1967. El
célebre psicólogo y médico alemán Hans Bender (1907-1991) investiga un fenómeno
extraño en las oficinas del abogado Sigmund Adam (-), en Rosenheim, Baviera. Los
síntomas son como sigue: los cuadros se dan la vuelta, las lámparas de balancean,
las bombillas estallan con inusitada frecuencia, el suministro de la luz acusa
cambios drásticos de intensidad, el teléfono opera solo… El diagnóstico lo
encuadró Hans Bender dentro de los efectos de la psico o telequinesia.
Ahora bien, este tipo de manifestaciones también suele venir acompañado de otro fenómeno no menos extraño y pertinaz, que consiste en las críticas más acerbas y espurias. Que, en su afán de desmontar en nombre de la ciencia (nombre tomado en vano) la falsedad de los hechos, con teorías más inverosímiles que las que podrían explicar los hechos mismos, son enormemente divertidas de leer. Suelen provenir de sujetos que se auto definen como escépticos o naturalistas; curiosamente, no como investigadores. Como si la naturaleza atendiera a una sola dirección. Y sin que esto quiera dar a entender la inexistencia de fraudes.
De hecho, en el caso Rosenheim, se inspeccionó todo lo técnico con ahínco, incluida la central telefónica. No era esta la causa. Ninguna razón física aparente fue hallada. Tan solo los fenómenos, mensurables, registrables, producidos por una joven empleada de la oficina con aptitudes especiales que, en teoría, fue capaz de liberar de forma inconsciente montones de energía y tensión psíquica -no mensurable- sobre la materia. Son experiencias que nos alteran, pues escapan a nuestro campo físico e intelectivo de acción. Campo limitado, huelga recordarlo, por nuestros sentidos. Prueba de ello es que tales fenómenos parecen sujetos a una inteligencia…
1982. Año
mágico donde los haya. Con todo este buen material de partida, se construye
nuestra trama. El retrato fenomenológico es el de la familia Freeling,
compuesta por el vendedor inmobiliario Steve (Craig T. Nelson), su esposa Diane
(Jobeth Williams), y los hijos Dana (Dominique Dunne), de dieciséis años,
Robert, Robbie (Oliver Robbins), de
ocho, y la pequeña Carol Anne (Heather O’Rourke), de cinco. Según nos comentan,
Carol Anne nació en la casa. Ya tenemos aquí un vínculo muy directo con el
entorno. Pero en Poltergeist, fenómenos
extraños (Poltergeist, Metro
Goldwyn Mayer, 1982), la narración sabe bilocarse, barajando
las cartas de lo paranormal en un doble juego. Carol Anne puede, pese a su
juventud, mostrar alguna potencialidad, como la citada empleada de la oficina
alemana, pero en la casa habita alguien más.
El perro de
la familia es quien, en buena medida, nos enseña la vivienda -el escenario-,
mientras deambula por ella y nos presenta a los principales protagonistas mientras
están durmiendo. El dormitorio de Steve y Diane, el salón de la casa, el cuarto
de los niños. El realizador Tobe Hooper
(1943-2017) va a sacar partido a todos estos espacios. Lugares cotidianos que
se van a ir cargando de una energía dramática y emocional. También se nos
explica, conforme avanza la narración, que los encantamientos suelen estar más relacionados
con una casa o zona, en las que el espacio queda sometido a las intenciones de
entidades, por lo general, imperceptibles, frente a las apariciones
fantasmales, de almas errantes o pertenecientes al plano espiritual, que se
manifiestan de forma más perceptible, en asociación con personas cercanas o
lugares frecuentados en vida. Aquí se van a contemplar ambas vertientes, a
través de un novedoso vehículo de penetración: el aparato de televisión. Es una
idea excelente, ya que este es una moderna vía de (trans)comunicación.
También se
ha dicho que los niños suelen ser más perceptivos. Esto se refleja en la
película, gracias a un guión con conocimiento de causas, elaborado por Michael Grais (1948), Mark Victor (-) y Steven Spielberg (1946), también productor, junto a Frank
Marshall (1946). Los extraños fenómenos dan inicio, por así decir, de forma
habitual, inocua y hasta divertida. Con unos cubiertos doblados. Aunque esto
también abarca la naturaleza de la muerte física (de una mascota). Atención.
Cuando estos fenómenos comienzan a desasirse de su nivel, manifestándose en el
plano físico, coinciden con un tornado. Otra buena idea que trata de desviar la
atención sobre lo acaecido, en lo cual se conjugan elementos tanto naturales como
sobrenaturales (el “comportamiento” del árbol añoso del jardín es un buen
ejemplo). Tal equilibrio -falso-, entre lo natural y lo sobrenatural, se rompe,
y la balanza se desnivela con la progresiva impregnación de la vivienda, cuando
la anormalidad se acaba por instalar en toda su magnificencia.
Desde un
principio, intuimos que el armario del cuarto de los pequeños es el vórtice. Si
bien, como dice la médium Tangina Barrons (grande Zelda Rubinstein), esta casa tiene muchos “corazones”. Dicho
armario es parte de una zona de bilocación -también de ectoplasmia-, donde el
tiempo y el espacio se dan la mano o se separan, alterando nuestro compromiso
con la realidad. Inquietante tierra de nadie. De hecho, Carol Ann habita en una
realidad paralela desde su abducción, para desesperación de la familia.
Sobreviene
la obligada y siempre atractiva -amén de tranquilizadora- consulta con el
Instituto de Parapsicología de la región. Donde son, no solo recibidos, sino
escuchados. En concreto, por la doctora Lesh (siempre formidable Beatrice
Straight), y sus ayudantes Ryan (Richard Lawson) y Martin (Martin Casella).
Como dice la doctora, yo soy psicóloga,
pero me dedico a investigar estos fenómenos por verdadera afición.
Es muy
fuerte lo que pasa. Ni siquiera hemos ido
a la policía, declara Steve ante el grupo de investigación.
El guión no
solo está bien articulado, sino que es bello, como bien demuestra el animoso
diálogo que la doctora Lesh mantiene con Diane y Robbie en la casa, en uno de los escasos, pero necesarios, momentos
de introspección.
La música
es igualmente un factor importante. Esencial. Forma parte de la narrativa -qué
tiempos-. Jerry Goldsmith (1929-2004) ofrece un trabajo sensacional, con
reminiscencias de su magistral Star Trek (1979). Él sí que estuvo en perpetua
situación de gracia como músico de películas desde los años cincuenta. La
partitura, no escasa en incursiones impresionistas, puntea a unos actores en permanente
estado de alteración emocional. Su percepción de la realidad ha variado de
forma sustancial. La habitación anti-gravedad en la que Diane es atacada,
mantiene concomitancias con la notable El
ente (The Entity, Sidney J.
Furie, 1982), y anticipa uno de los mejores efectos de Pesadilla en Elm Street (A Nightmare on Elm Street, Wes Craven, 1984). Lo que se hace extensivo a los mechones canos aparecidos en el pelo de
la protagonista, a razón del estrés y la preocupación, y a la tonada infantil
que estructura, impregna y relaciona la partitura de esta última con la labor, siempre
inspirada, de Goldsmith. Hemos trabajado
tanto para esto, se lamenta Diane cuando se preparan para abandonar la casa,
en la que es una de las líneas de diálogo más ocultas y terroríficas del guión.
Razón no le falta, a la desestructuración familiar, tema abrazado por Steven
Spielberg en alguna otra ocasión, pongo por caso, en Encuentros en la Tercera Fase (Close Encounters of the Third Kind,
1977), se une la material. Pues falta la traca
final. Cuando se desatan todos los
demonios.
Pero en Poltergeist no deja de aparecer otro
sutil elemento, marca de la casa, o al menos, de las producciones que Spielberg
emprendiera en aquella gloriosa época. Me refiero al sentido del humor, puntal
de los emergentes efectos especiales (digitales y artesanales). Así, destacan las
juguetonas manifestaciones desatadas en la habitación de la niña, o el foco guasón
en la cocina. Aún, sin la peligrosidad del espíritu maligno que habita entre
los que esperan una digna sepultura. Esto es, hasta la total y absoluta
aniquilación del entorno físico.
1985. Aparece un nuevo fenómeno en forma de psicoimágenes. Estudiadas y avaladas por referentes de lo paranormal como Klaus Schreiber (-), su descubridor; el sacerdote y teólogo François Brin (-), o Pedro Amorós (-), presidente de la Sociedad Española de Investigaciones Parapsicológicas.
¿Fuente de
esperanza o desasosiego? En todo caso, una brecha que simboliza de forma
lacerante nuestro miedo a dejar de ser. Llevamos milenios tratando de contactar
con los muertos. Y cuando más tranquilos estamos, resulta que son ellos los
que, a veces, se ponen en comunicación con nosotros, chafándonos el desayuno.
No es algo nuevo, aunque sí el hecho de que existen mecanismos que antes no
existían -otros vendrán-. Primero fue el magnetofón, así que, ¿por qué no la
televisión? Cosas más raras se han visto en ella a buen seguro. Al fin y al
cabo, un campo de experimentación totalmente novedoso se ha abierto, sobre todo
desde que el doce de junio de 1959 destapara esta Caja de Pandora Friedrich Jürgenson (1903-1987). “Caja” que
escapaba a los condicionamientos de los positivistas -no de la ciencia, siempre
por desarrollar-, encaminándose a un fin concreto: la constatación de un “más
allá”. Para muchos, una conclusión desasosegante. No sé por qué. Se trata de
que ese campo abierto no acabe por engullirnos, cuando el monstruo sale del
armario.
Muchas veces, ya lo hemos visto, tales fenómenos quedan sujetos a lugares donde se han producido sucesos dramáticos o luctuosos. Sean estos Ochate (Burgos), Bélmez de la Moraleda (Jaén) o Cuesta Verde (California). ¿Tenemos derecho a decir que todo acaba donde concluyen nuestros sentidos? ¿Volveremos a encontrarnos? Más perturbador aún, ¿son quienes dicen ser?
Poltergeist se concreta con los medios necesarios para hacernos pasar un buen mal rato. Y no ha envejecido un ápice. La idea primordial es que hay más de lo que percibimos. Lo que incluye a aquellos que se resisten a entrar en la luz. A dar el salto hacia esa otra forma de vida… con suerte. La muerte es una esfera diferente de consciencia, nos anima Tangina Barrons. Por su envoltura y significado, Poltergeist, fenómenos extraños es lo que yo considero una obra de arte. Al fin y al cabo, ya sabemos que la muerte es un fin inevitable. Pero, ¿es el fin?
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