Puede parecer ciencia ficción, pero aún hoy se siguen justificando atropellos y autarquías en función de la ideología política que las sostiene. Desconozco los procesos mentales por los que una persona cae en dicha trampa, pero resulta espeluznante comprobar cómo continúa habiendo dictaduras que gozan de buena prensa. La miniserie de HBO Chernobyl (Id., 2019), escrita por Craig Mazin (1971), nos hace reflexionar sobre esta triste circunstancia.
Recordaba Gustavo Bueno (1924-2016) que el comunismo como idea abstracta es incluso anterior a la Unión Soviética -algo así como parte consustancial a algunos seres humanos, sino todos-, y que esta ya quedaba expresada en determinadas escuelas filosóficas antiguas y religiones del mundo. En cualquier caso, como idea política moderna, necesariamente implica el control por medio de un estado. Las suplencias de este mecanismo de coerción las fue desmontando Bueno, del poder de las Iglesias al de los gobiernos, como controladores de cada manifestación humana; de hecho, a cada cultura le corresponde un estado, aunque no en igual medida, puesto que los hay más permisivos con la libertad del individuo. Así se explican determinados desfiles de la ignominia y la exclusión, como el puesto de manifiesto -entre otros muchos- por los gerifaltes del juicio final (sarcástica conexión) con que concluye la miniserie, personificados en el representante del K.G.B., Charkov (Alan Williams). Juicio final, pero no definitivo.
Pues bien, tal es el complejo motor que se pone en funcionamiento cuando el de la central nuclear explosiona. Lo que proporciona un escenario de imágenes sobrecogedoras no aireadas con anterioridad, que según son expuestas por su director, el competente Johan Renck (1966), poseen un marcado acento de réquiem y elegía. No en vano, Chernóbil se desgrana con la cadencia de la fatalidad, de lo imposible (por inesperado). No existen planos atropellados a lo largo de la serie (no ocurrirá así con los derechos de algunos de sus protagonistas).
Una visualización en la que destaca la luminosa explosión del núcleo de la central, contemplada en la distancia, es decir, desde una engañosa seguridad. Incluso los magníficos decorados interiores son sinónimo de una acusada miseria material (nunca moral), transmisores de una aguda tristeza arrastrada desde hace décadas (por mucho que la urbe fuera de reciente edificación). De igual modo, las localizaciones en el exterior han sido bien seleccionadas y disponen de la necesaria impronta dramática y desolada. Se trata de un escenario que no escapa de suelo ruso, como prisionero de sí mismo y de una trama de discurso propagandístico falseado y siniestra camaradería. En suma, una desinformación de la que se hicieron eco muchos medios de comunicación (lo recuerdo muy bien y basta comprobarlo ahora).
En dicho escenario también se observa la aparentemente invisible capa que separa a los mandamases del resto de los mortales (nunca mejor dicho), así como la que separa el lenguaje de la realidad. De este modo, se asegura desde un primer momento, que el accidente, también motejado de incidente por las instancias oficiales, ya está controlado, aunque como sabemos, no sus consecuencias. Por de pronto, la realidad es que existe mucha más radiación de la que admiten las autoridades de Prípiat, la ciudad-hábitat para los trabajadores de la central. Por algo el ser humano suele estar habituado al peligro que se ve, y no tanto a la radiación, la tergiversación y el ocultamiento (y finalmente, la represión armada), aunque estos aspectos acaben por hacerse muy visibles. Duro se hace pensar y observar a tantas personas que hubieron de dejar atrás su vida y pertenencias por un acontecimiento que ni siquiera fue reconocido oficialmente.
Como duro ha de ser despertar un buen día y darse cuenta de que el estado al que se sirve con ahínco es el auténtico enemigo de la libertad. Así le sucede al, en primera instancia, complaciente ministro Boris Shcherbina (Stellan Skarsgård), que se ve acompañado, a su pesar, del “alarmista” profesor Valery Legasov (Jared Harris), hasta las ruinas de Chernóbil. Pisar aquel terreno supone para Shcherbina un antes y un después en su concepción de la rutina y la militancia.
Pero entre tanta calamidad, no se pierde de vista lo mejor de la naturaleza humana, reflejada en el momento de prestarle un cigarrillo a un compañero, en el mismo instante de ser conscientes de que no se va a sobrevivir (capítulo I), o en el plano-contraplano que une al bombero Vassily Ignatenko (Adam Nagaitis) con su esposa (Jessie Buckley), a pesar de la distancia que los separa: él está apagando el fuego en la central y ella aguarda en su apartamento (I). En efecto, Chernobyl también pone de manifiesto la dimensión individual del heroísmo. Quienes así actúan, lo hacen movidos por una lealtad interior y personal. Al citado Legasov y, en cierta medida, el ministro Boris, se une la valentía de los mineros, bomberos y población civil de Prípiat y Chernóbil, y la de la físico-nuclear Ulana Kohmyok (Emily Watson), del Instituto de Energía Nuclear de Minsk. A ella refieren los testigos afectados –buena parte de los testimonios se dan en off- lo ocurrido la noche del desastre (III). Sus tragedias bien pueden sumarse, salvando todas las distancias que se quieran, a las de la explosión de Ortuella, la Presa de Tous, el submarino Kursk o Bhopal.
También destaca ese punto de no retorno por el que el profesor Legasov procede a la lectura de un documento de encubrimiento, momentos antes de acceder a una reunión con el premier ruso (David Dencik). No es necesario insertar un plano de dicho documento o una voz en off del personaje para saber que este resulta altamente insatisfactorio, algo que se evidencia en el rostro del profesor (II). A las antedichas imágenes, podemos incluir la de una bicicleta radiactiva, la exposición verbal de los niveles de radiación que circundan el ruinoso perímetro del reactor siniestrado, o los “bio-robots” y los noventa segundos más importantes de sus vidas (todos en IV).
A lo largo de los cinco capítulos de la miniserie, está bien dosificado el suspense del por qué la aparatosa explosión del núcleo de la central nuclear. La verdad irá saliendo a la luz trabajosa pero firmemente, pese a un estado que oculta a sus verdaderos héroes. O como advierte Legasov al término del último capítulo, son muy pocos los que desean conocer la verdad pese a que nos ufanamos en buscarla, No obstante, esta siempre se abre camino.
En pocas realizaciones como esta ha quedado tan patente el nivel de insensibilidad de un aparato estatal y burocrático en materia de libertades. Lo conforman líderes que si por algo se caracterizan es por entender, entre otros conceptos, la libertad de expresión como carta blanca para agredir a los demás. Así, junto al llamado Comité Central (el gobierno), que amenaza a Legasov con el olvido en forma de un legado propio que va a pasar a otros (V), se superponen personajes como el ingeniero Dyatlov (Paul Ritter), ejemplo de lo que es un “superior inferior”; esto es, un jefe prepotente y déspota. Son estas personas y entidades las que realmente despojan de dignidad a las víctimas carcomidas por la radiación; más que la radiación misma (tesitura equiparable a la falta de respeto de los políticos hacia sus votantes, una vez conseguido el voto).
Por último, se suele decir, y es verdad, que la auténtica muerte sobreviene con el olvido; ese con el que se amenazaba a Legasov. Lo cierto es que desde 1986, incontables decenas de víctimas habían permanecido muertas. Hasta ahora.
Próximamente: Stranger Things (tercera temporada)
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