El autocine (LXVIII): La niebla, de John Carpenter

10 diciembre, 2019

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Todo lo que vemos o percibimos, ¿es solo un sueño dentro de un sueño? Con esta cita de Edgar Allan Poe (1809-1849) da inicio La niebla (The Fog, Avco Embassy-Universal, 1979; estrenada al año siguiente). No es la única forma de dotar de cierto prestigio mítico al relato: según les recuerda el señor Machen (John Houseman) a los muchachos que se congregan en la playa, en otra escena de idéntico calado y que sirve de apertura, el veintiuno de abril se conmemora el centenario de Antonio Bay (California, EEUU), lugar donde transcurre la acción.

Un “parto” accidentado, ya que no anduvo exento de uno de esos capítulos desafortunados con que se construyen las narraciones primigenias, en esta ocasión, cuando el navío Elizabeth Deane encalló, por motivos -de momento- desconocidos, en la escollera de Spivey Point. Ampliando el abanico, La niebla es una película que, a un nivel intra-argumental, bebe de las fuentes de los sagaces relatos de aislamiento y bravura de Jack London (1876-1916), el horror en el mar de William Hope Hodgson (1877-1918) o, de forma menos neblinosa, el Mary Celeste (1884) de Arthur Conan Doyle (1859-1930); además de inscribirse en los apartados genéricos del suspense, el terror, e incluso las aventuras en población costera.

John Carpenter (1948) asegura en el aprovechado documental con que se acompaña la edición en DVD, que su intención original -de él y de la guionista y productora Debra Hill (1950-2005)- fue proporcionar al elemento niebla un protagonismo primordial. De este modo, la bruma se transforma en la envolvente esencia de lo desconocido. De elemento más o menos familiar pasa a ser un fundamento novedoso y sorprendente, sujeto a otro tipo de ley natural; precisamente, una de las características principales del buen relato fantástico es estar determinado por la irrupción de un componente sobrenatural, y su enfrentamiento con este.


Así están las cosas en el plácido Antonio Bay, cuando se presenta la niebla como vehículo espectral de unos personajes del pasado que van a interactuar con el presente. Quien primero es consciente de esta dislocación (sobre)natural es el párroco del pueblo, el padre Malone (un escueto pero estupendo Hal Holbrook). Se trata de un personaje con problemas que no se especifican pero que le da a la botella (posiblemente es una forma de “humanizar” o hacer más “terrena” -falible- su figura). El caso es que estando en su rectoría, se “materializa” un diario que durante muchos años ha permanecido oculto en el interior de un muro. El fenómeno se encadena a otros muchos que acontecen la noche previa a las celebraciones, y que se concentran en los excelentes títulos de crédito iniciales de la película, un segmento al que es obligado referirse. Lo componen una sucesión de planos donde se condensan una serie de alteraciones o poltergeist de los objetos más variopintos y cotidianos (un sillón, latas de conservas, aparatos mecánicos, luces de automóviles). Estos objetos acusan el cambio que se avecina, como los animales al presentir un terremoto. Una idea que nos recuerda algunos momentos de Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, Steven Spielberg, 1977), cuando unos juguetes se ponían en funcionamiento; con la salvedad de que aquí se trata de una fenomenología sujeta a un horario específico, de las doce a la una de la noche.

Aprovecho para referir que, aunque la película se filmó en 1979 -es el copyright que figura en los créditos-, no se estrenó hasta el año siguiente, debido a que, entre los procesos de post-producción habituales y la espera de una buena fecha para el estreno, hubo de afinarse el montaje inicial, añadiendo algunos planos que no habían sido contemplados en un principio. En este sentido, se juega con la idea de que la acción del centenario se sitúa en el marco temporal que va de 1880 a 1980.


Volviendo al diario, este contiene las anotaciones de un antecesor del padre Malone. En ellas se da cuenta del crimen premeditado del Elizabeth Deane, con objeto de adueñarse de las riquezas de algunos de sus tripulantes, que han sido confinados a un lazareto a causa de la lepra (malditos en vida, también lo van a ser en la muerte). Un capital, en todo caso, que va a permitir que Antonio Bay se convierta en un próspero asentamiento. Además, como queda dicho, se establece una franja horaria como “zona crepuscular” peligrosa para los protagonistas, en la que es una de las ideas más certeras de la película, amén de componente habitual en muchos relatos de fantasmas: el anclaje de un fenómeno a una determinada hora del día. La hora que va de la medianoche a la una pertenece a los muertos. Junto al diario reposan los restos de un tesoro en oro, fundido en forma de cruz.

Entre el resto de personajes que convergen en Antonio Bay se hallan el patrón pesquero Nick Castle (Tom Atkins) y la joven Elizabeth (Jamie Lee Curtis), una autoestopista que está de paso. A ellos se añade la esposa de un pescador, organizadora del comité de actividades, la señora Kathy Willliams (Janet Leigh), su secretaria Sandy (Nancy Loomis), y la propietaria y presentadora de una emisora de radio local, vecina de Antonio Bay, Stevie Wayne (Adrienne Barbeau). La idea de una locutora de radio me parece sensacional. Representa la voz atemporal de las ondas, compañera en todo lugar de muchos conciudadanos. Máxime en un enclave hermoso y privilegiado como el que muestra la película (Point Reyes National Seashore, California). En concreto, la emisora se sitúa en el interior de un faro, junto a la costa. Uno de los escenarios más memorables que recuerdo en una película.


A Stevie la llama de vez en cuando el guardacostas y meteorólogo Dan (Charles Cyphers), con quien mantiene un amoroso -o erótico-festivo- juego. Stevie también tiene un hijo, Andy (Ty Mitchell), que hallará una de las respuestas a este misterioso asunto en la playa. Es la materialización de lo inmaterial, de aquello que escapa al alcance de nuestros sentidos (y, por lo tanto, de nuestro entendimiento). Por algo, los mejores relatos de ficción, literaria o cinematográfica, desde la época clásica hasta nuestros días, son aquellos en los que resulta más aterrador eso a lo que no podemos dar forma (recordemos las inigualables producciones de Val Lewton [1904-1951], o la misma La Cosa [The Thing, 1982] de John Carpenter). Razón por las que las películas explícitas o viscerales acaban por naufragar. Por otra parte, producciones como La niebla patentizan el hecho de que lo independiente –que no excluye el estilo propio y la seriedad- puede resultar artístico cuando existe talento; esto es, cuando se sabe emplear el dinero de que se dispone, más allá de contar con un ingente o modesto presupuesto (no es que el talento quede al margen del dinero, pero no es requisito artístico sine qua non).

Gracias a la labor del especialista Rob Bottin (1959) y del director de fotografía Dean Cundey (1946), se logra que asistamos a un banco de niebla que parece palpitar como si estuviera vivo, que se desplaza de forma consciente (¡incluso hemos descubierto a un personaje infiltrado en los créditos, el citado guardacostas, que toma su nombre completo del guionista Dan O’Bannon [1946-2009]!).

Extrañeza a la que se añade la sostenida e inquietante música de Carpenter, autor de muchas bandas sonoras de sus películas. Un acompañamiento electrónico pero melódico, cuya textura proporciona una cadencia enigmática e insistente; por ejemplo, durante los planos que anuncian el anochecer sobre Antonio Bay, y con él, la llegada del veintiuno de abril.


Antes hacía referencia a algunos antecedentes literarios. La deserción en el pesquero Seagrass, del cual Nick está encargado, presenta un rompecabezas como el del Mary Celeste. La tripulación ha desaparecido del barco. Acompañado de Elizabeth, Nick procede a su búsqueda en alta mar. John Carpenter alterna la exploración del pecio con la lectura del diario, por parte del padre Malone. Pero junto al mar y sus insondables misterios también están el bosque y la costa. Al final, toda la población de Antonio Bay queda concentrada en el pequeño grupo protagonista que se refugia en los muros de la Iglesia; de igual modo, aislada del resto del núcleo urbano en la inmensidad boscosa. De este modo, se ponen de manifiesto el papel de la naturaleza, incluida la venganza ultraterrena, y el del ser humano que forma parte de la misma. Hasta que un estrato imprevisto interactúa con este, y ambos se encuentran en dicha naturaleza, formando un todo. Un aspecto que se evidencia en el frío que de repente asalta a Nick y Elizabeth en un hospital.

Así, el pasado del pueblo incluye a seis conspiradores, cómplices de un delito de sangre. La conmemoración de esta noche es como honrar el crimen, es una aberración, determina el padre Malone. Es por eso que los fantasmas que han quedado varados en las orillas de una interzona –como diría Paloma Navarrete (-) - se cobran seis víctimas del presente. Ello, al amparo de un banco de niebla incandescente; algo distinto, ya que, como advierte Stevie Wayne, la niebla no puede ir contra el viento.

Por cierto que, desde su faro, posición privilegiada y de alto riesgo para experimentar los acontecimientos, la locutora retransmite gratificantes temas clásicos en la línea de Glenn Miller (1904-1944), Benny Goodman (1909-1986) o Artie Shaw (1910-2004). Incluso suenan cuando se desprende el ladrillo del muro en las dependencias del sacerdote.


En suma, es La niebla un excelente relato de fantasmas, en su vertiente punitiva, es decir, de cobrase una deuda pendiente. Y por supuesto, de alterar el estado natural de las cosas, de hacerse notar para solicitar un remanso al pasado. El realizador enlaza, a su vez, con los clásicos cómics de la E.C., Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) –que animó otra de sus películas: En la boca del miedo (In The Mouth of Madness, 1994)-, y hasta con un incidente real (explicitado en el mencionado documental). No en vano, John Carpenter ha sido uno de los más destacados narradores en imágenes de la historia reciente del cine. Puede parecer una perogrullada, pero ahí radica precisamente la esencia del cine como arte (y en saber acompasar la imagen al diálogo, siempre que este sea bueno, y no la sarta de obviedades y tonterías con que somos bombardeados). Sin subrayados ni extravagancias visuales, John Carpenter procura complejidad a través de una puesta en escena efectiva y sencilla. Lo mismo puede aplicarse al montaje, de Charles Bornstein (-) y Tommy Lee Wallace (1949), la música, los efectos sonoros y la fotografía. O la plasmación de la niebla, un proceso artesanal y laborioso, pero por eso mismo creíble y con sustancia.

De hecho, La niebla es el siguiente escalafón en la incipiente carrera de su director. De la maldad estrictamente humana de La noche de Halloween (Halloween, 1978), accedemos a la sobrehumana de La niebla (en acertada imagen, Debra Hill las compara con una montaña rusa y un tiovivo, respectivamente).

Finalmente, a los barcos que están en el mar, advierte Stevie Wayne, huyan de la niebla. Es este un colofón que enlaza con el de otro clásico muy querido por John Carpenter, El enigma de otro mundo (The Thing, Christian I. Nyby y Howard Hawks, 1951).

Escrito por Javier Comino Aguilera


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