En la adolescencia acontecen cambios que determinan la persona en la que nos vamos a convertir, alejándonos en muchos casos de quienes fuimos de niños. En esa evolución, una de las principales fricciones que surgen proviene de la relación con nuestra familia, sobre todo con nuestros padres. En cierta forma, olvidamos nuestro pasado, pero ellos siguen recordándolo. Ese es el retrato que plantea Van Groeningen en Beautiful Boy. Siempre serás mi hijo (2018), pero con un punto adicional que es determinante: el mundo de las drogas.
No se trata de la primera película que explora el mundo de la drogadicción, pero hay en la visión que ofrece Groeningen un pacto crucial con el realismo más cotidiano. No es fácil aún hablar de esta temática con seriedad, andamos siempre entre la prohibición absoluta y la aceptación pusilánime, entre la ocultación pecaminosa y la defensa pueril. Nada más empezar la película, nos encontramos a un padre, David (Steve Carell), por encima de su profesión como periodista, buscando comprender a su hijo, Nic (Timothée Chalamet), y el proceso por el que está pasando debido a su adicción a las metanfetaminas. El resto de la película será una espiral en la que procesemos las dudas que asaltan a la familia, la forma en que se destruyen y se tratan de reconstruir las relaciones y, por supuesto, las recaídas y la pérdida absoluta de confianza.
Uno de los aspectos más relevantes de la película es el retrato que realiza de la fragmentación que provoca la adicción del hijo en toda la familia. Si bien está centrada en la relación entre el padre y el hijo, siendo el eje de la obra, también se concede un poco de espacio a la madre, Vicki Sheff (Amy Ryan), que se encuentra superada por la situación e incapaz de actuar, la madrastra, Karen Barbour (Maura Tierney), que tenía una relación estupenda con él, pero que lo siente cada vez más inalcanzable, o los hermanos menores, que idolatran al mayor y comparten buenos momentos con él, pero también acaban siendo traicionados en una de las recaídas; aunque no se aborda este tema. Así, el problema de la drogadicción no solo se explora desde la perspectiva de quien la padece, como podemos encontrar en otras obras sobre este tema, como la excéntrica y dura Réquiem por un sueño (Requiem for a Dream, Darren Aronofsky, 2000), sino también desde los ojos de una familia que se ve superada por una situación que trata de comprender y superar, pero sintiendo a la vez que lo están perdiendo irremediablemente.
Esa impotencia queda muy bien reflejada a lo largo de la obra dedicando una escena al menos para cada personaje. Por ejemplo, quiero destacar una persecución en coche que no brilla por ser espectacular, sino por el retrato emocional de quienes la protagonizan, que se muestran fatigados y hastiados, en un punto límite de quiebre, como se demostrará al finalizar la secuencia y con las consecuencias posteriores. De la misma forma, hay un intento constante de David de comprender qué le pasa a su hijo, desde la investigación médica hasta las conversaciones y los recuerdos que tiene de su crecimiento. Pero, como todo familiar de un drogadicto sabrá, también atraviesa por la rendición. Como él mismo confiesa: Ojalá pudiera ayudarte, pero no puedo hacer eso. Morirá aunque hagamos algo. He fracasado. No creo que se pueda salvar a la gente. En este sentido, la película nos ofrece un retrato espléndido de este padre que trata de luchar y hacer que su hijo se recupere, pero que no deja de encontrar frustración en sus intentos. En la creación de este retrato colabora estupendamente la actuación de Steve Carell, que, como suele suceder a los actores más dedicados a la comedia, brilla especialmente en este drama con una expresión más contenida y emocional. El resto de personajes suelen quedar en un segundo plano, así sucede con la madre, sobre la que el relato no suele poner el foco e interviene poco, siendo un personaje desdibujado en la historia y bastante plano.
Como advertíamos, hay un trato crucial con el realismo que obliga a la película a detenerse en las distintas fases por las que atraviesa el drogadicto, interpretadas con solvencia por el joven Timotheé Chalamet. Encontramos, por ejemplo, cómo sus problemas personales acaban siendo la causa de la adicción y cómo pasa por distintas etapas en su consumo, como el festivo y social o el individual, incluso con una escena explícita y dura en un baño. También hay espacio para la rehabilitación, para la aceptación y la superación del problema, al menos de manera aparente, porque uno de los puntos más necesarios e importantes de este relato es el impacto de las recaídas y el quiebre en la confianza con las personas que han apoyado esa recuperación. Además, los errores que comete Nic en estas recaídas se van escalando en el dolor causado a sus familiares. Así pues, se desliza la idea, con bastante buen tino, de que nunca se deja de padecer la adicción y de que la tentación siempre está vigente, aún cuando la persona tenga deseos de remontar en su vida.
Ahora bien, su estructura narrativa está algo deslavazada, pues tiene un inicio in media res, pero a la vez se incluyen varios flashbacks intercalados, en ocasiones como reflejo de los recuerdos momentáneos de un personaje, y elipsis que pueden llegar a ser algo abruptas, dando en ocasiones la sensación de no saber en qué momento nos situamos o cuánto tiempo ha transcurrido en la vida de los personajes. Cabe destacar que el recurso de los flashbacks se emplea para exponer mejor la relación del protagonista con el resto de personajes previa a su adicción, especialmente con su padre, para lo que representaron las distintas edades del niño con diferentes actores infantiles. Esto permite aumentar más la catarsis con el espectador a partir de esa relación idílica durante la infancia, a pesar del divorcio entre los padres, la boda con Karen o la distancia física entre ambos, que acaba fragmentada y rota por el proceso posterior, que es el que muestra realmente la película.
Sin duda, Beautiful Boy no se convierte en un melodrama que pretenda hacer sentir mejor al espectador ni recae en golpes bajos o sentimentaloides, sino que tiene honestidad con una realidad cruda y demasiado extendida. No en vano extrae su historia de las vivencias que padre e hijo mostraron en sendos libros: Beautiful Boy: A Father's Journey Through His Son's Addiction (David Sheff, 2008) y Tweak: Growing Up on Methamphetamines (Nic Sheff, 2007). Por suerte, se rehúye del pulido que a veces se otorgan a estas historias, cambiando la superación por la imperfección, no porque actúen de manera irracional, sino por todo lo contrario, porque es muy fácil comprender la manera en que piensan y actúan, aunque no sea la correcta. No es una película innovadora ni excesivamente brillante, pero logra sus propósitos sin ser moralista ni excesiva. Cuenta con escenas muy bien construidas, incluso desechando en ocasiones los diálogos y dejando que la narración sea puramente visual y corporal, ya sea incluyendo música o el silencio a veces incómodo entre un padre y un hijo.
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