Tras los títulos de crédito iniciales de Los crímenes del museo de cera (House of Wax, Warner Bros., 1954), una panorámica recorre las figuras creadas con ahínco y delicadeza por el escultor Henry Jarrod (el incombustible Vincent Price). Al final de dicha panorámica, casi como una figura más, está el propio escultor sumido en su tarea. Estas efigies requieren de un mantenimiento y mimo constante, y representan distintos momentos de la historia del hombre, congelados en el tiempo. Sin embargo, como al frío se opone el calor, el destino cruel se presenta en forma de desaprensivo socio del establecimiento, un tipo de irónico apellido, Matthew Burke (Roy Roberts), dispuesto a que las creaciones sean pasto de las llamas para cobrar el seguro. Algo a lo que Jarrod se opone. De este modo, figuras históricas apresadas en el tiempo se enfrentan a un torbellino de emociones vehementes y transitorias, antes de desaparecer, devoradas por el fuego.
El caso es que tal delito enmascarado de incendio fortuito, ha dado al traste con las aspiraciones de Jarrod de dar a conocer sus creaciones por medio de un mecenas y crítico de arte llamado Sidney Wallace (el estupendo Paul Cavanagh, al que muchos recordamos por sus intervenciones en la serie Universal sobre Sherlock Holmes). Pero de entre todo ello, emerge una cualidad insoslayable, bien expuesta por el realizador André de Toth (1913-2002) y su guionista Crane Wilbur (1886-1973), en torno a un relato de Charles S. Belden (1904-1954) que, por desgracia, desconozco. Me refiero al hecho de que para Jarrod, sus figuras viven y respiran. Es decir, que no se trata de simples productos ornamentales. Como (casi) toda creación artística, la labor de Jarrod es ontológica y va más allá de la mera representación referencial. Hasta llegar a emplear, según nos refiere, cabello auténtico para añadir realismo a sus personajes. Para mí es un ser viviente, admite Jarrod sin ambages cuando muestra a Wallace su recreación de María Antonieta. Como puede apreciar el crítico, el escultor vive para su arte, y el hecho de que la gente pueda admirar la belleza que crea, convierte la experiencia de la contemplación en un tránsito entre el pasado histórico y el presente.
Por desgracia, como ya ha sido expuesto, el socio del negocio no está de acuerdo con el enfoque histórico y clásico de las imágenes, y tampoco dispuesto a esperar el recibir los anhelados beneficios, lo que desencadena un desastre provocado del que Jarrod, al igual que sus figuras, sale mal parado. Pero no muerto.
¿Crees que soy un asesino?, le espeta a Matthew, cuando este le arroja a bocajarro su pretensión de cobrar el seguro tras el siniestro. Pese a lo cual, nuestro trágico protagonista se convierte en su propia figura emboscada, tratando de aparentar cierta normalidad en una sociedad que, en el fondo de su naturaleza, está muy dispuesta a ser asustada.
Por descontado, el enfoque de las nuevas criaturas de Jarrod varía a la fuerza. Si son emociones fuertes lo que el público ansía, eso tendrá. Por ello, de representar momentos álgidos de la historia universal, las creaciones pasan a personificar episodios álgidos de la historia del crimen, la infamia y la tropelía, a modo de asesinatos conocidos, a los que el propio Jarrod va a contribuir; signo de los tiempos que le ha tocado vivir y de la experiencia de un implicado que predica con el ejemplo. Su gran guiñol deriva en una sangrienta revancha que se sustancia pasando de la ficción al ámbito de lo real. Pero sin distinción entre una cosa y otra. No en vano, el escultor trata de enmascarar sus crímenes que, así mismo, pasan del ámbito de la venganza personal al del perfeccionamiento de su obra artística, como si estos fueran debidos a meros suicidios o accidentes que luego son recreados en el museo. Un proceso psíquico y material arropado por las sombras y para el que requiere de dos ayudantes o “aprendices”; siempre, el eslabón más débil de la cadena: el ex convicto León (Nedrick Young) y el sordomudo Igor (apellido de reminiscencias igualmente evocadoras para el género; Charles Bronson).
Junto a la considerable tensión del tercio final de la película, destacan en la realización de De Toth una serie de elegantes fundidos a negro y acertadas resoluciones narrativas. Por ejemplo, cuando la joven Sue Allen (Phyllis Kirk) ayuda a vestir a su amiga Cathy Gray (Carolyn Jones), presentándose ambos personajes; o la desenvuelta relación de la primera con Scott Andrews (Paul Picerni). Lo que acontece en el escenario de las neblinosas calles neoyorquinas, que inevitablemente nos hacen pensar en el Londres victoriano del que procede Jarrod. Sus manos inutilizadas le imposibilitan, ciertamente, el poder acometer otras obras de arte de corte clásico, pero no así el tomarse la justicia por su mano. Yo soy otro hombre, determina, dando cuenta de su transformación, como decía, física y mental. De resultas de la cual, pasa a ofrecer al respetable truculencia y horrores para, literalmente, hacerlos morir de miedo.
Sin embargo, Jarrod, personaje atormentado donde los haya, no ha renegado de la belleza. Solo está incapacitado para ejercerla. Ya no puedo crearla, se sincera durante la jornada de inauguración de su nuevo museo. Lo que no conlleva que esté dispuesto a renunciar a ella, aunque con un sistema punible que se oculta tras la máscara de la apariencia social. Sus figuras tomadas de la realidad responden a una realidad textual. Con lo que, la consiguiente investigación no tarda en ponerse en marcha, gracias al teniente Brennan (Frank Lovejoy) y su ayudante, el sargento Jim Shane (Dabbs Greer).
Pero, ¿quién es el monstruo? Jarrod reaparece con su aspecto habitual a Wallace y al espectador (de la película y fuera de ella), en una de las resoluciones más felices de la historia, procurando una sorpresa final. De hecho, la última vez que Jarrod crea belleza y no fealdad es, precisamente, cuando ha cubierto su desfigurado rostro con una careta de feliz apariencia. Ironía y último tributo a este formidable artista de truncada carrera, que labora sobre sí mismo.
Originalmente, Los crímenes del museo de cera fue filmada empleando el recurso visual del 3-D. Esto proporcionaba determinados efectos escénicos, unos más impactantes y otros más engorrosos, por reiterativos. Entre los mejor logrados -presumo, puesto que mi visualización es la habitual-, se encuentra la desfiguración de las creaciones de cera a consecuencia del incendio, el plano que muestra al escultor-fantasma agarrado a una cuerda para penetrar por una ventana, o la imagen de una máscara que parece flotar en el aire, cuando la joven Sue visita las interioridades del museo a solas. Queda claro que se puede disfrutar de la película sin necesidad de aplicar dicho formato, apreciando la fotografía de Peverell Marley (1901-1964) y el excelente Bert Glennon (1893-1967), amén de la partitura de David Buttolph (1902-1983).
En realidad, esta fue la segunda versión de la historia de Belden. Hubo una anterior, que paso a reseñar a continuación. Se trata de Los crímenes del museo (Mystery of the Wax Museum, Warner Bros., 1933), filmaba en un rudimentario aunque indicativo tecnicolor -en cualquier caso, necesitado de la adecuada restauración-, y con protagonistas de la talla de la mítica Fay Wray (1907-2004) o Lionel Atwill (de nuevo, relacionado con la antedicha serie de Sherlock Holmes; 1885-1946). Este tono primitivo confiere, pese a todo, cierta pátina de turbiedad a la película.
En esta ocasión, la adaptación corrió a cargo de Don Mullaly (1886-1933) y Carl Erickson (1908-1935), y la fotografía pertenece al veterano Ray Rennahan. La acción también arranca en Londres, en 1921. Idéntica panorámica a la empleada por Toth abre la película de Michael Curtiz (1886-1962), solo que esta se desplaza de derecha a izquierda. El resultado es el mismo, mostrar el espacio vital donde se van a desarrollar parte de los acontecimientos dramáticos (un museo), y presentar al protagonista principal, el escultor Iván Igor (Lionel Atwill).
Otros elementos extrapolables forman parte Los crímenes del museo. Como el taimado socio, o el mecenas que presta su apoyo al artista, Galatalin (Claude King). Y por supuesto, las creaciones de las que Igor se siente tan orgulloso, como su Juana de Arco o María Antonieta.
Los diálogos resultan más concisos en esta versión, pero algunas imágenes son igualmente expresivas, como las que muestran la cera en ebullición, o las que, una vez más, exponen las figuras derritiéndose a causa del fuego. Doce años después, el señor Igor ha reaparecido y abierto un nuevo establecimiento en Nueva York. Su llegada coincide con la festividad de Año Nuevo y Michael Curtiz emplea recursos como el de una grúa que accede a uno de los ventanales donde se está celebrando el jolgorio. Como contraposición, la joven Joan Gale (Monica Bannister) comete suicidio durante dicha festividad. O eso es lo que parece. La periodista Florence Dempsey (Glenda Farrell), prototipo de mujer desenvuelta y de recursos tanto verbales como físicos (no hacía mucho que se había estrenado la primera de las versiones del clásico de Ben Hetch (1893-1964) y Charles McArthur [1895-1956], Primera Plana [The Front Page, 1928]: Un gran reportaje [The Front Page, Lewis Milestone, 1931]), se pone mano a la obra con una investigación que no la seduce, pero de la que podrá tirar de un sustancioso hilo.
Como consecuencia, el personaje femenino antes visto se desdobla, al igual que sucede con el asesino o, mejor dicho, con la mente criminal del relato: villano y artista; creador en ambos sentidos, al margen de su empleo de “manos derechas” en las personas del “profesor” D’Arcy (Arthur Edmund Carewe) y Hugo (Matthew Betz). En cualquier caso, como digo, junto a Florence está la asustadiza Charlotte Duncan (Fay Wray), comprometida con el escultor Ralph Burton (Allen Vincent). Sin embargo, Charlotte pronto desaparece de escena para reaparecer justo al final, como víctima propiciatoria y sacrificial, salvada in extremis por el aguerrido Ralph. De facto, también existen dos héroes, Ralph y George Winton (Gavin Gordon), un animado vástago de la nobleza neoyorquina.
Yo te haré inmortal, le asegura Igor a Charlotte, cuando percibe el rostro ideal para su nueva María Antonieta (algo así como la identificación por parte del personaje de Drácula de su antigua amada con Mina). Entre tanto, y a diferencia de su homólogo Jarrod, que se pasaba al género del terror, el escultor continúa representando escenas clásicas; en este caso, el terror subyace dentro de las figuras. Tampoco su socio Joe Worth (Edwin Maxwell), es objeto directo de su desquite, pero sus ayudantes sí que siguen siendo fundamentales para él. Sin alma, las manos son inútiles, comenta Igor ante D’Arcy. Un aspecto que se traslada a las extremidades del ayudante, con toda su carga de turbadora capacidad. En cuanto al ser desfigurado que semeja un fantasma, ¿quién es? Curtiz sabe mantener bien el suspense respecto a su identidad.
Sobresale, así mismo, el excelente decorado de la morgue, que recorre el “fantasma” en busca de materia prima con que afirmar su material de cera y fijar su ideal de belleza: recordemos la eliminación de puentes entre lo real y lo imaginado; el ser humano bello es entonces soporte de una recreación admirativa y casi eterna. Por cierto, una escena esta de la morgue carente de acompañamiento musical, extrañamente deshabitada, y a la que se suma otro decorado levemente expresionista (el mismo, aunque remodelado), situado en las entrañas del museo. Curtiz es pionero en la perturbadora imagen de la cabeza de Hugo, confundida con otras de cera. Un efecto que sería retomado de forma humorística en situaciones análogas; por ejemplo, en la estupenda El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, 1974) de Mel Brooks (1926), o en la celebrada imagen del extraterrestre E.T. camuflado entre los muñecos de un armario. No en vano, también en Los crímenes del museo hay lugar para el humor, a costa de la fatídica Ley Seca (1920-1933), por boca de la burbujeante Florence, al tomar unas botellas ocultas de un sótano.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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