En plena City de Londres, Harold Pelham (Roger Moore) trabaja en una importante firma de ingenieros navales, que a su vez posee un avanzado departamento de electrónica. Lo hace como técnico imprescindible además de como miembro del consejo. Pero otro factor es de reseñar. Pelham es un hombre de costumbres establecidas, y esto queda muy bien enunciado desde el arranque sin frenos de la película.
En efecto, Harold Pelham va pulcramente vestido, es estandarte de una vida metódica y ordenada que se respeta a sí mismo y a la tradición, como demuestra la regular disposición de su paraguas y sombrero en el asiento trasero de su vehículo. Se rige por las normas, no sobrepasa los límites de velocidad. Hasta su reloj de pulsera está sincronizado con el del Big Ben.
Pero algo sucede en su rutinario camino de regreso a casa, después del trabajo. De repente, se convierte en otra persona. Transformarnos al volante puede ser algo ocasional y nada extraordinario, pero para el personaje es como si aflorara un recóndito Hyde, puesto que adquiere una personalidad distinta y más arrojada, incluso lesiva, ya que esta le conduce hacia un accidente automovilístico. Durante el proceso, una trasposición de imágenes lo ha mostrado como si condujera un deportivo, en lugar de su sobrio y clásico auto.
Pero, ¿qué es lo que se ha manifestado aquí? El realizador, el veterano y muy apreciable Basil Dearden (1911-1971), sabe jugar con el suspense y la incertidumbre al proponer, a priori, diversas alternativas. ¿Se trata de un desdoblamiento? ¿Del afloramiento de una doble personalidad? ¿Es presa Pelham de una confusión de identidades, una suplantación? ¿Ha penetrado en un universo paralelo que se entrecruza? ¿Tiene tal vez posee el protagonista un doble o un hermano gemelo? ¿Está desarrollando una esquizofrenia o sencillamente sufre de amnesia? ¿Se trata de una conspiración o de una alucinación debida al shock post traumático? ¡¿Le habrán atacado los ultracuerpos?!
Sea lo que sea, el fenómeno es auténtico (y no es que una conspiración no pueda serlo). Tras ser intervenido quirúrgicamente en el hospital, Pelham se reincorpora a sus tareas habituales con el mismo afán metódico. O casi. Porque algo ha cambiado, y a veces nuestro hombre muestra comportamientos no procedentes con su carácter. Lo interesante del caso es que esto lo sabe el protagonista no por él mismo, sino por el testimonio de las personas que le rodean (que le cercan, se podría decir). Comienzan a verlo en lugares donde asegura no haber estado.
Al principio, su esposa Eva (Hildegard Neil), es testigo de dicho cambio sin saberlo. Anteriormente, se ha informado al espectador de que, estando en la mesa de operaciones, el electrocardiograma de Pelham ha mostrado una doble lectura por unos instantes, y es esta una de las pruebas “físicas”, mensurables, de que esta anormalidad que va a afectar al damnificado es real. Que de hecho ya le ha afectado, porque recordemos que antes del accidente había sufrido la mencionada “transformación”. Quiero decir que no estamos en el ámbito de la mera especulación o el trastorno psicológico. Otros detalles materiales dan cuerpo a este fenómeno insólito que se adentra en los pliegues de la realidad -de lo establecido, como son las citadas normas de conducta de nuestro personaje-. Así sucede con el hecho de hallarse con dos sombreros y dos paraguas, en lugar de un solo par, o con una cerveza a medio tomar. Hasta existen fotografías que atestiguan esa otra existencia del ejecutivo, como las que le ha hecho la fotógrafa profesional Julie Alexander (Olga Georges-Picot). Algo sumamente perturbador para quien, como le asegura una secretaria, varía menos que un reloj.
De manera inevitable -y muy bien llevada-, sale a relucir el hastío matrimonial. Lo que no obsta para que Harold Pelham se sincere con su esposa acerca de lo que le está sucediendo. Cosa que honra al personaje (¡o a una parte del mismo!) y exterioriza esa actitud organizada y honesta que lo (des)compone. La charla con Eva en el dormitorio, tratando de esclarecer su boscosa situación, es sintomática. En otro destacable momento, la consorte se ve en la obligación de atender a un conocido algo excéntrico, Frank Bellamy (Thorley Walters, siempre bordando estos descosidos).
Podemos añadir la efervescente escena en el club, institución inglesa por excelencia (y atractiva, lo confieso). Un ambiente en el que no deja de desprenderse cierta carga irónica. Aquí entra de pleno la charla con el psiquiatra Harris, planificada con igual causticidad (ya lo es contar con Freddie Jones [1927-2019] para el papel). No parece un caso clásico el suyo, asevera el médico. Pero sus conclusiones se quedan en el ámbito de la psiquiatría, es decir, de la mente. Y ya hemos visto que la cosa va más allá. Cuando Pelham está en tratamiento, “el otro” ocupa su puesto. Algo que corrobora su compañero de trabajo Tony Alexander (Anton Rodgers), cuando afirma que eres un hombre de costumbres fijas, ¡refiriéndose también a su doble!
Todos ellos, elementos muy bien sostenidos por el guión de Michael Relph (1915-2004) y el propio realizador de la película, con acompañamiento musical de ese oculto y magnífico -es decir, con personalidad propia- compositor que es Michael J. Lewis (1939). Ellos dan credibilidad al relato de esta partición tipo amebiana, en la estimulante línea del capítulo de Star Trek (1966-1969), El propio enemigo (The Enemy Within, Leo Penn, 1966), escrito por Richard Matheson (1926-2013). Lo que incluye una fracción fuerte y otra débil que se va desgastando. De cualquier manera, parece que, mientras se dirime este fantástico duelo, Pelham ¡habrá de aprender a convivir consigo mismo!
Es curioso cómo frente a ejemplos recientes de temática similar (pienso en la transferencia de mentes en la excesivamente fría y ensimismada Historias del bucle [Tales from the Loop, Fox-Amazon Prime, 2020]), Basil Dearden sabe extraer un excelente partido al fértil material con que cuenta, pese a los modestos medios. Razón por la cual, la película no ha envejecido pese a estar fijada en un determinado momento histórico (precisamente, el aprecio a este viaje en el tiempo es lo que distingue a los aficionados al cine de los meros consumidores de películas).
Lo cierto es que Tinieblas, también conocida como El hombre que se perseguía a sí mismo –incluso que se apareció- (The Man Who Haunted Himself, ABP-EMI-Universal, 1970), bebe de las fuentes de un estupendo episodio dirigido por Alfred Hitchcock (1899-1980) para su serie Alfred Hitchcock presenta (Alfred Hitchcock Presents, Universal, 1955-1962), escrito por Francis M. Cockrell (1906-1987) en torno a una historia original de Anthony Armstrong (1897-1976). El capítulo se titulaba El caso del señor Pelham (The Case of Mr. Pelham, 1955), y en él, el susodicho Pelham (Tom Ewell) hacía una sorprendente confesión a un médico amigo (Raymond Bailey). Es este protagonista un hombre con menos responsabilidades, pero igual de metódico en su proceder. Por otra parte, se mantiene la estupenda idea del club privado como escenario, esta vez, en territorio norteamericano, o la de las cartas que Pelham ha venido dictado con su nueva firma. Así como la escisión entre una sección más débil y otra fuerte, que es la que acabará tomando el poder. Al igual que en la película sucedía, nunca se ve a los dos Pelham juntos, salvo en la conclusión de la historia, que es la puesta en escena de un fenómeno con testigos (aquí el mayordomo) que se revela como una realidad física y no mental. No obstante, sí que existe una diferencia importante entre ambas plasmaciones: en el capítulo para televisión, un Pelham excluye al otro en el desenlace (es decir, no admite que son el mismo, como sí sucede en la película, una vez que ambas partes quedan a solas). El final es más irónico (sobreviene la locura), en tanto que, en la película, está preferentemente dispuesto a efectos dramáticos en el marco de la ciencia ficción (una de las dos porciones desaparece). Eso sí, en la simpática presentación del capítulo, Alfred Hitchcock comenta que algunas veces la muerte no es lo peor que le puede ocurrir a un hombre.
Seguimos en el ámbito somático de la mente. Es llamativo constatar cómo hoy en día, todo parece ser susceptible de ser etiquetado con el consabido marbete de “ahí hay truco” (referido al empleo del ordenador de forma masiva y artificiosa). Pero hubo un tiempo en que acudir a una sala de cine era un acontecimiento para el asombro y una oportunidad de escapar a la rutina (nada aburrida, solo que no había tantos entretenimientos -o distracciones- como ahora, si bien las películas eran de mejor cualidad narrativa; aparte de que no nos la destripaban de antemano en un tráiler: lo que, por otro lado se agradece, ya que estamos, se evita uno el tener que ir a verla). En fin, una capacidad de sorprenderse que aún no estaba al alcance de la televisión o los video juegos. Incluso en las películas con efectos especiales se podía apreciar la sensación de espléndida artesanía ofrecida por el departamento correspondiente. Si a esto se sumaba además un buen guión, como es el caso de las películas que hoy comentamos, el resultado podía ser redondo. En el siguiente ejemplo, la adaptación cinematográfica de la novela Estados alterados (Altered States, 1978), que por desgracia aún no cuenta con una adecuada edición al español, fue trabajo del propio autor de la misma, bajo el seudónimo de Sidney Aaron. Nos referimos al excelente novelista, dramaturgo y guionista Paddy Chayefsky (1923-1981), responsable de algunos de los más perfectos guiones de la historia del cine: Marty (Íd., Delbert Mann, 1955), Anatomía de un hospital (The Hospital, Arthur Hiller, 1971) y Network, un mundo implacable (Network, Sidney Lumet, 1976).
En cuanto a la puesta en escena de este nuevo relato, le tocó a Ken Russell (1927-2011) poco menos que por carambola, aunque a pesar de su naturaleza fílmica irregular, nos dejó probablemente el que es su mejor trabajo en Un viaje alucinante al fondo de la mente (Altered States, Warner Bros., 1980).
Al envolvente y expresivo movimiento de presentación con que se abre la película, en retroceso, se suma la voz en off del profesor Edward Jessup (William Hurt), fisiólogo catedrático de la Universidad de Medicina de Cornell, Nueva York (EEUU). Ambas vertientes nos ponen en antecedentes de la naturaleza del experimento y del lugar en donde se está desarrollando (poco menos que los sótanos de la Uni, lo que también puede tener alguna lectura alegórica). La aventura, o viaje, de nuestro protagonista, arranca en abril de 1967 en la Gran Manzana. En plena era hippy, Jessup trata de hacer realidad -materializar- eso de lo que muchos hablan y está en el ambiente. La espiritualidad y la libre expresión de los movimientos y pensamientos, encaminados a averiguar los orígenes del ser humano en su estadio más primordial, con ciertos visos de lisérgico idealismo. Avanza el tiempo y avanzan las investigaciones. El arrojo del joven profesor no ha decaído. Se ve inmerso en la búsqueda de nuestras consciencias anteriores, indagando en una idea que está bastante relacionada con el karma. Esto es, con la comprensión de la propia identidad, y la posibilidad de entrar en contacto con nosotros mismos, con el yo original o más primitivo.
Pero esto se va perfilando con los años. En un principio, Jessup comete el error de no tener meridianamente claro cuál es su objetivo (y así lo reconocerá). Ahí radica el peligro. Algo así como ingerir la ayahuasca sin un propósito prefijado. Qué estás buscando, le pregunta su compañero Arthur Rosenberg (el estupendo Bob Balaban); no lo sé aún, le responde Jessup. Mientras tanto, todo el mundo se empeña en tildarlo de loco, aunque Jessup no está en ningún hemiciclo, sino en el saludable entorno de la investigación académica, solo un poco más libre del germen de la envidia. El caso es que en sus fibras aparece impresa la necesidad de explorar. Se queja de que la mayoría de investigadores de su especialidad se dedican a los hippies o hacer una apología de la droga (qué razón tenía).
Jessup emprende su tarea con escasos medios, pero siempre en condiciones de control de laboratorio. Su objetivo final, ir más allá del análisis de los estados de alteración de la consciencia y la ingesta de sustancias sicotrópicas. Ello no obsta para acceder a dicha investigación por medio de estos elementos. Ante Jessup se abre un mundo inexplorado, está a la expectativa (¡y pronto a la que salta!); al igual que el espectador, de lo que salga. Él mismo asegura que a mí no me asusta el dolor en solitario.
No puede ser de otro modo, ya que ha venido demostrando su valía sondeando las experiencias íntimas de tipo religioso que se dan en la esquizofrenia (confiesa que tenía visiones de joven: parece predestinado psicológicamente). La experiencia del fallecimiento de su padre siendo adolescente es el gatillo que pone en marcha este proceso, pulcramente fotografiado por el gran Jordan Cronenweth (1935-1996).
En Boston o Nueva York, pasando por la ceremonia campestre de los hongos sagrados, un popurrí de drogas alucinógenas hervidas y servidas por los indios, el experimento vital no se detiene. En su devenir, Jessup ha entrado en contacto (ya en los sesenta) con la antropóloga física Emily (Blair Brown), que se convertirá en su esposa, y con el endocrinólogo Mason Parrish (Charles Haid). Cierta aura de superdotados los convoca. Un loco a lo Fausto, tilda Emily a su compañero. Que este se interese por la vida doméstica o íntima, en lugar de por el trabajo a pleno rendimiento parece complicado. Todo lo cual desemboca en una alteración de la estructura genética que -de nuevo- escapa al terreno de lo alucinatorio: se trata de alteraciones físicas y objetivas.
En este sentido, la película tiene una gran baza en el apartado visual. No resulta muy difícil entresacar imágenes bellas o impactantes. Incluso alegóricas, como ese viento que va desgastando los contornos. Esto incluye la eficaz superposición de imágenes, donde la música, a cargo de John Corigliano (1938; el serialismo, por lo demás insufrible, nunca tuvo mejor embajador estético), también cobra un áspero sentido primordial.
Finalmente, Edward Jessup ha retrocedido incluso a un estado previo a la deidad; en realidad, su conclusión de que no hay nada parece precipitada y, lo que es peor, arbitraria. De hecho, el empleo del sobrenombre de Chayefsky como responsable de la adaptación, en los títulos de crédito, responde a ciertas diferencias de criterio con el realizador, puede que en este sentido argumental (no lo sabremos hasta leer la novela). En cualquier caso, sin el concurso de la divinidad, parece que la regresión ha conducido a Jessup a una mera animalidad. A una (aparente) nada. Pero nuestra historia se resiste a acabar en semejante regresión simiesca. La película depara una coda que, junto al aspecto amoroso de la pareja, nada desdeñable, deja las conclusiones últimas al arbitrio de cada espectador.
Espero tener ocasión de leer la novela original de Paddy Chayefsky algún día. Los seguidores de este blog saben que, con frecuencia, me gusta proceder a la comparativa entre el relato escrito y su traslación cinematográfica, con ánimo no ya de establecer diferencias cualitativas, sino de poner de relieve lo mejor de ambos mundos. Entre tanto, Un viaje alucinante al fondo de la mente no ha perdido un ápice de su valor, ni visual ni argumentativo.
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