Me encantan los libros de Yo fui a E.G.B. (Plaza & Janés, 2013-2016), firmados por Jorge Díaz (1971) y Javier Ikaz (1978). Conforme va pasando el tiempo, me siento más orgulloso y feliz de haber pertenecido a una época repleta de referentes culturales y populares. Al punto de que si me preguntaran hoy si me gustaría tener diez o quince años menos, al precio de no haber vivido aquellos años, la respuesta sería un rotundo no. El futuro me atrae solo a ratos, y está mejor expuesto en las películas clásicas de ciencia ficción. Hay quien se limita a criticar tal etapa del pasado, que ya hace falta ser maniqueo, pero los ochenta llegaron para quedarse, les guste o no. Advierto que los jóvenes lo asimilan, sin dejar por ello de vivir el presente, con las ventajas -algunas- que este les depara.
Pero desde un punto de vista personal, ¿cómo no sentirse identificado con las emotivas imágenes congeladas de lo que ha conformado tu vida? ¡Por no hablar de las que aún siguen en movimiento, como las de Los Roper, Benny Hill (1924-1992) o El Equipo A! Porque nuestra generación fue la primera estrictamente visual, de la que quedan documentos por doquier. A ver, ¿cómo no enternecerse ante El Libro Gordo de Petete, los relatos de Los Cinco, los deliciosos Don Miki o las sugestivas intervenciones ilustradas de José Ramón Sánchez (1936)? ¿Cómo no sentirse parte del cordón umbilical que deparan los chicles cheiw, el pan con mantequilla y chocolate, la cartera del cole, los cardados, las canicas o el frigurón?
Por las páginas bien nutridas de los cuatro volúmenes de Yo fui a E.G.B. desfila buena parte de mi vida: la infancia y la adolescencia.
Hacía muchos años que no la veía; ni recuerdo cuántos. Pero lo que sí recuerdo, curiosamente, es cuando se estrenó Verano azul (RTVE, 1979-1980; emitida al año siguiente), y el grato impacto que supuso de cara al espectador, sobre todo joven. Impacto no aislado, pues en aquella época de hallazgos y revelaciones, y un innegable avance social y tecnológico (salvo por aquellos necios que piensan que la democracia ha nacido únicamente cuando ellos han accedido al poder), la calidad de muchas producciones televisivas y el desfile continuo de estímulos de todo orden, era sorprendente. A vista de hoy, porque en aquellos días, para nosotros esto era lo más natural. Es luego cuando nos hemos dado cuenta de que vivimos algo muy especial. Hablo de la esfera cultural y social en su conjunto, por supuesto. Problemas los ha habido siempre y -me temo- los seguirá habiendo.
De hecho, según los estudios técnicos, como el Informe Mundial sobre las Drogas, ahora existe mayor producción y consumo que antes. Y no solo por el aumento de la población. Más aún, el empobrecimiento de la clase media es brutal. Lo que deriva en un nivel de incultura rampante, de gente carente, no ya de los más elementales conocimientos, sino de los más elementales modales: dejación de los padres, cuando los hay. Y sin ganas de aprender, que es lo peor. Textos doctrinarios y coyunturales tratan de echar una mano –al cuello- en la Selectividad, en el lugar que antes ocupaban Cervantes (1547-1616), Calderón (1600-1681), Lope de Vega (1562-1635), Emilia Pardo Bazán (1851-1921), o Galdós (1843-1920)… autores que, entre otros tantos, enseñan a pensar y a ser libre. Los nuevos catecismos son los libros de texto, el dogmatismo identitario y el ecologismo ultra. Así las cosas, a la impartición de la enseñanza solo se van a querer apuntar los sectarios, porque estos tienen el terreno abonado; los demás, somos lo más parecido a la Resistencia durante un conflicto bélico. Lenguaje inclusivo, que es el más excluyente que imaginarse pueda, perspectiva de género hasta en las matemáticas, y un triste etc. Algunos parece que se han dado cuenta ahora, como si no hubiéramos visto la sarta de disparates expuestos desde las tribunas -me niego a llamarlas de oradores-, o en la mayoría de dichos libros, desde hace décadas. Estoy de acuerdo con el ensayista Jordi Canal (1964) o la cantante Olvido Gara, Alaska (1963), entre otros artistas y analistas, en que algo se quebró a partir del 92. El principio del fin, en más de un sentido.
Un cambio de rumbo evidente que desemboca en el actual callejón sin salida. Muy florido de intenciones, pero de escasa factura dialéctica, tal y como la teorizaban los mismos clásicos que, por algo, han quedado excluidos de la nueva ideocracia. Cuánta razón tenía Platón (427-347 A.C.), todo esto acaba derivando en el gobierno de los más inútiles, salidos de quicio, añado yo. Ahora que el mundo está cambiando de forma vertiginosa, no sé si a mejor, pero sí sé que sin la gracia de antaño, es un buen momento para tomarse un sensato descanso y volver a las raíces. Por ejemplo, la voz en off de la pintora y, de alguna manera, convaleciente del corazón, Julia (María Garralón). Es ella la que, en retrospectiva, ilustra el inicio de Verano azul en su primer capítulo, poniéndonos en escuetos antecedentes. Lo demás, vendrá dado por la narración a tiempo real. Al final de la serie, volverá a prevalecer el punto de vista de ella; sobre todo en el último episodio, el de la despedida.
Siguen pareciendo frescos y elaborados los guiones, cuyo fundamento principal es el diálogo. No en vano, los libretos fueron escritos por Horacio Valcárcel (1932-2018), José Ángel Rodero (1946), y Antonio Mercero (1936-2018), encargado de ponerlos en escena. En este sentido, destaca algún momento apreciable de realización a lo largo de la serie, de esos en los que no se hacen necesarias las palabras. Como cuando los chicos reaparecen sobre la cubierta de La Dorada, arropando a su baqueteado amigo Chanquete (excepcional Antonio Ferrandis), en el capítulo número diecisiete. Iremos señalando algunos instantes más.
Ya en esa primera de toma de contacto, Julia nos habla desde su futuro de un verano tan rico en imágenes y tan lleno de vivencias con aquella insólita pandilla. Para incidir luego en que me gustaría que este verano no acabara nunca (capítulo X: sigo el orden establecido por la edición remasterizada en DVD).
La rivalidad entre Javi (Juan José Artero) y Pancho (José Luis Fernández) queda establecida también desde el principio. Al igual que los cimientos de su sólida amistad. El resto de integrantes de la pandilla serán Beatriz (Pilar Torres), su amiga Desita, o Desi (Cristina Torres), el hermano pequeño de la primera, Tito (Miguel Joven), su amigo de confidencias y ensoñaciones Manolito, apodado Piraña (Miguel Ángel Valero), y Enrique, o Quique (Gerardo Garrido). Javi es hijo único, y Desi lo es de padres separados.
Por su parte, Chanquete ha echado el ancla hace algún tiempo. Como él mismo dice, yo que estoy de vuelta, en algún punto me he de encontrar con los que vienen (XIII). Chanquete cuenta con la bienhumorada compañía de su acordeón, y sus encuentros con el dueño de una tasca, Frasco (Fernando Sánchez Polack), el aprensivo Buzo (Antonio Costafreda), o el farero del lugar, Vicente (Manuel Pereiro). Por cierto, que las piezas que Chanquete interpreta al instrumento fueron compuestas por el músico granadino José Molina Molero (-), siendo el resto de la banda sonora autoría del vasco Carmelo Bernaola (1929-2002). Soledad en parte buscada pero que se ve disturbada con el desembarco de la tropa procedente de la capital. Los chicos pronto entablan relación con Julia y Chanquete. Este vive en el citado barco La Dorada, convertido en vivienda y alojado en lo alto de un cerro cultivado. Los chicos también dispondrán de su propio refugio al aire libre, la Cala Chica (Caleta de Maro, en Nerja). Siendo el hermoso Balcón de Europa, en la misma localidad, su centro de operaciones.
La acción transcurre -de forma un poco apretujada- a lo largo de un mes de agosto. Mes de vacaciones, en un pueblo sin especificar, pero que responde a las antedichas señas de la población malagueña de Nerja (España). Con algunas localizaciones añadidas de Almuñécar y el puerto de Motril, en Granada. Sin ir más lejos, la cabecera con los rótulos.
También los progenitores poseen y hacen alarde de su idiosincrasia, aquí y allá (pues el foco narrativo es el de los muchachos). A las primeras de cambio -el primer tropezón-, Javi es advertido por su padre con las siguientes palabras: selecciona bien tus amistades (I). Luego sabremos que el competitivo y algo exclusivista Javier (Manuel Gallardo), hombre luchador y forjado a sí mismo, tiene su corazoncito (XII). Como todos los papás y mamás. Sin embargo, la relación de los chavales con la pintora y el experimentado y algo filósofo marino (de los arropados por Azorín [1873-1967]), provoca algunos celos entre los progenitores, que se encuentran en esa fase en la que están aprendiendo a conocer a sus hijos, en ese tira y afloja que conlleva el acercarse e inhibirse.
Pero los lazos, todos, se afianzan con las dificultades.
No me atraen los análisis sociológicos aplicados a las películas cuando solo se quedan en eso, prescindiendo de la observación cinematográfica. Pero he de admitir que el reflejo del tal como éramos resulta poderoso. Da igual si aquí o allá. Es materia consustancial al cine y el resto de manifestaciones audiovisuales. Como sucede en buena parte con los libros. Los temas tratados fueron muy diversos. De gran calado, pero apropiada y amable singladura, ya que los guiones procuran huir de la retórica vacía, sin embarrancar en los arrecifes de la corrección política. Cuando los chicos hablan de lo suyo, esto no carece de importancia. Lo que me recuerda el ritmo cadencioso de la narrativa. Algo que puede ser tachado de morosidad por quienes se han criado en la posterior etapa de imágenes desbocadas y yuxtapuestas. Por lo general, mucho más vacías -o saturadas- de contenido, sin tiempo ni pausa para asimilar los conflictos o, simplemente, disfrutar de lo ofrecido (lo mismo sucede con los documentales de entonces y de ahora, con excepciones). Antaño había que entretenerse sin los móviles, todavía se miraba al cielo, aun para vislumbrar una “burbuja luminosa”, y se podía aparcar casi en cualquier parte. Era un tiempo en el que la gente se vestía lo mejor posible incluso para ir al mercado, donde al tiempo mismo no había que matarlo, y en el que las bicicletas eran para todo el año. Y vaya si nos entreteníamos. Con qué poco nos conformábamos a la hora de pasar el rato. Como evidencia el capítulo catorceavo, cuando la inoportuna -pero cada vez más añorada- lluvia de verano, forzaba a usar la imaginación y tirar de disfraces, ponen los chicos por caso. Es divertida la imitación encubierta que Javi hace del malogrado Nacho Dogan (1952-1990) y de Miguel Bosé (1956), de paso. Poco más que gusanitos, cortezas y patatas fritas. A lo que se suman los susceptibles cuchicheos entre chicas y las actitudes jactanciosas en general, las gramolas rockola y las máquinas recreativas, los radiocasetes, los merenderos o chiringuitos varados en medio de la playa, las sandalias de plástico duro y translúcido, las casas con fachadas encaladas de blanco -que repele el calor-, las calcomanías, las mirindas y los carritos de helados Avidesa o La Ibense, que según tengo entendido, es la compañía de sorbetes española más antigua.
Otras imágenes refrescan mi atención, como la de los chicos (Pancho, Javi y Quique), compartiendo un helado, como si fuera un pitillo (X), Piraña y Tito jugando en la calle, donde han dibujado el típico esquema con tiza (XI), o cazando lagartijas con Pancho (III), la caja verde de hojaldradas Cuétara (XIII), un póster de Los Ángeles de Charlie (Charlie’s Angels, 1976-1981) (XVI), la contraportada con el póster de la psicotrónica Supersonic Man (Íd., 1979), de Juan Piquer Simón (1935-2011) (VI), las mamás haciendo ganchillo (Elisa Montés y la excelsa Helga Liné) (VII), la inolvidable canción Song for Guy (1978) de Elton John (1947), que suena cuando Jorge (Carlos Larrañaga), el padre de Desi, entra en las redes de un club nocturno (VIII), la presencia de cabinas telefónicas, en algunas de las cuales distinguimos un poster de Tip (1926-1999; hermano de Fernando Sánchez Polack) y Coll (1931-2007), en un anuncio de la Páginas Amarillas, creo distinguir.
Otrosí. El cine de verano, toda una institución playera, donde se proyecta No os comáis las margaritas (Please, Don’t Eat the Daisies, Charles Walters, 1961), el recitado de un poema de Walt Whitman (1819-1892), que enriquece el capítulo noveno, Piraña ojeando uno de los volúmenes de la enciclopedia Monitor (1965-1973) (X), Javi leyendo a su vez Diez negritos (And Then There Were None, 1939), de Agatha Christie (1890-1976), en edición Molino, por supuesto… Ese jinete enmascarado que aparece en la playa montado en una yegua blanca, porque desea hacer realidad el sueño de una noche de verano (III); otro de los puntos álgidos de la serie.
Perdonen la miscelánea. No lo puedo evitar, porque ha sido mi mundo. Es más, el mundo al que me gustaría regresar, siquiera por un día.
En cuanto a los temas abordados, descuellan la relación de autoridad entre padre e hijo, donde una torta a tiempo no es lo mismo que una torta injusta (XII), la violencia y vandalismo de las bandas; es decir, la necesidad de pertenencia y el exceso de chulería (XIII), el fenómeno fan, en plena efervescencia Aplauso (1978-1983) (XV), el divorcio que vino (VIII), los celos amorosos (VII), la aceptación, no forzada, de alguien que vive de forma distinta a la nuestra, y que decide tener su descendencia como madre soltera (IV), el ecologismo, agravado por el hecho de que los padres apenas pasan tiempo con los hijos, ni siquiera en vacaciones (lo que no están tan mal, teniendo en cuenta el estado de sobre-protección que hace que en la actualidad el hacerse un corte en un pie sea motivo de hecatombe) (II). O en fin, la defensa de la propiedad, tan capitidisminuida, y que los chicos defienden con melódicas uñas y dientes, frente al cacareado bien común de la población, esto es, la función social de la propiedad (ajena, como bien recalca Chanquete), en uno de los capítulos más recordados (XVII). Un estado de ánimo que Chanquete resume en su última voluntad, que dirige a Epifanio, el alcalde (Roberto Camardiel). De igual modo se abordó la rebeldía, ante el acatamiento ciego de las órdenes, a veces arbitrarias, de los padres (V), y el compañerismo, cuando todos tratan de echar una mano al lesionado Pancho en su reparto de comestibles (III).
Entre los argumentos, también los hubo esotéricos, como el de ese posible extraterrestre (o intraterrestre, o acuaterrestre: José Luis Argüello), que es tomado por un lunático salvo por la pandilla (IX). Así mismo, prevalece la llamada de Chanquete a huir del revanchismo (XI). No en balde, también el marinero tiene una historia del pasado que reflotar (y que cuenta a Julia) (XIII). Más otra del presente, cuando una empresa de especuladores le ofrece un apartamento a cambio de sus terrenos, cuando lo que Chanquete quiere es vivir en su barco (XVII). A ambos relatos corresponde Julia narrando el suyo, doloroso y catártico (VI).
Respecto al aspecto visual, cinematográfico, entresaco el bonito plano de unas flores por donde pasa la pandilla, camino de -lo que creen que es- la Cueva del Gato Verde, y donde alguien arranca una flor (X). El de los chicos con Julia, junto a la Dorada Tercera, la otra barca de Chanquete (XVIII); las fotografías que este atesora en un viejo arcón (íd.), con una caja de música que contiene la misma tonada que el marino ha venido interpretando al acordeón. Y otros momentos de afortunada intimidad. Esos donde la gente conversa cara a cara, tomándose su tiempo. Verbigracia, la conversación de Julia con Pancho en la playa, en el último de los capítulos; Tito y Piraña queriendo indagar acerca de eso del periodo, de la regla… (VII), o la charla de Quique con su padre (Fernando Hilbeck), a la que se suma la de este con su esposa (Concha Leza), mientras el matrimonio camina por la playa, en el que es uno de los mejores capítulos de la serie (XVI). Ese que incluye el guateque que los padres organizan para los hijos, pero que acaban haciendo suyo. Hasta que se constituye un festejo paralelo, alternativo.
Parece que hoy en día se está más conectado que nunca a través de las distintas aplicaciones. Es una ilusión. Lo que observo es que la gente está tan comunicada o incomunicada como de costumbre; tan unida o tan sola como siempre.
Como se suele decir, es ley de vida. Y las leyes, que a veces gustan de huir de la justicia, no siempre son cabales. No se trata de mitificar el pasado, sino de incorporarlo, cuando sentimos que existen elementos que incorporar. Sin él, difícilmente podemos tener conciencia del presente y el futuro.
En fin, cuando los espacios y programas tenían su cabecera correspondiente, con una melodía que los identificaba, sin necesidad de adherir los títulos de crédito de forma atropellada a las imágenes, ni empezar con un complot dialógico contra el espectador, como si fuera un arma arrojadiza, series como Verano azul establecieron su propia mítica. La que ha sabido proporcionar esa privilegiada máquina del tiempo que se reviste de celuloide y sus derivados. Máquina en la que a muchos nos gusta subir con frecuencia.
Genial
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