Una cosa es que tengamos un destino y otra que sepamos a dónde vamos. Así pasa con Egipto, receptora de millares de turistas, pero portadora de infinidad de misterio y grandiosidad, centro de elevada espiritualidad… y poder: la particular maldición que acompaña siempre a las personas.
Qué tendrá la civilización egipcia que fascina tanto. Cómo vivía la muerte esta cultura para la que el cuerpo físico no lo era todo. Nos separan muchos siglos, pero no demasiadas zozobras.
Entre la historia y la leyenda sitúa Howard Hawks (1896-1977) Tierra de faraones (Land of the Pharaohs, Warner Bros., 1955), relato de las pasiones humanas más universales, por mucho que se adscriban a un tiempo y una geografía determinadas, el Egipto antiguo. De este modo, una cultura que sigue siendo conocida solo en parte, sirve de escenario a las cíclicas, intemporales y más reconocibles ambiciones (en un sentido positivo como negativo) del ser humano. Si tal cultura desafía al tiempo, también parecen hacerlo nuestras cuitas, aunque Tierra de faraones demuestra que tales tan solo son un espejismo, y que a diferencia de nuestras mejores creaciones artísticas, somos perecederos.
Joan Collins, Jack Hawkins y Howard Hawks |
De hecho, lo que recrea Tierra de faraones es parte de esa fascinación concentrada en una historia de celos y ambición, de engaños y de amor (a una persona o a una tierra), como forma de retratar esa cultura tan ajena y próxima al mismo tiempo. Las multitudes, los ejércitos, los abalorios y los tocados, son aditamentos inevitables; sin embargo, la película de Howard Hawks funciona a modo de relato de cámara, como por otra parte lo son la mayoría de los mejores péplums y relatos en torno al pasado.
El faraón Keops, o Khufu en el egipcio arcaico (Jack Hawkins), regresa victorioso de una batalla. Un plano que aprovecha el formato panorámico del cinemascope muestra la inmensidad de su ejército, que se pierde en lontananza. Poco antes, la cámara se ha acercado a Hamar (Alexis Minotis), sumo sacerdote de Egipto, introduciéndonos literal y visualmente en este nuevo mundo. Aquí los meses se cuentan por lunas y el entendimiento de la otra vida ampara a ciudadanos, trabajadores, castas sacerdotales y la familia del faraón.
En este sentido, la película acepta algunos lugares comunes matizados hace tiempo por los entendidos, aunque no por ello el núcleo dramático varía. Por ejemplo, se da por sentado que la Gran Pirámide fue tumba, lo que sigue sin estar nada claro (en ella no se haya ni una sola inscripción del faraón, salvo en la última cámara de descarga -la quinta- por encima de la estancia del rey, y todo apunta a que es falsa). Tumba simbólica, en cualquier caso, calendario astronómico y astrológico, campo energético y expresión de una compleja técnica constructiva, la edificación de este monumento se yergue como símbolo viviente de la creatividad y el tesón. Un escenario sin parangón para determinadas ceremonias de muerte y resurrección (esto es, iniciáticas), en un momento de la historia en que Egipto es la nación más poderosa del mundo, y como nos informa Hamar, desde su posición difícil pero lúcida, en una coyuntura en que la riqueza es poder, y el poder siempre deseado. La inmortalidad de los conceptos no puede ser más absoluta.
El catalizador de todo ello es el faraón, cuyo poderío desciende directamente de los dioses. Aún así, pese a toda la pompa y circunstancia, revestida de fanfarrias, es tan mortal como los demás; al menos, en lo que se refiere a la corrupción del cuerpo. Su ambición material no parece tener límites. ¿Todavía no tienes bastante?, le espeta Hamar, voz de la conciencia del faraón cuando este se halla de buen humor. El caso es que, pese a ser tenido como dios viviente de Egipto, por cuya boca hablan sus iguales, el faraón adora el contacto con el oro, pues ambos aspectos no le resultan incompatibles. El excelente decorador Alexandre Trauner (1906-1993) dedica un importante espacio a las salas donde Keops acumula sus resplandecientes riquezas. Por desgracia, estatuas y monumentos no están coloreados, como era lo propio, con lo que el conjunto visual acaba siendo algo grisáceo (lo que sucede en la mayoría de películas ambientadas en esta cultura). Con una notable excepción, el interior -no así el exterior- de la Gran Pirámide, bien iluminado por la fotografía de Lee Garmes (1898-1978) y Russell Harlan (1903-1974), que se afanan en revestir el resto de decorados más íntimos.
Ni siquiera el desierto lo era tanto entonces. Pese a todo, destacan bellos momentos como la ceremonia de los ataúdes sobre el Nilo, así como la imagen de los faluchos que transportan los enormes bloques destinados a la construcción, junto a la introducción del sarcófago (o lo que fuera realmente) en la base de la pirámide. Todo este segmento está muy bien filmado y montado, si bien, en palabras del cautivo arquitecto Vashtar (un estupendo James Robertson Justice), la vida que los egipcios esperan alcanzar parece más importante que la presente. Lo cierto es que los antiguos egipcios tenían un gran apego a esta vida (física y espiritualmente), y por eso deseaban continuarla más allá, pues la parte invisible era consustancial a la existencia visible. Con todo, aparcar esta cosmovisión permite una desviación del discurso que no por ello deja de resultar atractivo.
Preocupado por la inviolabilidad de su morada pétrea y eterna, el faraón hace que Vashtar, conocedor del secreto de la tumba, haya de sacrificarse para obtener a cambio la libertad de su pueblo. Un destino en el que se involucra su decidido hijo Senta (Dewey Martin). El desenlace de este aspecto argumental es uno de los mejores aciertos del guion de Harry Kurnitz (1908-1968), Harold Jack Bloom (1924-1999) y William Faulkner (1897-1962), aunque la contribución de este último parece ser un mero nominalismo.
Otros logros puntuales los hallamos en el trato comprensivo que un capitán del ejército (Gianfranco Bellini) dispensa a Vahstar y su hijo, así como en el retrato terrenal y muy humano que se confiere a otro capitán de la guardia, el sometido Trana (Sydney Chaplin). O en el hecho de que la monumental edificación la lleven a cabo obreros y no esclavos (como así era). La larga panorámica en la cantera da testimonio de la magnitud de la empresa, en tanto que el tópico del júbilo por parte de la mano de obra, entonando cánticos -no diegéticos-, es empleado por Hawks para hacer notar el paso del tiempo y el cambio de sentimiento que ha operado en esta. La voz en off asegura que los cantos cedieron su puesto al timbal y al látigo, en una narración que es tan precisa como los actos de una obra de teatro.
Unos actos que, como decíamos, se concentran en la historia de una ambición. La de Keops por confiscar y amontonar los tesoros que le han acompañar en su segunda vida, pero también la de la princesa y embajadora de Chipre Nélifer (Joan Collins) que, al fin y al cabo, ha sido enviada en sustitución del tributo reclamado por el faraón. La avidez de esta no le anda a la zaga. Únicamente el oro tiene este tacto, declara en contacto directo con el metal.
Esto provoca, a la larga, un enfrentamiento entre la materialidad y la espiritualidad. Perspectiva última que, no por menos mostrada, deja de estar presente. Pese a todo, la belleza terrenal parece que se sigue llevando la palma, al ser el motor indiscutible de las acciones de la mayoría de los personajes. Hasta que Hamar interviene (o intercede) en favor de la justicia. No en vano, este salto que conlleva el prescindir de lo material, más allá del propio cuerpo físico, es el que no da el faraón. Lo que, así mismo, sentencia a su primera esposa, la reina Naila (Kerima [sic]).
El realizador, además de productor, también ofrece otros acertados momentos visuales, como los planos que conectan la melodía que interpreta el hijo del faraón, Thani (Piero Giagnoni), con la amenaza que supone un encantador de serpientes. Al fin y al cabo, Nélifer es lo más parecido a una mujer fatal, la horma de la sandalia del faraón.
No obstante, y como ya anticipaba, es la aparentemente despreciada vida de ultratumba la que se toma la revancha por medio de Hamar. Como sucede en el mejor cine policiaco, el final de Tierra de faraones es enérgico y difícilmente olvidable.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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