El nueve de junio del setenta se producen tres partos peculiares en la localidad de Meadow Vale (un lugar que podemos situar en el estado de Kentucky, Estados Unidos, aunque bien pudiera ser imaginario). Son alumbramientos no convencionales porque acontecen de forma simultánea a lo largo de un eclipse solar, que a su vez va ligado a una conjunción astral poco habitual, de esas que se producen cada X años, pero que cuando se producen la lían.
Durante los partos, atendidos por el doctor interpretado por José Ferrer (1912-1992), el realizador no aparta la cámara del eclipse. Es uno de los principales aciertos visuales de Cumpleaños sangriento (Bloody Birthday, Rearguard-Judica Films, 1980; estrenada al año siguiente), película de género hasta cierto punto convencional pero gustosa de paladear.
Una atractiva e inquietante tonada al piano no augura nada bueno a los protagonistas. Eso sí, cuando sucede algo feo, la música se muestra más antipática. La partitura, que en sí misma recoge lo mejor de una época dentro de ese género de terror, fue obra del no muy prodigado Arlon Ober (1943-2004). Escrita por Ed Hunt (del que por no saber, no sabemos ni cuando nació, a fecha de hoy), y Barry Pearson (lo mismo), Cumpleaños sangriento es una de esas producciones que se derivan del éxito de El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973) y La profecía (The Omen, Richard Donner, 1976), de la que toma el aspecto astrológico anticipatorio, y del slasher puesto de largo con La noche de Halloween (Halloween, John Carpenter, 1978) y Viernes 13 (Friday the 13th., Sean S. Cunningham, 1979). Es decir, que parte de las naturalezas diabólicas que parecen confirmadas por las posiciones planetarias más incómodas, y de los vengadores sanguinarios, puros y duros, por mil y un motivos, aunque estos se suelan reducir a uno solo: el maltrato en la infancia.
La fotografía corrió a cargo del para mí igualmente desconocido Stephen Posey (-).
Hablamos del aspecto planetario. Es esta una conjunción chunga de verdad. En conocimiento de causa, y para entrar en situación, se especifica que todos los presidentes del país nacidos durante dicha conjunción, en el pasado, han muerto de forma violenta (uno de esos sorprendentes datos estadísticos que proporciona la astrología mundana). De resultas de lo cual, los chavales que acaban de nacer se desarrollan carentes de empatía. Ahora estamos a primeros de junio del ochenta, a una semana de cumplir los diez años.
El caso es que, según se nos dice, el sol y la luna bloquean el planeta Saturno, que controla las emociones. Esto es un disparate (astrológico), lo que bloquean la estrella y nuestro satélite, en todo caso, serán la estructura y el orden, que son el patrimonio del Señor de los Anillos. La interpretación correcta indica que las emociones (lunares) quedan sometidas al arbitrio desaforado del yo (el Sol), opacado el elemento tierra (saturnal). Es decir, que a la distancia adecuada, la luna se interpone entre el Sol y nuestro planeta, que a su vez están en línea opuesta a Saturno.
Lo cierto es que los chavales sí que se muestran pulcros y ordenados… respecto a sus iniquidades; la alteración entonces tendría que ver con un ennegrecimiento de esas disposiciones terrenas (parámetros estructurales saturninos) y solares (la personalidad). Unidos por lazos de sangre por mor a esos malhadados vínculos astrológicos, podemos considerar que los niños están enajenados. Lo que la psiquiatría considera una perturbación grave de la personalidad se ve confirmado por la astrología.
Y algo de verdad debe haber en ello, porque los chavales son anti empáticos hasta la médula. Representan el mal puro, apenas temen las consecuencias. Esta falta de temor al castigo los hace poco menos que invulnerables, aunque se han de desenvolver en un mundo de adultos, donde pese a reinar las apariencias y el disimulo, se atiende a la observancia; un buen caldo de cultivo para escudriñar y ejercer sus manejos.
El niño bueno es Timmy Russel (K. C. Martel), es decir, el que va a tener muchos problemas. Precisamente, la hermana de Timmy, Joyce (Lori Lethin), estudia astrología, lo que sirve para ahondar un poco en esta atractiva vía. Así, a diferencia de lo que se nos señalaba con pinzas en los prolegómenos, la de Debbie, una de las nacidas, es una carta natal bien hecha e interpretada por Joyce, que nos pone en conocimiento de la propuesta. Su sol geminiano está absolutamente eclipsado, lo que favorece el encubrimiento, doble en este derrotero por la propia naturaleza del signo; estando el ascendente en Aries (determinación directa) y la luna en Escorpio (fomentando la ocultación y la intensidad).
Mejor (peor) imposible, a efectos dramáticos. No quiero imaginar lo que sería una sinastría a tres bandas con estos angelitos; ¡el ménage à trois astrológico que saldría!
Son los privilegios de la ficción asomada a una realidad que se nos escapa (al menos, de las cuatro paredes de un laboratorio). Y, en cualquier caso, cosas más raras se han visto. También nos parece una irrealidad aterradora el contemplar estupefactos las cabriolas, de ejecución perfecta y maquinal, que nos llegan de criaturas de corta edad, en países donde mora el totalitarismo más atroz, y ahí los tenemos, reales como la vida misma.
Hora es ya de dar los nombres completos de los tres niños. Son Curtis Taylor (Billy Jacobi: aquí alejado -o puede que no- de los papeles de estudiante gamberrete a que nos tuvo acostumbrados), Steven Seton (Andrew Freeman) y la referida Debbie Brody (Elizabeth Hoy), que es hija del sheriff de la localidad, James Brody (Bert Kramer). Por cierto que, puesto este fuera de la circulación siguiendo el método narrativo de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), es sustituido por el ayudante Duncan (William Boyett).
O sea, tres pillos sin conciencia, que deben ser lo que se denomina radicales libres o separación de poderes, con el disfraz de la inocencia que depara la juventud. Algo así como el Damien de la citada La profecía, pero multiplicado por tres. Sin embargo, como sabemos, las cosas no son tan sencillas, y pese a los estragos que ocasiona, al mal se antepone el bien.
Entre tanto, los críos saben disimular sus pretensiones, al igual que los cuclillos de Midwich hacían. Homicidio es cuando una persona mata a alguien, como en la tele, expone Debbie con claridad meridiana y aspecto apocado. Por cierto, que su hermana Beverly (Julie Brown) se marca un baile en cueros. No había Tik Tok entonces pero la cámara indiscreta da buena cuenta de ello.
Estas pequeñas mentes criminales no paran en barras. Emplean cuerdas, palas, un bate, una flecha, una pistola, un vehículo de desguace… lo que se les ponga por delante para eliminar, precisamente, a quienes se les ponen por delante. Como la maestra, miss Viola Davis (Susan Strasberg), que en un buen detalle, la vemos emplear un lapicero para hacerse los roetes. El no lo hagáis más o los modernos procedimientos pedagógicos u orientadores de nada sirven. Una carrera fulgurante la de este trío, si alguien no pone remedio. Si es imposible controlarlos con diez años, figúrense si llegaran a cumplir los quince (o tal vez sí se lo figuran).
Pero bueno. Se celebra el décimo cumpleaños, en una fecha estelar donde se va a activar la alineación natal. La peor idea es dejarle a Curtis un cuchillo para cortar la tarta. No hay cuidado, los chavales saben de corrido cómo salir bien librados; en este sentido, la película acierta en su jugueteo con esa inocencia candorosa e infantil antes señalada. Por eso, la conclusión del relato es abierta. Lo que nos habla de un buen producto de terror, si eliminamos algún que otro susto tópico y fanfarrón (referido a Paul [Cyril O’Reilly], el novio de Joyce).
Pero si cada historia tiene su final, aunque sea abierto, también tiene su principio. En este agitado 1980, la narración comienza cuando los jóvenes adolescentes Ann Smith (Erica Hope) y Jim Duke Benson (Ben Marley) están retozando en el cementerio local, que es lo que pasa cuando papá y mamá están en casa. A mí no me miren, por lo visto es un lugar como otro cualquiera en los Estados Unidos donde tener el polvo al polvo en paz. Los tórtolos son, como diría, interrumpidos en sus quehaceres. Lo cierto es que verán enterradas sus esperanzas de vida.
Algo más adelante, otros dos adolescentes sobrehormonados harán lo propio en la parte trasera de una furgoneta… y es que, ya no se puede estar seguro ni en plena calle. No pasa nada, el muerto al hoyo, y habrá que cavar varios, aunque el resuelto Timmy Russel ganará la partida, con bastante riesgo de su vida. En Cumpleaños sangriento, si el bien no vence de forma definitiva al mal, al menos ambas fuerzan buscan un equilibrio.
Aparte de que la acción de la película transcurre en poco más de dos días, lo cual está bien, porque la exposición se condensa y estructura de forma precisa.
Y si pensaban que lo habían visto todo respecto a conductas réprobas y desmanes de chiquillos, esperen a ver lo que sucede con los estudiantes de Galesburg, Illinois (EEUU), en Comportamiento perturbado (Jóvenes muertos) (Strange Behavior, Hemdale, 1981), espléndida película del norteamericano Michael Laughlin (escueto realizador del que tampoco tenemos noticias). Escrita por el propio realizador, y su futuro camarada, bastante más conocido, Bill Condon (1955), se trata de una coproducción entre EEUU, Nueva Zelanda y Australia.
Resulta que el hijo del alcalde, el joven Bryan Morgan (interpretado por Bill Condon), se ha quedado solo en casa. Aunque nada más lejos de la realidad, por allí deambula alguien. Lo primero, se va la luz; lo segundo, aunque Bryan se aplica en sus deberes, no va a poder pasar de curso… y no por motivos académicos. Por lo visto no es el único que tenía tareas pendientes aquel día…
De la investigación se encarga John Brady, el jefe de la policía (Michael Murphy), cuyo hijo Peter (Dan Shor) y su mejor amigo, Oliver Myerhoff (Marc McClure), acuden al instituto como el resto de adolescentes de la localidad. Pero Peter y Oliver se prestan a un experimento científico relacionado con el comportamiento humano y el condicionamiento. A cargo de este está la inquietante doctora Gwen Parkinson (Fiona Lewis), tan fría y eficaz como cabe esperar, y que fundamenta su aplicación en las directrices médicas del gurú facultativo Le Sange (Arthur Dignam), fallecido unos años antes. La sangre nueva es siempre bien recibida, especifica Parkinson con más que evidente doble intención, ante la llegada de los dos nuevos conejillos de indias. Esto acontece en un prestigiado -aunque aislado- centro médico en el que se suministran tales terapias novedosas. Por supuesto, existe un fármaco que ayuda a reforzar las conexiones.
Es raro que el papel de la doctora no lo interpretara Louise Fletcher (1934), que se ve relegada al de solícita compañera sentimental del jefe de policía (supongo que le apetecía un cambio), pero Fiona Lewis (1946) tampoco es manca y ofrece una diligente -y malsana- interpretación, en el reverso de su científica alocada en El chip prodigioso (Innerspace, Joe Dante, 1987).
Como en el caso anterior, no tardan en producirse los primeros daños colaterales; en ambos relatos, con pretendidas dimensiones mundiales. Tal es el sumario de Timothy Hoffman (Neil McLachlan), asesinado en su propia bañera, o de Waldo (Jim Boelsen), que fallece junto a su vehículo. No obstante, en un buen retruécano de guión, la joven Lucy (Elizabeth Cheshire) se salva gracias a la intervención de Peter y otros colegas, cuando estaban celebrando la típica fiesta estudiantil (animosas las canciones de Pop Mechanix y Lou Christie [1943]).
Es un acierto que Comportamiento perturbado (Jóvenes muertos) no se quede en mero slasher, y se potencien otros aspectos. Por ejemplo, incorpora ese componente psicológico-inductivo de dominio, en el marco de una venganza desde la tumba por parte de un clásico científico loco con ansia de poder. Entre sus hipótesis, prevalece la idea de que la sociedad podrá ser reconstruida, fin preconizado por una especie de Tratamiento Ludovico, que es el que imparte en su Centro. Por suerte, el condicionamiento homicida no es permanente y los sujetos afectados se recuperan (¡aunque con un currículum vitae aumentado de forma insospechada!).
Subyace una lectura actual en la idea que sostiene la película: la ingeniería social en las aulas e instituciones, junto con la escasa reacción de progenitores y demás responsables (excepción hecha del jefe de policía). Ya se sabe que mientras no nos toquen los dineros…
Al sujeto le toca que traten de convertirlo, moldearlo, en política identitaria donde la tribu pesa más que el individuo. Y si no tienen ningún trauma, no se apuren, que los organismos estatales o privados se lo proporcionan.
Sé que se realizó un remake de la película en los años noventa, pero, como me suele ocurrir en estos lances, me trae al fresco (de hecho, creo recordar que la vi, pero, también como suele ocurrir, se quedaba muy por debajo de los resultados primigenios, de esa pátina de incertidumbre insana y escalofrío epidérmico que depara el material original). La que comentamos cuenta, hablando de estímulos, con una estupenda música de Tangerine Dream que, de momento, no ha sido debidamente editada.
Comportamientos anómalos se vuelven a ver las caras en la posterior pieza de Laughlin, En estado de shock (Mesmerized, EMI, 1986), producción inglesa, australiana y neozelandesa, basada en un caso real, y filmada en tierras de Nueva Zelanda. Bellamente ambientada pero apresuradamente resuelta, la narrativa de telefilm, en un montaje de unos noventa minutos, le pasa factura al drama. Comparte buena parte del elenco de Comportamiento perturbado (Jóvenes muertos), pero en su conjunto resulta decepcionante, salvo alguna secuencia especialmente cruda. Contó, eso sí, con una partitura de Georges Delerue (1925-1992) que, de nuevo, no ha sido editada hasta la fecha, y que los seguidores del genial músico romántico esperamos como agua de mayo. Lo saco a colación para que los responsables de conciertos y programas de música clásica cinematográfica se enteren de una vez de que existen otros músicos a reivindicar además de John Williams (1932), Ennio Morricone (1928-2020) o Hans Zimmer (1957).
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