félix entra en contacto con un compañero recién retirado, Brooker (Ad Noyons). Este sufre serios trastornos psicológicos que coinciden con su última inspección del ascensor de marras. Al punto de acabar en una institución psiquiátrica. La entrevista con uno de los encargados de la Rising Sun, el señor Crom (Hans Veerman), tampoco arroja mucha luz. Pero la luz llega, y resulta cegadora. Lo hace a través de un procedimiento cinematográfico tan ancestral como intrínseco. El de un protagonista que toma las riendas del relato; en consecuencia, de su propia vida. Aquel que se enfrenta al sistema y a los demás por sí mismo, sin más cuartada ideológica que la defensa de su libertad de criterio y acción.
Estamos en el ámbito de la inteligencia artificial, cuyo recorrido sugestivo ha dado nombres tan señeros como HAL 9000, Colossus o Proteus (Engendro mecánico [Demon Seed, Donald Cammell, 1977]). Inolvidables todos, y a los que se suma nuestro montacargas, no por falta de un apelativo, menos levantisco y desobediente.
Félix no está del todo solo, lleva a cabo sus investigaciones con la periodista Mieke de Beer (Willeke van Ammelrooy). Su relación se afianza, pero no al extremo que sospecha la esposa del primero. Dentro del drama, se evidencia cómo este entramado de intereses perjudica la relación laboral y estructura familiar de Félix. Ambas cosas, no por su culpa, sino de los demás: su jefe (Ab Abspoel) y los amigos de Saskia, que le han predispuesto a que su marido la está engañando.
Destaca muy favorablemente todo el segmento final en los intersticios del ascensor, cuando Félix decide investigar por su cuenta… y riesgo.
Tras este tonificante debut en la dirección, con el que Dick Maas alcanzó cierta notoriedad, y tras la comedia antes citada, el realizador holandés volvió a hacerse un hueco en las estanterías de los videoclubs y las inmediatas programaciones televisivas con otro relato de suspense. De inteligente título en inglés. Amsterdamned, subtitulada en español Misterio en los canales (Concorde-First Floor Features, 1988). Según parece, basada en una novela policiaca cuyos datos desconozco.
Tuvo bastante predicamento en su día y se sigue viendo con agrado. Pero su desarrollo y exposición resulta más previsible. Como el empleo visual de la arquetípica cámara subjetiva. Idea primorosa es mostrar la capital de Holanda como un lugar poblado por personas no siempre simpáticas. Como el dueño de una pastelería, y otros personajes a pie de calle.
En su investigación, Eric entra en contacto con el psiquiatra Martin Ruysdael (Hidde Maas), una amiga de este, la buceadora Laura (Monique van de Ven), y su colega John van Meegeren (Wim Zomer), de una división especial de buzos. La película se beneficia de una bien llevada persecución por los canales holandeses, en lancha. Pero que desemboca en el antedicho y previsible final, el de un maniaco cuya identidad se esclarece pero cuyo rostro queda indefinido (está desfigurado).
Ahí se
desenvuelve Eric Visser (Huub Stapel de nuevo), policía de recursos cuya acción
encuentra su mejor enemigo en la burocracia. Está divorciado –a la fuerza,
porque la mujer lo dejó por otro tipo-, y tiene una hija, Anneka (Tatum Dagelet),
cuyo principal entretenimiento es quedar con su compañero de estudios Willy (Edwin
Bakker), para experimentar con la percepción paranormal, al margen de la normal.
La ocurrencia es atractiva, pero más allá de la mera exposición, no alcanza una
más excitante conclusión. La investigación policial desemboca en la búsqueda de
un sádico, cuya identidad se desconoce hasta los últimos minutos del tercio
final.
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