El autocine (XCVII): Un reflejo de miedo, de William A. Fraker, y El amuleto del diablo, de Philip Leacock

13 mayo, 2022

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La joven Marguerite (Sondra Locke) captura y observa amebas y renacuajos, extraídos de una charca cercana a su casa. Los observa a través de su microscopio. Es una chica solitaria e introvertida. Posee su propio mundo interior, pero en Un reflejo de miedo (A Reflection of Fear, Columbia Pictures, 1971; estrenada al año siguiente), la diferencia con otros muchachos de esta índole es sustancial. Su naturaleza ha sido alterada. No en ningún laboratorio, sino psíquicamente, que para el caso es lo mismo.

¿Por qué motivo?

No podemos contestar a esta pregunta sin desvelarlo todo, pero el hecho es que Marguerite, que está pasando de la niñez a la pubertad, se muestra incapaz de mantener una relación normal con los chicos, en el aspecto íntimo, por esa misma razón. Cuando la proximidad está en ciernes, se produce un distanciamiento, un cortocircuito de la mente. ¿Hasta qué punto influye su amigo Aarón en esto?

Marguerite es, pues, portadora de una gran imaginación. Habla con un “amigo invisible”, el referido Aarón, que se siente celoso por tenerlo algo relegado, ahora que ella se está convirtiendo en mujer. Yo también tengo sentimientos, reclama este a través de una voz -o mente- en off. El hecho de que Aarón sea un muñeco, no impide que este exista psicológicamente.

Muy versada en ictiología y en botánica, a Marguerite le encanta la naturaleza. Las flores y los organismos simples, unicelulares. Pero más que con esta envoltura natural, habrá de lidiar con su propia naturaleza, como se verá, desde el momento en que comienzan a sucederse una serie de hechos abominables dentro de la casa.

Esta, por cierto, es una vetusta mansión junto al mar, de esas que alimentan el género de suspense y terror, especialmente a plena luz del día. Con su jardín cerrado y espacio interior cortocircuitado. Mas allende lo material, este espacio es portador de un clima estancado en lo anímico. Quieto, con la única coloratura del sonido del tic tac de un carillón en la salita-biblioteca, y el latir del corazón de la muchacha; doble latir, si contamos el de su “amigo”.


En esta atmósfera de raigambre determinista, Marguerite aguarda la llegada de su padre, Michael (Robert Shaw), separado de la madre, Katherine (Mary Ure), tiempo atrás. El tiempo parece difuminarlo todo, hasta los despertares, en esta hipnótica película de mirada turbia y compostura poco serena. Se nos hace evidente que la progenitora ha venido ejerciendo un abusivo control y dependencia sobre la hija.

El padre viene con otra mujer, su pareja, la señorita Anne Habor (la excelente Sally Kellerman), en una relación que todavía se está conformando.

Sin amigos “visibles” a la vista y al tacto, de estudios o en las proximidades, Marguerite aguarda con evidente ilusión esta visita, pese a los recelos de la madre y de su tía Julia (Signe Hasso), triángulo que habita la casa, o cuadrilátero si contamos de nuevo con Aarón. Un cambio en su rutinario existir que ya está dando muestras de resquebrajamiento. El padre sabrá comprender a la hija, habida cuenta del ambiente de solapada toxicidad que impera en la casa.

Julia confirma ante Michael que Marguerite es una niña muy especial. A lo que este replica que más bien la ve convertida en una patética muestra de represión.

Chica espabilada y desconcertante (o desconcertada) donde las haya, asistimos a un caso de doble posesión, si tal cosa cabe. Por parte de Aarón, y por parte del binomio madre-tía. Cortadas las ataduras de uno, solo el otro ha de sobrevivir y prevalecer. Perversa relación entre adolescentes -Marguerite y Aarón-, que emerge con rotunda fisicidad, en un entorno de represión y desconfianza de qualité, pero magnética visualización.

Como antes anticipaba, se produce una transgresión, también doble. ¿El sospechoso es de dentro o de fuera de la casa? Más bien parece ser “de fuera”. No es difícil encontrar concomitancias –no exactitudes- con otras piezas inquietantes aposentadas en los márgenes del género, tales como El otro (The Other, Robert Mulligan, 1972), Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), o incluso Carrie (Íd., Brian de Palma, 1976), respecto a la relación madre e hija.


Fuera de la mansión, los exteriores son grises y neblinosos. Húmedos. Marguerite se siente muy vinculada al entorno, como si no pudiera existir en otro lugar. Este ambiente opresivo concuerda, en género y número, con el ofrecido por otras películas afines a un género que, por definición, resulta heteróclito. Pienso ahora en la notabilísima El diablo se lleva a los muertos (Lisa e il diavolo, 1973), de Mario Bava (1914-1980). En cierta manera, la casa es como un útero. Nadie puede salir de ella sin el debido permiso. Materno, claro está. Salvo con los pies por delante. Hasta no estar verdaderamente preparado. Por ende, las salidas al exterior son frías, pútridas, como si a estos personajes también alguien los observara a través de un microscopio. Evasión aparte es la que el lozano Héctor (Gordon De Vol), hijo de una hostelera del lugar, propone a Marguerite. Una travesía por mar. Elemento en el que se ha gestado más de un paseo por el amor y la muerte.

Nada de esto sería posible sin el entregado concurso de los actores y unos primorosos decorados, debidamente alumbrados por la esplendentemente desvaída fotografía del gran Laszlo Kovacs (1933-2007), camarada de Fraker.

En efecto, el aquí realizador William A. Fraker (1923-2010), destacó, principalmente, en el desenvolvimiento de la dirección fotográfica. Baste recordar su impronta en ejemplos como Bullitt (Íd., Peter Yates, 1968), La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, Roman Polanski, 1968), La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint Your Wagon, Joshua Logan, 1969), El asesino está en mí (The Killer Inside Me, Burt Kennedy, 1976), Buscando al señor Goodbar (Looking for Mr. Goodbar, Richard Brooks, 1977), El cielo puede esperar (Heaven Can Wait, Warren Beatty, 1978), 1941 (Íd., Steven Spielberg, 1979), La casa más divertida de Texas (The Best Little Whorehouse in Texas, Colin Higgins, 1982), Juegos de guerra (War Games, John Badham, 1983), El romance de Murphy (Murphy’s Romance, Martin Ritt, 1985) o Memorias de un hombre invisible (Memoirs of an Invisible Man, John Carpenter, 1992).

Completando la nómina técnico-artística, encontramos la música del interesante, aunque poco prodigado, Fred Myrow (1939-1999), el vestuario de Patricia Norris (1931-2015), y la adaptación efectuada por Lewis John Carlino (1932-2020), autor de interesantísimos guiones, esta vez, en torno a la novela Go to Thy Deathbed (1969), no traducida al español a fecha de escribir este artículo, de Stanton Forbes (1923-2013).

Nuestro siguiente título es un divertimento. De lo sublime a lo humano. Yin y Yang. Pecado culpable y distraído. El amuleto del diablo (Baffled, Arena-CBS, 1972), una película para televisión y para bien pasar el rato. Con sus transparencias en algunos planos, como los de una carrera automovilística de Fórmula Uno.

La carrera en la que participa Tom Kovack (el sólido y versátil Leonard Nimoy), uno de los celebérrimos corredores que se han dado cita en esta competición sita en Pensilvania (EEUU). Ya saben, correr y ganar el título. O pegársela.

Tom opta por esto último, aunque no por su gusto. Lo que pasa es que, durante la arriesgada conducción, le sobreviene una visión que le impide el total desenvolvimiento. Algo así como lo que le sucedía a la protagonista de Ojos (Eyes of Laura Mars, Irvin Kershner, 1978). Con la diferencia de que aquí, las imágenes que acuden a la mente y vista del protagonista no se corresponden a ningún asesino, sino a una ubicuidad; la anticipación de unos hechos dramáticos por venir, y no una representación a tiempo real. Antesala de otros poderes psíquicos, como Tom tendrá ocasión de averiguar.

¿Interesante? Pues sigo.


También podrá Tom descubrir que las imágenes que ha recibido corresponden a un emplazamiento concreto, en la localidad de Windham, en Devon (Inglaterra). A muchos kilómetros de distancia, aunque para estas manifestaciones extrasensoriales, el espacio apenas cuenta, no tanto así el tiempo, que deviene fundamental.

A todas estas conclusiones llegará el corredor con la ayuda de una joven y resuelta reportera, la señorita Michelle Brent (Susan Hampshire). Una periodista aficionada al ocultismo, que arrojará algo de luz al oscurecido futuro de su, en principio, entrevistado. Ambos se convertirán en buenos y futuros compañeros. No en vano, El amuleto del diablo tiene toda la pinta de ser el piloto -no de carreras, sino de televisión- de una serie que no se llevó a término. Escrita, en cualquier caso, por Theodore Apstein (1918-1998). Con un final (premonitorio), donde se deduce que pueden existir otros amuletos como el que entra en lid en la presente propuesta.

Otros simpaticus personae de este relato son la actriz de éxito Andrea Glenn (la versada en estas lides Vera Miles), y su hija adolescente, Jenny (Jewel Blanch), que aguarda con cegata fruición la llegada de su padre, como en el ejemplo anterior. El matrimonio se disolvió, pero no parece que esto se refiera al vínculo. El progenitor pulula en las sombras. Entre cobertizos y caballerizas. También se halla presente la señora Katherine Farraday (la siempre jacarandosa Rachel Roberts), dueña de la casona de Windham donde se va a desarrollar el espectáculo, cercano a un ir y venir de bienaventurado desbarajuste. Esta otra mansión se enclava en plena campiña inglesa, convertida en residencia de lujo para calmar los nervios, pero no muy lejos queda el mar, casi siempre revuelto.


Usted tiene una poderosa visión interior, y poderes para luchar contra el mal, le dice Michelle a Tom. Y así es, a consecuencia del traumatismo sufrido en la pista de carreras, esta habilidad no desaparece. Se trata, por lo tanto, de encarar la premonición, tratando de evitar un peligro, inconcreto, pero bien reflejado por dicha facultad extrasensorial, en el que parece se ha de ver envuelta la madura actriz. Si todo esto es cierto.

Y en verdad que al misterio se le notan en seguida las costuras, pero eso no ha de impedirnos el disfrute del ropaje en que se ve envuelto. Para los devotos y amantes de Star Trek (Íd., Paramount, 1966-1969), y todo lo que la circunda, es cita obligada. Parada y fonda. Aun en fecha estelar de 1972. Como el capítulo Una puntada en el crimen (A Sticht in Crime, Hy Averback, 1973), de la fundamental serie Colombo (Columbo, 1968-2003). Además, con costuras me refiero principalmente a los intrigantes. Respecto al “amuleto del diablo”, eso ya es otro cantar… o maldecir.

Cierto, lástima que la atmósfera quede sacrificada con inoportunos insertos de premoniciones, pero recuerdo que nos desenvolvemos en el ámbito de un telefilm. Un producto de su época -como los de ahora son reflejo de la suya-, bien ejecutado, aunque carente de especial inspiración visual -exactamente lo mismo que sucede hoy con muchas sobrevaloradas series y empeños de producción televisiva, por mucho que los medios técnicos sean mayores-. Con excepciones notables, por supuesto, en la citada época, como el díptico El vampiro de la noche, aka Una historia alucinante (The Night Stalker, 1972) y El estrangulador de la noche (The Night Strangler, 1973), ambas aquilatadas por el avezado Dan Curtis (1927-2006).

Argumentalmente, El amuleto del diablo es grata, y los diálogos entre los personajes no resultan una memez, o una ordinariez, como a lo que tan mal nos hemos acostumbrado hoy. Así que la incluyo en mi sección. Ello no quiere decir que el producto, en su modestia, quede carente de aciertos, o regocijos. Verbigracia, el personaje de la admiradora de la actriz, vecina de la localidad, Louise Sanford (Valerie Taylor), siempre dispuesta a hacer un favor; o la inquietud que provocan los otros inquilinos de tan venerable pensión, George y Peggy Tracewell (Ray Brooks y Angharad Rees), el viajante señor Verelli (Christopher Benjamin), el ex marido de Andrea, Duncan (Mike Murray), o el avieso doctor Reed (Milton Johns), que rechaza de plano todo lo que huele a conspiranoico. ¿Quién habrá urdido el soterrado complot?


Otrosí, El amuleto del diablo proporciona imágenes deliciosas por desternillantes, como la de la señora Farraday tocando el clavicordio en una sala en la que, poco después, no hay señal de instrumento alguno. Máxime si hacemos constar su desagrado ante la noticia de que Tom y Michelle están viviendo bajo su techo como una pareja sin trabazón matrimonial. O la presencia medio natural de alguna que otra estancia siniestra en la gran mansión, cual es la bodega, que no solo alberga vinos, sino alguna que otra mala catadura.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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