El autocine (LXXIV): El pueblo de los malditos, de Wolf Rilla y remake de John Carpenter

19 junio, 2020

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Que la situación en las aulas puede parecer a veces de ciencia ficción es un hecho sabido. Al menos, para aquellos que las pisamos. Pero esperen a ver lo que le sucede al protagonista de El pueblo de los malditos (Village of the Damned, MGM, 1960) y, en definitiva, a todos los habitantes de Midwich, Inglaterra.


La película da inicio con una expresiva panorámica que recorre la campiña inglesa, tan trufada de misterios. El entorno es prístino y rural, pero conectado con la civilización. Resulta primigenio y bucólico, algo a lo que ayuda la bonita música del estupendo Ron Goodwin (1925-2003) y la fotografía del prolífico Geoffrey Faithfull (1893-1979). Nada más empezar, destaca el plano que muestra al profesor Gordon Zellaby en el interior de su despacho-biblioteca, una de esas envidiables estancias con chimenea y acceso al jardín. Zellaby fue interpretado por el magnífico George Sanders (1906-1972), un actor que siempre transmitía su personalidad a los personajes. Él vive en una bonita casa de campo junto a su esposa Anthea (la ya mítica Barbara Shelley).

Pero un elemento viene a distorsionar la quietud de este idílico y ordenado cuadro campestre. Una amenaza foránea e imprevista (¡al menos para los terrestres!), cuyo origen es desconocido. En un lapso de varias horas -veinticuatro en el libro-, todos los habitantes de Midwich caen al suelo desmayados. Una fuerza arcana les hace perder el conocimiento. Ni el novelista John Wyndham (1903-1969) ni el realizador Wolf Rilla (1920-2005) persiguen el rastro de dicho origen, ni falta que hace. La amenaza es real y adquiere vigor gracias a dicha indefensión y desasosiego. Luego, cuando todo parece volver a la normalidad, después de que haya sido acordonada la zona por el ejército y los vecinos se reincorporan (físicamente y anímicamente) a su vida cotidiana, resulta que algo sí que ha cambiado. Midwich se ha convertido en el pueblo de los malditos.


¿Y qué es lo que ha sucedido? Ni más ni menos que las mujeres del perímetro que se ha visto afectado se encuentran con que están embarazadas (inseminadas, aunque dicho término aquí se nos escapa). Algunas de ellas, sin que conste la intervención de ningún varón. Es decir, que permanecen vírgenes, aunque en estado muy interesante. Tras una gestación de pocos meses, los bebés vienen a este mundo. Pronto advertimos que crecen una velocidad exponencial y que muestran capacidades que, poco a poco, van a dejar de permanecer ocultas. 

Acierto de Wolf Rilla es introducir en lo más íntimo de nuestra vida familiar el miedo a lo desconocido, a lo inesperado. Es la quintaesencia del terror, que nada tiene que ver con la grosera explicitud. De este modo, El pueblo de los malditos se erige en una película tan sobrecogedora como elegante. Fue escrita por el eficaz guionista Stirling Silliphant (1918-1996), junto con George Barclay, alias de Ronald Kinnoch (1910-1995), y el propio realizador, del que poco más sabemos, salvo que no se prodigó demasiado en la dirección, aunque en su haber cuenta con una apreciable muestra de cine de suspense, en la que, de nuevo, un elemento ajeno viene a alterar toda una comunidad, Testigo en la oscuridad (Witness in the Dark, 1959), o una vez más, abordando el tema de la infancia, con los padres de acogida como telón de fondo, The Scamp (Íd., 1957). La novela en la que se basaba la presente pertenecía al siempre estimable John Wyndham, como antes he adelantado. Su título, Los cuclillos de Midwich (The Midwich Cuckoos, 1957; Producciones Editoriales, 1976; Gaviota 1986).

Pero regresemos al acogedor -para todo tipo de seres- pueblo de Midwich. Zellaby es amigo del mayor Alan Bernard (Michael Wynn), y a él se encomienda en un principio, antes de tomar cartas en el asunto de forma más directa, debido a que uno de los nacidos es su propio hijo (y aquí el vocablo adquiere variopintas acepciones). Anuladores de la voluntad, los precoces chiquillos se convierten en un reto para el profesor, que trata de inculcarles el sentido de la moral. Hallarse ante este desafío estimula a Zellaby, llegando a declarar que se trata de una gran oportunidad para la ciencia (incluido el humanismo). Hasta que averigua que la inteligencia de los retoños no es garantía de ninguna superioridad ética. Su visión en exceso optimista topa de bruces con unas entidades frías y calculadoras, en perfecta analogía de lo que es el uso y abuso del poder en las mentes no formadas (y aquí caben otras tantas contingencias).


Las imágenes del inicio tienen su correspondencia en otra panorámica que muestra a las gentes aletargadas, desplomadas en plenas faenas cotidianas. Incluso sobresale una ejemplar grúa en el escenario alicaído de una calle, la arteria principal del pueblo.

Imposible la comunicación con Midwich mientras dura el fenómeno. Una franja espacial también queda afectada, delimitándose los contornos de la rareza, como se suele decir, con tiralíneas. Un virus, gas o radiación son las posibilidades que se barajan, que forman parte de un juego que nos es desconocido. Son de alcance limitado, pero sus implicaciones y consecuencias resultan ciertamente ilimitadas. Empezando por la reanimación, que conlleva una acusada sensación de gelidez. A lo que se añade la angustiosa incertidumbre de si un hecho así se puede volver a repetir. Y la certeza de que ya nada volverá a ser lo mismo. El mundo conocido va a cambiar.

Porque, realmente, ¿a qué estamos expuestos? Enfrentarse a una situación inédita puede resultar traumático. Sobre todo, cuando sus secuelas pasan de gatear a desarrollarse como nunca antes se ha visto. Uno de los mejores momentos de El pueblo de los malditos lo encontramos cuando el pequeño David (Martin Stephens) es capaz de deletrear su nombre a corta -que no tierna- edad, valiéndose de unos cubos con letras. Ya declaró el doctor Willers (Laurence Naismith), tras analizar las correspondientes ecografías, que se trata de uno de los fetos más perfectos que he visto. Procedan de donde procedan, estos niños poseen idéntico grupo sanguíneo al de la madre. Pero no su alma, por así decirlo. Conforman un grupo comunitario, en palabras del profesor Zellaby. Además, también en otros lugares del planeta han surgido colonias.

Lo que me lleva a recordar que en El pueblo de los malditos se hace evidente la agilidad de la narración por medio del guión y el montaje, una característica vital del buen cine de género adscrito a la denominada serie B.


Entre tanto, los chavales se las saben todas. Como si hubieran aprendido un bachillerato de los de antaño. Cohibido, Zellaby trata de enseñarles humanidad, la asignatura más difícil dadas las circunstancias. Incluso podríamos asegurar, prosiguiendo con la chanza, que se dispone a hacerles una adaptación significativa en el ámbito humanístico, pero ni por esas. Sobre el horizonte vislumbra Zellaby la perspectiva de una obediencia ciega, la sumisión ideológica más descarnada, con lo que nuestro protagonista acaba pasando del brumoso modo pedagógico al de maestro. No en vano, asistimos a la criminalización de toda disidencia por parte de los niños. Así, cuando el diálogo, la igualdad y la co-gobernanza con los chiquillos no parece conducir a ningún buen puerto para los humanos presentes, y como para colmo tampoco se acostumbra Zellaby a hablar de fallecidos como si estuviera dando el parte meteorológico, el protagonista emprende algo que es básico en la historia del cine norteamericano, que es la iniciativa personal. Esa que tanto molesta a quienes se afanan en que todos pensemos y actuemos de la misma manera. Se cubre las espaldas de la mente y, con arrojo, trata de bloquear los pensamientos de su “solución final”. Algo así como proyectar una imagen predeterminada para proteger los últimos resquicios de su intimidad, preservando la sana separación de poderes

Por algo la figura del maestro parece estar siempre en el centro de una diana donde arrojan sus dardos desde los llamados tutores legales (padres, madres y demás encargados de las criaturas), pedagogos y la administración en sus múltiples y mutables formas.

¿Qué pensáis hacer con este dominio?, les pregunta Zellaby a los niños con talante retórico. Más aún, ¿cómo escapar al control ejercido por los demás? Como siempre ocurre en la buena ciencia ficción, las implicaciones de las preguntas que se formulan son tan atemporales como sugestivas. A la par de inquietantes (o tan inquietantes como lo es la propia naturaleza humana). Al final, Gordon Zellaby representa el sacrificio por la libertad individual. Esa sin la cual no se puede sobrevivir en ningún marco.

Hubo una nueva adaptación a cargo del guionista David Himmelstein (-), autor de la escritura de una película a reivindicar: Power (Íd., Sidney Lumet, 1986), con dirección del añorado y estimulante John Carpenter (1948). De nuevo nos encontramos en una población tranquila, de igual nombre, aunque esta vez, en las costas norteamericanas.

Sobre estas se yergue una masa oscura, indefinida. Susurrante, en definición del doctor Allan Yale (Christopher Reeve). Como la niebla del film homónimo del realizador. De hecho, el entorno podría ser el mismo que el descrito en esa otra película, ambos son intercambiables.

Carpenter hace hincapié en los prolegómenos, para que nos familiaricemos un poco más con los distintos personajes, que aquí se expanden. Ellos son, además de los niños, Allan y su esposa Barbara (Karen Kahn), la maestra de escuela Jill (Linda Kozlowski) y el mecánico Frank (Michael Paré), el cura -anglicano- Nick (Mark Hamill) y su esposa Sarah (Pippa Pearthree), la joven madre soltera Melanie (Meredith Salenger), la temerosa Callie (Constance Forslund) y el maduro Ben (Peter Jason), que acaba de regresar de una estancia en el extranjero…

A diferencia de lo que sucedía en la predecesora, el protagonista se halla fuera del pueblo atendiendo a un paciente y, por lo tanto, no padece los rigores del fenómeno. Por lo demás, el grueso de imágenes y situaciones se repite, solo que en color y formato ancho: las reses caídas que retornan a la vida, el frío posterior al suceso, o el hecho de que uno de los bebés sepa deletrear su propio nombre. Y, por supuesto, el desenlace.


Al elenco de El pueblo de los malditos (Village of the Damned, Universal, 1995) se incorpora un personaje interesante, el de la doctora Susan Verner (Kirstie Alley), que es epidemióloga. Proporciona la necesaria autoridad y magnetismo. No es la única novedad digna de mención. Se da la circunstancia de que la hija de Melanie Roberts ha nacido muerta, con lo que uno de los chiquillos, David (Thomas Dekker), queda desparejado, en lo que es una de los añadidos más sugerentes de esta nueva adaptación. Sobre todo, porque conlleva un “fallo” en el experimento (maneje quien maneje los hilos). De las ocho parejas también descuella un líder, que en esta ocasión es Mara (Lyndsey Haun). Son estos unos críos especialmente repelentes, sin el “encanto” de los previos, salvo en el caso del pequeño David. Su morfología pronto incorpora una creciente empatía con los seres humanos, aunque el realizador se valga de su figura para introducir uno de sus habituales quiebros argumentales al final del relato.

La amenaza continúa siendo la misma. Como resume el párroco, estos chicos tienen una sola mente y un aspecto humano. Lo que deviene en el enfrentamiento físico y mental con las fuerzas del orden, frente al granero que sirve de alojamiento a los cuclillos de Midwich. Una secuencia que Carpenter visualiza de manera ejemplar. Como significativos son los planos de un Midwich desvencijado y solitario tras los partos. Son las imágenes de un pueblo que se está muriendo después de haber acogido tales nacimientos.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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