Un lugar para Mungo, de Douglas Stuart

22 abril, 2023

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Mira que lo intento. Hallar libros y películas donde el hecho homosexual no suponga una narrativa victimista, o se convierta en rasgo reivindicativo, distintivo únicamente de una airada opción política. Desearía descubrir textos e imágenes con personajes no estancados en los mismos comportamientos dramáticos. Historias de chicos con chicos, como antaño era familiar disfrutar de relatos de chicos con chicas, sin necesidad de recurrir a las antedichas coartadas.

Más allá de los gustos particulares, solo quedan los disgustos. Pocas excepciones escapan al desarrollo contraofensivo. Quisiera decir que Un lugar para Mungo (Young Mungo, 2022; Random House, 2023) supone una excepción, pero no es así. Está bien recordar de dónde venimos, pero no que siempre vayamos al mismo sitio: el activismo estereotipado y el colectivismo políticamente diseñado. Cada gay es un mundo, pero casi nunca nos muestran esos otros mundos. Lejos quedan los tiempos de Oscar Wilde (1854-1900), André Gide (1869-1951) o Terenci Moix (1942-2003), por citar tres de mis autores favoritos (homosexuales o no).


Como decía el propio Gide, solo me agrada el arte que, surgido de la inquietud, tiende a la serenidad (Diarios, Alba, 2018).



Cierta complacencia en el feísmo de la vida, que no dudo en catalogar de naturalismo literario, concita la lectura de Un lugar para Mungo, novela del escocés Douglas Stuart (1976) ambientada en Glasgow, Escocia (Reino Unido), a inicios de los años noventa. Un embrutecimiento, característico de este movimiento, sobrevuela las páginas impregnadas de realismo sucio, analfabeto y desesperanzado.


La acción comienza, como decían los clásicos, in media res, y se va alternando entre el presente histórico y su pretérito. Aquí, con dos alcohólicos anónimos -de momento- que sirven de irónica salvaguarda a un chico joven. Después sabremos los nombres y circunstancias de todos ellos.


¿Van de excursión? Es lo que parece. Y es lo que acontece, al menos, en un primer momento. El trío acampa en las proximidades de un río, que será determinante en el transcurrir de la trama.


Los adultos son uno mayor y otro joven. St. Christopher (que tiene de santo lo que yo de obispo), y un pederasta en toda regla, el más joven, Gallowgate. El muchacho es Mungo, de quince años y madre ocasionalmente prostituta.


Pese a que Mungo se siente totalmente solo, más allá de la incierta compañía, lo cierto es que tiene un hermano mayor, que evidencia sus carencias físicas y hasta psicológicas con una notable disposición al matonismo, Hamish, de dieciocho; y una hermana, la más aplicada Jodie, de dieciséis, que hace las veces de madre cuando la biológica está ausente (que es casi siempre). Esta es Maureen Hamilton, apodada Mo-Maw, de treinta y tantos años.


En efecto, puedo constatar y constato, que en un elevado porcentaje de casos, los problemas de los hijos-alumnos vienen derivados de la mala disposición –educación- de los padres.

 

Glasgow, c. los 80

Mungo siempre había sido el más agraciado de los Hamilton (capítulo II). Desatendido como está, a veces le invita a comer la vecina, la señora Campbell. Pero lo que nadie desea es la visita de los Servicios Sociales. Los Hamilton malviven. La confrontación entre los miembros de la maltrecha familia se agudiza, y encuentra su extensión en las calles, bajo la mala influencia de Hamish. Mungo se ve envuelto en altercados y desórdenes que parecen una reminiscencia de los acontecidos en el Reino Unido durante los años setenta. Como prueba el capítulo del enfrentamiento con policías en un descampado y zona de edificios en construcción (II). Bloques y rascacielos se hallaban en un lamentable estado de abandono (VI). Uno de los mejores contrastes del libro lo hallamos precisamente aquí. Frente a la materialidad y sustantiva deformidad de dicho entorno físico, vivir con visibilidad y de acuerdo a sus inclinaciones es algo que no está al alcance de Mungo Hamilton.


Con todo, el muchacho trata de integrarse. Pero si esto consiste en tener que robar un coche con Hamish para demostrar su hombría (íd.), como el hermano mayor pretende cada vez que le propone algo, prefiere estar solo que mal acompañado.


No hay mucha luz, entendida como metáfora, en la vida de Mungo, hasta que conoce a un chico de su edad, vecino del barrio. Se trata de James Jamieson, que posee un palomar en las cercanías de estos edificios (IV). El hecho coincide con uno de los cada vez más espaciados retornos de la madre, que ahora trabaja en una caravana de comida rápida y poco escrupulosa, con su nuevo novio.


Parte de esa luz, se la proporciona a Mungo la fortaleza de la hermana intermedia, Jodie. No exenta de flaquezas, quizá más asumibles.



Nada le producía más excitación a Hamish que saltarse la ley (íd.). Las peleas con bandas están bien descritas, poseen el necesario nervio narrativo. La deuda argumental contraída con La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971), es evidente; incluso, demasiado evidente (mucha más carga de profundidad poseía la novela de Anthony Burgess [1917-1993], en cualquier caso, por no hablar de manifestaciones más sentidas como Rebelde sin causa [Rebel without a Cause, Nicholas Ray, 1955]) o West Side Story [íd., Robert Wise, 1961]. Los contendientes no parecen de barrio, sino barriobajeros, que no es lo mismo. Incluso viviendo en entornos muy humildes, se puede prosperar anímicamente. Esta deficiencia hace que los personajes estén siempre y angustiosamente a la defensiva. En sus diálogos y actitudes. Todo un caldo de cultivo para la incultura y la discriminación. Se hace difícil empatizar con tales personajes secundarios, en verdad. Son como varios universos disgregados, constreñidos en uno solo, algo hiperbólico. Un reino muy desunido. Por otra parte, que las clases medias-bajas del Reino Unido pueden resultar más cafres en las calles, un concierto o un estadio, que el resto de razas “superiores”, es un hecho constatado.


Mungo es un chico especialmente sensible, huelga decir que no encaja en este ambiente de asfixia. Mungo significa el estimado, el querido (XII). Es sobrecogedor el instante en que ha de cuidar a su madre alcohólica (íd.). Sin embargo, llega el día. O mejor dicho, la noche. Esa en la que al fin nos las apañamos para dormir en casa de nuestro mejor amigo. A Mungo le sucede con James (VII).

 


Este acercamiento, aún incipiente, entre los muchachos, se contrapone a la violación que sufrirá Mungo a manos de sus acompañantes, en el futuro inmediato (XI). Episodio que se une al de los malos tratos vecinales (X), o el intento de aborto por parte de Jodie y Mungo (XIII).


No obstante, tanta miseria ahoga el relato. El texto está sobrecargado (como le sucedía al naturalismo en sí, excepción hecha de doña Emilia Pardo Bazán [1851-1921]: el suyo era un naturalismo anti francés). 


Descripciones crudas, excesivas, que retratan el entorno y el tratamiento en las relaciones de los personajes, casi sin excepción, entroncando con este nuevo naturalismo británico (V). A ello se une la maldita costumbre de narrar adelante y atrás en el tiempo, para hacer interesante la historia. La narración lineal se ha convertido en lo subversivo.

 

De igual modo, junto al aspecto físico, imbuido de las distintas fachadas que se procuran los protagonistas, principales o de soporte, convive el talante moral, o de forma más precisa, su carencia. Atisbando el futuro y la represión de la sociedad, el que nadie se entere siempre ondea a lo lejos. Un escenario en el que Mungo y James tratan de esclarecer sus roles. Lo cual les fuerza incluso a ir en contra de su naturaleza, tratando de ligar con dos chicas (XIX). Mungo no se quiere ver reflejado en su vecino, el soltero señor Calhoun. En el barrio lo llaman el mariposón, con lo que está todo dicho (VIII, XXIV). La homofobia de los progenitores se alimenta de todo este clima de incultura. Las peleas entre católicos y protestantes son la representación gráfica de esta intransigencia (XX). Según Hamish, el hermano mayor, no hay una razón concreta para ello, pero yo me lo paso de puta madre (íd.). Del mismo modo, la droga y la violencia se dan la mano en Jocky, el novio de la madre. Esto es lo que te deja dinero hoy en día. Y añade, a mi edad el amor es más una molestia que otra cosa.


Llega el triste momento en que se hacen necesarias las visitas a la casa de empeños. Más que en los años noventa, parece que andamos instalados en la actualidad más casposa. No hay una familia en el relato que no esté descompuesta. Toda una anticipación. El drama hace especial mella en los cadáveres de la podredumbre ética y material. La hipocresía de quien esgrime una moral, pero no es capaz de actuar bajos sus designios (St. Christopher, Gallowgate).

 


A la hora de atisbar dicho futuro y comprender el presente, Mungo se ve en la necesidad de enfrentarse a la madre, mientras acontece una sonada trifulca callejera. Una de esas algaradas a las que solo falta la música de Sex Pistols. La chulería es estomagante, como toda chulería barriobajera. El odio religioso invadió el cielo nocturno en forma de objetos arrojadizos (XXIII). Ese odio es más bien la excusa para liarse a golpes. Tan patético como contemplar a unos salvajes iletrados hacerse pasar por hombres. Por su parte, la policía es una masa con la que enfrentarse. No poseen nombre y apellidos. Tampoco sensibilidad (esta contraposición por ambas partes es la que habría dado como resultado una gran novela).

 

Décadas atrás mirábamos al cielo. Ahora nos extasiamos contemplando las pantallas. No hay que temer que ellos vengan, ya están entre nosotros. Como en una película de miedo. Se desenvuelven entre el gentío sin que apenas los percibamos. Me refiero, claro está, a los damnificados de la LOGSE y sus postreras mutaciones. Ya están aquí.


En la novela, las connivencias disfrazadas de convivencias, se concentran en viviendas sociales equiparables a campos de batalla. Interiores y exteriores. Un lugar para Mungo se vende como una novela sentimental. Preparad vuestros corazones y esas cosas, tan caras a los críticos, lectores y, seguramente, espectadores, de lágrima fácil y desvelo social. Yo la veo más, como antes he señalado, adscrita al género naturalista, con algunos momentos de afectividad. Bien escrita, pero alargada en exceso. Preparad vuestros estómagos, diría yo. Cuando otro de los personajes descubre a los amantes retozando en el campo, da una paliza a James cerca del palomar (XXIV). Pasado y presente se reencuentran en la encrucijada del capítulo XXVI. La narrativa se unifica. En el XXVII y penúltimo capítulo, Mungo regresa de su malhadada excusión (es recogido por un amable -menos mal- autoestopista, que pese a todo se interesa por él de forma ambigua, sin que la cosa pase “a mayores” o descienda “a menores”).


El final es bonito. Por fin atisbamos algo de emoción y energía positiva. Pese a quedar la acción, nuevamente, in media res (XXVIII). Tal vez, aquí pueda haber un principio. No sé por qué me acordé del final, más o menos abierto, de la película Después del amor (Shoot the Moon, 1982), de Alan Parker (1944-2020).

 

 

A veces me quedo mirando a algunos alumnos y no puedo evitar pensar -en casos muy determinados- ¿qué va a ser de ellos? Los mejores aprovechan la oportunidad que les brinda la permanencia obligatoria en el centro educativo, pese a tener problemas de distinta índole. Otros pasan olímpicamente de tal oportunidad de poder salir adelante y mejorar su situación. Proceden de familias desestructuradas, no, lo siguiente. Lo que en los años ochenta era una raya en el agua, se ha convertido en océano. Junto a los contenidos académicos, procuro hablar con ellos, conocerlos, brindarles mi ayuda (que en ocasiones desprecian). Qué tiempos más feos nos ha tocado seguir viviendo.


A nosotros. Para ellos, son los únicos que hasta el momento han conocido.


¿Qué va a ser de ti?

 

Bueno. Tal vez seamos más fuertes de lo que parecemos, a pesar del desorden y la falta de conocimiento a la que nos vemos abocados. Tal vez consigan salir adelante, si logran escapar de su adicción al móvil.

 
Escrito por Javier Comino Aguilera




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