El autocine (CIX): Class, de Lewis John Carlino, y Lío en Río, de Stanley Donen

14 abril, 2023

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El presente artículo puede contener revelaciones (spoilers) de las dos películas referenciadas.
 
En su reciente libro, Himno de retirada: la muerte de la libertad de expresión y por qué nos saldrá cara (Recessional: The Death of Free Speech and the Cost of a Free Lunch, 2022; Deusto, 2023), Premio Pulitzer en 2022, el notable dramaturgo, guionista y realizador cinematográfico David Mamet (1947), recuerda que cada vez somos más, aun siendo pocos, los que nos alzamos contra la asfixiante “cultura” de la cancelación que pervierte la sagrada libertad de expresión (que no es lo mismo que de ofensa), frente a la proliferación de un cine y literatura adoctrinadora y moralizante -la nueva y extremada moral no religiosa-, que el autor tilda de matonismo cultural. Alain Finkielkraut (1949) hace lo propio en La posliteratura (L'après littérature, 2021; Alianza, 2023).

Hubo una época en que la libertad de creación no veía abuso en cada fotograma, página o lienzo, porque el público entendía que se trataba de personajes actuando, bien, mal o regular, pero siempre en representación de la compleja naturaleza humana, y no como un modelo a seguir.

El macartismo se ha dado la vuelta. Pero aquí está.
 

Nada de esto nos interesa a la hora de disfrutar de un afable entretenimiento. Nadie me va a decir a mí lo que debo ver, leer o escribir, ni cómo. Por eso nos sumergimos una vez más en una década donde la libertad brilló con especial efervescencia y esperanza de cara al futuro (cara que después nos partieron). Ninguna de estas piezas es una obra maestra. Ni lo pretenden. Pero son películas, además de definidoras de su época, como todo buen cine gustoso, narraciones divertidas, buenas representantes del género de la comedia.

La primera a la que me referiré es Class (íd., Orion-MGM, 1983), escrita por Jim Kouf (1951) y David Greenwalt (1949). Su director, Lewis John Carlino (1932-2020), no es excesivamente relevante como realizador, pero sí como guionista. Es el responsable de títulos tan estimulantes como Plan diabólico (Seconds, John Frankenheimer, 1966), La zorra (The Fox, Mark Rydell, 1967), Mafia (The Brotherhood, Martin Ritt, 1968), Un reflejo de miedo (A Reflection of Fear, William A. Fraker, 1971), Fríamente, sin motivos personales (The Mechanic, Michael Winner, 1972), Los días impuros del extranjero (The Sailor Who Fell from Grace with the Sea, 1976), El don del coraje (The Great Santini, 1979), estas dos últimas dirigidas por él; Resurrección (Resurrection, Daniel Petrie, 1980) o Verano atormentado (Haunted Summer, Ivan Passer, 1988).

La presente se inserta en una determinada deriva argumental dentro del más amplio género de la comedia, que consiste en el enredo, enamoramiento, o unión burbujeante, de una persona joven con otra más adulta. Nuestro segundo título también.
 
 
Producida por Martin Ranshoff (1927-2017), responsable a su vez otros títulos apreciables, Class es una comedia sin pretensiones intelectuales, pero tampoco intrascendente. El joven Jonathan (Andrew McCarthy) marcha a la universidad, a la Academia Vernon, situada en Vermont (EEUU), en un juego de parónimos. Un lugar encantador y otoñal, rodeado de bosques. En uno de ellos se dará de tortas con su compañero Franklin. Pero no adelantemos acontecimientos.

Jonathan es de Pittsburgh (Pensilvania, EEUU). Pórtate bien, le dice el padre. Y teniendo en cuenta las circunstancias y calentones de la adolescencia, el hijo no desobedece al padre. Tras un inicio que parece participar de los aspectos típicos de la comedia más chusca, como engatusar a Jonathan para desfilar con ropa femenina por el campus, una prueba de humildad, según los estudiantes implicados, la narración ofrece derroteros más pizpiretos. Que incluyen la visión de los alumnos fumando. Algo que en la actualidad se ha convertido en pecado (la sumisión ideológica no, esta se sigue postulando como la Gran Salvadora).

El compañero de cuarto de Jonathan es Franklin Barrows IV, apodado Skip (Rob Lowe). Ambos se hacen buenos amigos, de los que pactan su amistad: una idea siempre atractiva, y marchan de correría nocturna en pos de algunas citas clandestinas. Sin demasiado éxito. A plena luz del día las cosas no salen mejor, como reafirma la visita “social” a las secretarias del Comité del Baile Anual (de Halloween), de Foxville, el colegio femenino que equivale al de los chicos.

Pero Franklin le da a Jonathan un consejo de oro: mientras seas virgen nadie estará a salvo. La prueba que ha de atestiguar la defunción de tal virginidad queda establecida: atesorar las bragas de la “afortunada” (una ocurrencia trasladada a 16 velas [Sixteen Candles, John Hughes, 1984]).
 

Con cien dólares de Franklin en el bolsillo (de 1983), Jonathan da comienzo a sus aventuras sentimentales por la gran ciudad. Los primeros intentos de ligar resultan un desastre. Hasta llegar al ascensor. Símbolo mecánico de la subida de tensión y… la autoestima. Recientemente veíamos los desmanes que pueden acontecer en el interior de un ascensor. El de esta narración tampoco le anda a la zaga. En un sentido más animoso. Lo que nos lleva a otro resquicio argumental, afín a la comedia, el de hacer el amor en público (o su puesta en escena fingida, como sucede en Doble cuerpo [Body Double, 1984], o la injustamente despreciada Femme fatale [íd., 2002], ambas de Brian de Palma [1940]).

En cualquier caso, la buena de Jacqueline Bisset (1944), ya había probado suerte con alguien más joven, incluso con un desconocido, en los aseos de un avión, en la admirable Ricas y famosas (Rich and Famous, George Cukor, 1981).

La noticia del triunfo de Jonathan (no así la identidad de la beneficiada), no tarda en correr por todo el campus. Jonathan lo ha logrado. El resto de traseros en peligro pueden sentarse aliviados. El respeto hacia Jonathan, sustentado en las antedichas pruebas, sube como la espuma. Solo hay un problema: la mujer en cuestión resulta ser la madre de Franklin.

¿Y quién ha seducido a quién? La iniciativa la ha tomado la dama, Ellen Burroughs (Jacqueline Bisset, tan guapa y profesional como siempre). Y Jonathan se ha prestado gustoso. Tanto, que ambos han decidido repetir sus encuentros.
 

Disfrutar sin restricciones. Hic et nunc. Pero el guión es lo suficientemente hábil como para alojarnos en el siguiente nivel, aquel que acerca el sexo al amor, apenas diferenciados en la mente dieciochesca de Jonathan. ¿Qué pasa cuando el sexo se transfigura en amor, por parte de cualquiera de los integrantes? Nada más elocuente que la imagen del joven arrancando unas flores en un arriate para regalárselas a Ellen. Estar en brazos de la mujer madura también plantea otro problema. Que esta ya tiene su vida hecha. Mejor o peor. El que Jonathan forme parte de la misma no parece tarea sencilla, máxime cuando su compañero de estudios, Franklin, descubre todo el asunto (la posibilidad de madurez y perspectiva de tener una vida hecha por parte de la sociedad actual parece una aspiración cada vez más lejana, abocados a un estado asistencial).
 
¿Quién será el primero en arriesgarse y decir te quiero? Generalmente, quien lo hace, pierde.

Jonathan cree que ello es debido a que es menor de edad (en EEUU a los veintiún años). Pero eso a ella le importa un pito. Ha descubierto que es un amigo cercano de su hijo.

Una buena línea de diálogo, de comedia clásica, la hallamos cuando el señor Burroughs (siempre eficaz Cliff Robertson), le espeta a Jonathan, creo que tú y yo tenemos algo en común (referido a su capacidad de emprendimiento). El de los Burroughs es un matrimonio desavenido. Estás representando a esta familia, le recuerda el esposo a Ellen, atenazada por la presencia de Jonathan en su propio hogar (invitado por su hijo). Los amigos confraternizan, se llevan bien, como muestra el plano de los jóvenes en el lago cercano a la casa familiar, por la noche. Jonathan no sabe cómo salir del embrollo sin herir a Franklin. ¿Nunca te has preguntado si tus padres se quieren?, inquiere este último a Jonathan, sabedor de que el de sus progenitores no es un desposorio idílico.
 

Lo que comienza siendo una típica comedia de adolescentes, deriva (sin grandes aspavientos), en un relato con cierta carga de profundidad. La relación entre un “menor” y un adulto. Para colmo de males, en la facultad acontece una investigación por parte del señor Balaban (el entrañable Stuart Margolin), de la Oficina del Fiscal. ¿Qué será lo que busca? ¿Y a cuenta de quién? Se sospecha que va tras el fraude de un examen de ingreso (la Selectividad). Y en efecto, alguien parece haber metido la pata…
 
El ritmo de Class (clase, referido a categoría, nivel, o aula), es suelto y dinámico. Uno de sus mejores vericuetos lo hallamos en el hecho de que el acrecentamiento amoroso no se consolida entre los amantes, en tanto que sí se acaba fortaleciendo la amistad entre los amigos, pese a dirimir sus diferencias duoparentales en el mencionado bosque.
 
Hasta cierto punto escandalosas, bienhalladamente escandalosas, matizaría yo; a veces aparatosas y con gags de distinto pelaje, películas en la órbita de Class destacan por su libertad. No necesariamente grosera (como ocurre con el actual vocabulario: por supuesto que cada plasmación cinematográfica o musical refleja el nivel cultural de su época, y la presente no es la más refinada; ni en las aulas ni en ningún sitio). Sin salirnos del marco narrativo establecido por joven-persona adulta, se me vienen a la cabeza otros títulos como, alterando un poco la esencia, El mayor y la menor (The Major and the Minor, Billy Wilder, 1942), o ya abiertamente, Malicia (Malizia, Salvatore Samperi, 1973), Me gusta mi cuñada (Peccato veniale, Salvatore Samperi, 1974), La primera lección (Private Lessons, Alan Myerson, 1981), o Mi tutor (My Tutor, George Bowers, 1983).

Como curiosidad final, la música quedó en manos del gran Elmer Bernstein (1922-2004), nada ajeno en aquellos tiempos a los pagos de la comedia.
 

El dueto para este artículo y filigrana argumental lo conforma Lío en Río (Blame It on Rio, Sherwood Productions, para 20th Century Fox, 1984), del sagaz e inteligente Stanley Donen (1924-2019). En los últimos años de su carrera, Donen acometió trabajos dignos en el ámbito del drama, el cine retro o la ciencia ficción. Con poco reconocimiento por parte de determinada crítica en aquel momento, tan desafortunada como cabía esperar. Lío en Río fue su última película, de forma prematura, pues como sucediera en el caso de Billy Wilder (1906-2002), aún tenía bastantes cosas que decir, y creatividad que mostrar, antes de que los estudios y aseguradoras decidieran cerrar la financiación a gentes que consideraban mayores para que los cubriera el seguro médico. Abocado a telefilms y proyectos frustrados.

Basada en una película francesa, Un moment d’égarement (Claude Berri, 1977), Lío en Río fue producida y dirigida por Stanley Donen, escrita por Charlie Peters (1951) y Larry Gelbart (1928-2009), y contó con la fotografía de Reynaldo Villalobos (1940). El realizador contrapone a los actores/personajes directamente con la cámara, por sus acciones. Estos miran de frente al público y, desde su presente, tratan de analizar lo que ha sido su pasado. Su formal o alocada vida hasta ese momento, a través de comentarios que sirven de contrapunto humorístico a las imágenes “reales”.

Ocurrió el año pasado. En las vacaciones hay muchas sorpresas, anticipa Matthew Hollis (Michael Caine, estupendo en la trama). Sobre todo, si uno va al lugar donde la gente se divierte, Rio de Janeiro. Matthew tiene un amigo y compañero de ocupación en Victor (sic) Lyons (Joseph Bologna). Ambos trabajan en Sao Paulo, el Nueva York de Brasil.

La comédie humaine se completa con Karen, la esposa de Matthew (una chispeante y versátil Valerie Harper), de quien Michael Caine guarda muy gratos recuerdos en su primer libro de memorias: Mi vida y yo [What’s It All About, 1992; Ediciones B, 1993]); la hija de estos, Nicole, Nikki (Demi Moore), y Jennifer (Michelle Johnson), la correspondiente a Victor, en proceso de separación de su esposa (a la que no vemos).
 

Comedia sabrosona, tan comprometedora como elegante, se dijera lo que se dijera, Lío en Río nos muestra a un Stanley Donen en plena sazón. Con la eficacia de la puesta en escena y el humor de los diálogos. En una época en la que esto parecía posible sin caer en el exceso. Esto es, la verborrea, el tópico o el mal gusto de una retahíla de diálogos apresurados y atropellados, como la mayoría de los actuales (será para que los nuevos espectadores de pantalla táctil no se duerman).

Durante años he guardado con cariño la banda sonora de Lío en Río en vinilo (en la carpeta pone 16 de enero de 1993: siempre indico la fecha de adquisición en mis discos, una colección que inicié a los quince años). La componen cancioncillas pegadizas y dicharacheras, a cargo del competente Kenneth Wannberg (1930-2022; recientemente fallecido, y cada vez más a reivindicar, habida cuenta de la insulsez del actual panorama de la banda sonora). Wannberg no fue solo compositor, sino un imprescindible arreglista e ingeniero de sonido, sin el cual, el trabajo de otros músicos más reconocidos, no habría brillado a la misma altura (otro caso podría ser el de Dan Wallin [1927]).

Pero volvamos a Río. La anhelada visita a la ajetreada ciudad pilla a Victor en pleno divorcio, como queda dicho, y a Matthew con su esposa en Bahía. Necesita estar sola para, como se suele especificar en estos casos, aclarar las ideas respecto a su también maltrecho matrimonio. Los dos precisan de un descanso en la relación para poder volver a respirar juntos.

En suma, los restantes personajes llegan a Río. A ver si Matthew se anima y Victor se olvida por unos días de los dichosos -en sentido de malhadados-, papeles del divorcio.

Dos chicas adolescentes y una casa de ensueño para pasar las vacaciones, más dos progenitores que no se resignan a su suerte. Mejor apostar y jugar con las leyes del deseo, en un destino picante y confortador, aunque sea de ida y vuelta. ¿No es a lo que se dedica hoy todo el mundo? Los visitantes tienen por vecino al solícito Eduardo Marques (José Lewgoy), dueño de un distinguido restaurante en la ciudad. Cuando se desata la “tragedia”, Eduardo pone toda su infraestructura y voluntad al servicio de los atribulados padres.
 

En el camino de ida, por avión, el realizador, y sus montadores, George Hively (1933-2006) y Richard Marden (1928-2006), insertan unas imágenes emblemáticas de la encantadora Volando hacia Río de Janeiro (Flight Down to Rio, Thornton Freeland, 1933). La desinhibición de las playas sofocantes, causa estragos en las mentalidades anglosajonas. Siempre tuve un problema con la desnudez, incluida la mía, detalla Matthew, sin dejar de ruborizarse ante la cámara. Una imaginación constreñida por sendos matrimonios (sobre todo Matthew, que sigue queriendo a Karen), en la que se empiezan a operar cambios determinantes. Victor es más lanzado, en seguida encuentra consuelo en una moza desenvuelta, también separada recientemente (Betty von Wien). En cuanto al pobre tío Matthew, como lo tilda Jennifer, no se queda atrás. A su pesar. Las mudanzas, estrictamente hormonales, tanto en jóvenes como en adultos, alcanzan a hijas y padres. Tales alteraciones son proclives a cualquier edad. Sabedora de que la situación del matrimonio es mala, y de que se siente indefectiblemente atraída por el tío Matthew, Jennifer se lanza. La chica está enamorada del consternado adulto. Siempre ha ocupado el primer puesto en su lista de primeros amores de juventud. No importa que él le doble la edad. Sí que la chica lleve un diario, como muchos adolescentes. Con apoyo de una Polaroid (ahora sería Instagram).

Tienes que olvidarlo, le insta Matthew, que de pronto se ve sumido en el incómodo juego de hacer patitas bajo la mesa de la cena, frente a Victor. Impelido por este -algo a lo que no se puede negar-, Matthew se ve, asimismo, en la tesitura de tratar de averiguar quién es el don Juan que ha seducido a la hija de su amigo. En uno de los apuntes más jocosos de la película, Stanley Donen juega con la imbricación –nunca confrontación en Brasil- entre paganismo y cristianismo. Lo que proporciona alguna de las chanzas más memorables.
 
 
En la edición en DVD (no ha aparecido en blu ray por el momento), existen dos escenas de la película vueltas a doblar. Para nuestra desgracia. Una vez más, se comete la impudicia de redoblar toda una escena, con voces ridículas, con la excusa de haberse añadido una línea de diálogo no incluida en el estreno de la película. Lo cierto es que yo dispongo de una copia en VHS, y las voces originales se mantienen en dichas escenas. O sea, un despropósito, que deseo se corrija en futuras ediciones (los españoles estamos demostrando ser unos apoltronados -siendo generoso-, a la hora de presentar los productos, ahora en blu ray o en las plataformas, no respetando los sellos de los distribuidores y estudios cinematográficos en demasiados casos).
 
Stanley Donen se despidió del cine con una comedia de alto nivel (hubo una posterior producción, pero para televisión). Todos los amores verdaderos hacen sufrir, declara Matthew a su hija Nikki, al tanto de la cuestión palpitante. Jennifer lo resumirá incluso mejor. Lo sucedido fue debido a la ternura, a sentimientos hermosos.
 
Escrito por Javier Comino Aguilera




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