Para el sábado noche (CXIX): Los nuevos centuriones, de Richard Fleischer, y El trueno azul, de John Badham

02 agosto, 2022

| | |
Dos formas de entender el policíaco. Las dos distintas pero apasionantes. La primera responde al sugestivo título de Los nuevos centuriones (The New Centurions, 1972), una realización del espléndido Richard Fleischer (1916-2006), en torno a la propuesta novelística de Joseph Wambaugh (1937), el mismo autor de Campo de cebollas (The Onion Field, 1973). Si nos situamos, comprobamos que esta película es una más que notable muestra de cine policiaco seco, áspero, característico de aquella época que supo reflejar con desacostumbrado realismo la eclosión de escaladas al poder de tres al cuarto y a toda costa, y los callejones de podredumbre de las grandes urbes, en consonancia con títulos fundamentales, algunos hasta fundacionales, como El detective (The Detective, Gordon Douglas, 1968), Brigada homicida (Madigan, Donald Siegel, 1968), Bullitt (Íd., Peter Yates, 1968), Ciudad violenta (Città violenta, Sergio Sollima, 1970), Contra el imperio de la droga (French Connection, William Friedkin, 1971), Harry, el Sucio (Dirty Harry, Donald Siegel, 1971), Las noches rojas de Harlem (Shaft, Gordon Parks, 1971), Pánico en la calle 110 (Across 110th Street, Barry Shear, 1972), Serpico (Íd., Sidney Lumet, 1973), San Francisco, ciudad desnuda (The Laughing Policeman, Stuart Rosenberg, 1973) o Desafío (Mr. Ricco, Paul Bogart, 1975). Obras cuya perturbación atacaba no solo al ecosistema, sino, de forma muy específica, a las personas, como bien quintaesenció Taxi Driver (Íd., Martin Scorsese, 1976), con guión, no se olvide, de Paul Schrader (1946), pero que ya antes había desembocado en la oscuridad de la magnífica La ofensa (The Offence, Sidney Lumet, 1972). Todo esto, sin el glamour luminiscente procurado por la década siguiente, es decir, mucho antes de la sofisticación y apostura -en el mejor sentido- de Arma Letal (Lethal Weapon, Richard Donner, 1987) y sus adláteres.

Pero desde un punto de vista, no diría que más humano, pues las otras muestras citadas también lo son, sino abiertamente humano, destaca Los nuevos centuriones. Lo veremos. No en vano, la pieza fue adaptada del excelente material de partida por el avezado y eficaz Stirling Silliphant (1918-1996), parece que con alguna intervención no acreditada de ese curiosísimo personaje que fue -y es- Robert Towne (1934), con fotografía de Ralph Woolsey (1914-2018), decorados de Boris Leven (1908-1986), y música de Quincy Jones (1933).

Lo primero que cabe destacar es el acerado retrato de unos seres falibles, como cualquier hijo de vecino. Con lo que no se pierde nunca de vista ese componente humano al que antes aludía. Firmeza, de una parte, aun siendo esta progresiva en el caso de los recién llegados al cuerpo, y fracaso, frustración o desanimo, según el grado de nihilismo y personalidad. Vaivenes constitutivos de toda vida laboral.

En Los nuevos centuriones, el recién llegado es Roy Fehler (Stacey Keach, actor por el que siempre he sentido especial predilección), y el veterano, Andy Kilvinski (el enorme George C. Scott, a pesar de sus idiosincrasias). Ahora bien, aunque en la película sobresalgan los personajes encarnados por Keach (1941) y Scott (1927-1999), también poseen importancia algunos roles de soporte, otros compañeros de oficio, como el novato Gus Plebesly (Scott Wilson), o el más curtido Whitey (el característico Clifton James, al que recordamos en sus simpáticos roles para sendos films de James Bond -y del que pronto volveremos a tener noticia-).

Otro compañero, Sergio Durán (Erik Estrada), comenta en determinado momento que él ansiaba escapar de la zona este como delincuente pandillero, cuando lo cierto es que ha regreso a ella -y a sus malos recuerdos- como agente de policía. El anhelado oeste, incluso en un relato ambientado en época moderna -la excelente década cinematográfica de los años setenta-, pero de innegables reminiscencias western.


Esta equiparación entre el western y el policiaco se fue convirtiendo en una zona atractiva y transitada gracias a este último género. A su vez, el cariz clásico que denota el título original y en español hace alusión a esas figuras poderosas, pero no indestructibles, cuando no contradictorias, aunque de buen corazón, que son los protagonistas, los cuerpos y fuerzas de seguridad, en su fisonomía más coral. Y ya sabemos que el “corazón” es lo primero que a veces nos falla.

Estos nuevos centuriones se debaten entre la campechana camaradería y un rosario de incidencias de desigual intensidad. Están los turnos y los compañeros de ronda. La rutina y ciertas líneas rojas, que a veces se esgrimen y sobresaltan bajo los destellos de las luces azules. En esta labor de vigilancia y observancia de la ley, la pertenencia a pandillas juveniles o la prostitución, afloran como vías de expresión de una consecuente insatisfacción urbanita, pero también como resultado de la carencia de una cultura que, se desconoce, es el único factor que siempre ayuda al ser humano a mantenerse a flote. Los apartamentos, mejor o peor dispuestos, son así mismo testigos del día a día de familias diferentemente avenidas, también entre los policías. Como apenas escapa a la supervisión, o el espionaje, merced a la intromisión de la cámara, la tremenda compañía de la soledad. Por ejemplo, la que aqueja a Andy Kilvinski y va a experimentar Roy, en esa pulsión fluctuante en que se ha convertido su vida, tan entrometida y ligada al trabajo.

Veterano y novato. Un círculo que pretende desprenderse de los vicios, sin apercibirse del deterioro individual durante el trabajoso proceso. Tal como refleja la vida en construcción -o demolición- de Roy con su esposa Dorothy (Jane Alexander). Me gusta recorrer las calles, declara el marido. Probablemente, su “declaración” más sentida. Y es verdad que disfruta con ello. Para pesar de su compañera, que observa cómo, en cierta medida, Roy le está engañando con otra. La calle.


En efecto, el policía ha descubierto una nueva adicción, la del trabajo. Además del humano -nuevamente- apoyo a sus compañeros, en lucha continua contra el arbitrio de las sucesivas y cambiantes disposiciones policiales, por parte de los políticos de turno. Preceptos asumidos con rigidez por el sargento Anders (el estupendo James Sikking), reglamentado, ortodoxo y aburrido hasta la médula, sin gracia. Una camaradería que a veces, por lo tanto, no se da, por los motivos o química que sea, dependiendo de las distintas personalidades. A Anders se suma el nuevo compañero de Roy, Johnson (William Atherton), con el que no se compenetra, por motivos ya muy diferentes. Con lo que, pese a la jubilación de Andy, su presencia y veteranía confortadora es siempre bien recibida. Nosotros sí vemos a las víctimas, le recuerda Andy a Roy.

Luego está el escenario. Sucio. Real. Apaleado. Como el de esas y otras tantas producciones, con sus fosforescentes supermercados y tiendas de licores abiertos toda la noche. En este sentido, Richard Fleischer hace continuo alarde de su buena disposición para la realización, no aparentando estar nunca detrás de las cámaras. Ejerciendo una medida y versada planificación, que está, pero no está. Como rubrica el tiroteo en un aparcamiento, o a la hora de abordar asuntos peliagudos, cuando aún se penalizaba a los llamados “maricas” en zonas públicas de ligue. Conviene contextualizar, obviamente. Una represión con la Roy (al igual que Frank Sinatra [1915-1998] en la ya mencionada y ejemplar El detective), se siente a disgusto, cuando entra a formar parte de la rimbombante -pero auténtica- Brigada de la Represión del Vicio. No es lo único, como hemos visto, a lo que tendrá que hacer frente el agente Roy en su progresiva madurez como policía. Difícil es encarar la sempiterna incomprensión de una cónyuge que no entiende -ni desea entender- que Roy le dedique tanto tiempo a su trabajo, máxime cuando este le puede poner en una silla de ruedas de por vida o mandarlo al barrio del que -por lo usual- no se regresa jamás.


Lidiar con las relaciones de pareja suele ser un destacado meollo en todos los relatos con policías a bordo. La respuesta que él da a Dorothy, en este sentido, resulta modélica. Aunque ella ya está decidida a abandonarlo (las dificultades de pareja han atravesado una fase de alcoholismo). Encontrar la estabilidad en la persona adecuada, comprensiva, sin dejar por ello de ser independiente, es algo que no se producirá hasta el encuentro de Roy con la enfermera Lorrie (Rosalind Cash). Una relación más madura -léase bien: no de consortes comprometidos desde los dieciséis años-, que le hará revalorar sus prioridades.

Antes hacía mención a la jubilación de Andy Kilvinski. Parece anecdótico, pero es un puntal esencial dentro de la estructura narrativa -y visual- de la película. Como un punto y aparte. Andy da la impresión de pertenecer a ese grupo de personas que tan solo sirven para realizar, de forma espléndida, eso sí, no ya un trabajo en concreto, sino única y exclusivamente su trabajo. Sin demasiada vida alrededor. En buena medida, es el precio de la profesionalidad. Intachable, no hay que dudarlo, pese a las bien recibidas irregularidades de Roy (el trato ofrecido a las prostitutas en una redada deviene divertido y familiar, en un proceder acostumbrado tan inamovible como respetuoso).

Como nota curiosa, en Los nuevos centuriones también tenemos ocasión de descubrir otros dos rostros carismáticos dentro del elenco de actores de soporte. Aun en participaciones breves, reconocemos a Anne Ramsey (1929-1988), inolvidable bruja mala de Los Goonies (The Goonies, Richard Donner, 1985), como la mujer que pide auxilio justo al final del relato, y al no menos expresivo Ed Lauter (1938-2013), en esta ocasión, de parte de la ley.

En la antigüedad, servir y proteger era labor que se puede rastrear incluso hace cuatro mil años, en Egipto, donde grupos organizados por el faraón tenían por objeto perseguir y castigar determinados delitos (sir ir más lejos, o más allá, la profanación de tumbas). En la Grecia clásica existía la figura del custodio de la ley, y en la China de la dinastía Shang, los alborotadores se las veían con todo un cuerpo de policía bien formado. La guardia pretoriana hacía lo propio en los dominios romanos (y seguro que daba gusto verlos con sus pertrechos). Como sabemos, durante la Edad Media, el orden y concierto dependía fundamentalmente de cada señor feudal. En cuanto a la conformación moderna de la institución, dicen que pudo deberse a Luis XIV (1638-1715), o bien derivar de la Santa Hermandad, creada en España en 1476, con el fin de mantener la paz en las distintas rutas de comercio y perseguir a los delincuentes del reino. Bien por los Reyes Católicos. La primera policía uniformada se crea en el París de 1829 (con tricornio, por cierto). El mismo año, por lo visto, que Scotland Yard. Nuestro nefasto -algo bueno tuvo que hacer- Fernando VII (1784-1833) es el responsable de la creación de la Policía General del Reino, allá por 1824. Antes que los franceses e ingleses. Y Cecil B. de Mille (1881-1959) dio fuste y esplendor a la Policía montada del Canadá (North West Mounted Police, 1940), fundada en 1873. Poco antes, en 1870, se instaura el primer laboratorio de policía científica, obra de Alphonse Bertillon (1853-1914). Luego los ayuntamientos inventaron las multas.

También en París, se instituye en 1883 la primera escuela de policía. Ciento un año más tarde, se estrena Loca academia de policía (Police Academy, Hugh Wilson, 1984).


En cuanto a la policía hoy, nos sigue enervando leer noticas en algunos diarios digitales, donde se evidencia la falta de respeto y dejación por parte de las denominadas altas esferas. Comisarías sin aire acondicionado en pleno verano, y con mala equipación, mientras el dinero desfila bajo nuestras narices hacia otras causas ideológicas sectarias en nombre de la seguridad de todos los ciudadanos.

Algo parecido es lo que se expone en El Trueno Azul (Blue Thunder, Columbia Pictures, 1982), más que estimable trabajo del interesante, aunque desde hace algún tiempo inactivo, realizador inglés afincado en EEUU, John Badham (1939). De enjundiosa carrera para mí. Por ejemplo, Badham procede con una planificación de apariencia improvisada, cuando lo cierto es que todo está bien medido y atado. Destaco ya un bello plano, breve pero simbólico, en el que el director muestra al protagonista, Frank Murphy (Roy Scheider), que acaba de llegar de noche a su vivienda, con la ciudad iluminada a sus pies. Es un agente de policía destinado a la vigilancia y prevención por vía aérea. Existe un plano similar en la anterior película, donde Kilvinski contempla la ciudad al atardecer, desde el balcón de su casa.

Pues sí, los policías de El Trueno Azul pertenecen a un cuerpo especial, la División Astro, del Servicio Aéreo de Vigilancia de Los Ángeles (EEUU). Con su correspondiente dosis de adrenalina, en el caso de Murphy, incluso cronometrada.

Ello ha de ver con cierto trauma heredado de Vietnam, y cierto grado de paranoia en la reincorporación a la llamada vida civil, con lo que Frank ha de someterse periódicamente a una revisión médica. Es este un punto que hermana a nuestro protagonista, interpretado con total convicción y perturbación por el gran Roy Scheider (1932-2008), con el de Firefox, el arma definitiva (Firefox, Clint Eastwood, 1982). No es la única analogía entre estas dos películas filmadas en el mismo año (si bien El Trueno Azul retrasó su estreno hasta 1983; en cualquier caso, prefiero consignar el año de la producción). Me refiero al hecho de que el corazón de todo el sistema operativo reposa en el casco del piloto. Un artilugio que lo conecta directamente con el aparato, en perfecta comunión y simbiosis. Como una extensión de la propia piel.


Eso será cuando Frank Murphy tome contacto con el nuevo prototipo de helicóptero que le es presentado, como en un baile de gala. Lo peor del caso es que el piloto asignado por las antedichas esferas resulta ser F. E. Cochrane (Malcolm McDowell), al que Murphy conoce demasiado bien. Cochrane es reglamentado, frío y anti empático. Con el escudo inmortal de la normativa y las disposiciones, una vez más, y la pretensión jactanciosa del trabajo bien hecho (que por lo visto solo desempeña él). Existen personas así. Lo único que Cochrane posee en común con Frank es una acusada inquina personal, una subyacente antipatía o desagrado natural, que se va a materializar en las alturas.

Bien. Ya tenemos al “bueno” y al “malo”, eso sí, con multitud de aristas, sobre todo el segundo. Falta el recién llegado, quien ha de proporcionar el punto de equilibrio necesario entre ambas posturas, y una visión de los entresijos organizativos de cara al espectador, felizmente acomodado en el asiento del piloto o el copiloto. Se trata del licenciado Richard Lymangood (Daniel Stern), proveniente del departamento de tecnología (aún no lo llamábamos informática), que se habrá de aclimatar con celeridad a su nuevo destino y destinatarios. Qué cantidad de gente hay ahí abajo, observa el joven copiloto en pleno vuelo. Esto permite a la nueva pareja, además de conocerse, disfrutar al alimón de la perspectiva, más o menos caballera, del privilegiado mirón. Fisgar sin ser descubierto. Una de esas aristas del guion oficiado por los estupendos Don Jakoby (-) y Dan O’Bannon (1946-2009). Observación tanto lúdica como destinada a la prevención de delitos, que también procura beneficios personales. Como demuestra la intrigante y bien ejecutada escena en la que el Trueno Azul escudriña la conversación que ha lugar en una habitación del Edifico del FBI, en pleno “corazón” o “cerebro” de Los Ángeles.


El punto de inflexión lo marca la agresión a Dianne McNeely (Robin Brantos), delegada de la Comisión contra la delincuencia urbana. Hilo de una sofisticada madeja tecnificada bajo la que se agazapan y sucumben las relaciones privadas, que han de servir de sustento a las profesionales. Incluidos los brotes verdes. Como sucede en la recomposición de la vida de Frank con una madre soltera, Kate (Candy Clark).

Ante todo, Frank es un buen policía. Uno de esos centuriones falibles pero con determinación y prestancia. Y unos valores o principios. Que demuestra cuando toma la decisión, estrictamente individual, no oficial, de volver al escenario de crimen. Es decir, a la vivienda de la delegada, que acaba de fallecer. En el otro espectro, se las habrá de ver no solo con Cochrane, sino con las personas que lo auspician y le dan cobertura tanto mediática como diplomática. A saber, los señores Iceland (Paul Roebling) y Fletcher (David Sheiner), que son presentados como personas de Washington. Como si poco más se pudiera añadir. Proponen a Frank probar ese nuevo prototipo, destinado a aumentar la vigilancia diurna y, sobre todo, nocturna. Con lo que ello supone de avance en la visión, audición y alevosía. El aparato incluye un termógrafo como identificador de personas. Vigilancia frente a seguridad del ciudadano, fina línea que no es difícil traspasar, tanto para hacer el bien como el mal. De hecho, en El trueno Azul difícilmente escapamos a la dualidad. Como evidencian esos maniquíes blancos, representantes del público de a pie, acribillados por el coronel Cochrane en su demostración de las virtudes -innegables- del helicóptero. Tecnología al servicio del ser humano, pero controlada por este: es decir, al albedrío del temperamento e intencionalidad de cada individuo.


Por fortuna para nuestro héroe, Frank cuenta con la compañía incondicional de Kate, que devendrá fundamental, además del quejicoso aunque recio apoyo del capitán Jack Braddok (Warren Oates), responsable de la División Astro. Junto con Richard Lymangood, se enfrentarán al siniestro plan THOR. En la retina y los monitores pervive la escolta que Frank le brinda a Kate en un autocine, y luego por las calles de la concurrida ciudad, en pos del desenmascaramiento de los mandamases y la confirmación de la inocencia mancillada de Frank. En definitiva, la escenificación de la lucha entre el más desvalido, a un nivel de poder político, e incluso socialmente, y el colectivo (FBI y manejo gubernamental, de los que Cochrane ha pasado a formar parte). Indefenso por vez primera en su vida frente a las armas de la política, Frank cuenta con su veteranía y disciplina para sobrevivir.

Finalmente, regresando al aspecto visual y estrictamente cinematográfico, conviene recalcar, en su faceta de espectáculo bien elaborado, la estricta planificación en el duelo aéreo del último tercio de la película. El enfrentamiento entre el petulante Cochrane y el renaciente Frank, a bordo del mermado pero aún imbatible Trueno Azul. Una planificación con el apoyo del storyboard y la fotografía de ese gran técnico que fue John A. Alonzo (1934-2001), en un tiempo en el que el trabajo artesanal con maquetas era notabilísimo. De mejores y más creíbles resultados que la impostura digital, de mucho más rápido envejecimiento, y apoyada en unos guiones cada vez más flojos, artificiosos y manidos. Como imagen final, sobresale el emblema de las Torres Arco, de Los Ángeles, con ese nuevo símbolo aún por definir, entre la protección y el hostigamiento, que entre tanto va recorriendo los intersticios aéreos de la populosa urbe.

Escrito por Javier Comino Aguilera


0 comentarios :

Publicar un comentario

¡Hola! Si te gusta el tema del que estamos hablando en esta entrada, ¡no dudes en comentar! Estamos abiertos a que compartas tu opinión con nosotros :)

Recuerda ser respetuoso y no realizar spam. Lee nuestras políticas para más información.

Lo más visto esta semana

Aviso Legal

Licencia Creative Commons

Baúl de Castillo por Baúl del Castillo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

Nuestros contenidos son, a excepción de las citas, propiedad de los autores que colaboran en este blog. De esta forma, tanto los textos como el diseño alterado de la plantilla original y las secciones originales creadas por nuestros colaboradores son también propiedad de esta entidad bajo una licencia Creative Commons BY-NC-ND, salvo que en el artículo en cuestión se mencione lo contrario. Así pues, cualquiera de nuestros textos puede ser reproducido en otros medios siempre y cuando cuente con nuestra autorización y se cite a la fuente original (este blog) así como al autor correspondiente, y que su uso no sea comercial.

Dispuesta nuestra licencia de esta forma, recordamos que cualquier vulneración de estas reglas supondrá una infracción en nuestra propiedad intelectual y nos facultará para poder realizar acciones legales.

Por otra parte, nuestras imágenes son, en su mayoría, extraídas de Google y otras plataformas de distribución de imágenes. Entendemos que algunas de ellas puedan estar sujetas a derechos de autor, por lo que rogamos que se pongan en contacto con nosotros en caso de que fuera necesario retirarla. De la misma forma, siempre que sea posible encontrar el nombre del autor original de la imagen, será mencionado como nota a pie de fotografía. En otros casos, se señalará que las fotos pertenecen a nuestro equipo y su uso queda acogido a la licencia anteriormente mencionada.

Safe Creative #1210020061717