Especial Halloween: Me casé con una bruja, de René Clair, y Brujería, de Don Sharp

28 octubre, 2021

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 ESPECIAL HALLOWEEN Y TODOS LOS SANTOS


Llevamos un mes y pico de espantos que ni les cuento. Comenzamos con los tiernos infantes y adolescentes de Cumpleaños sangriento (Bloody Birthday, Ed Hunt, 1980) y Comportamiento perturbado (Strange Behavior, Michael Laughlin, 1981), en nuestra entrega de El autocine de septiembre, muy útil a la hora de iniciar con precaución el nuevo curso escolar. Después continuamos poniendo nuestras mentes a prueba con los scanners de David Cronenberg (1943). Para los supervivientes a tanto sobresalto, acometimos luego los trastornos tripolares de los muertos y enterrados y el íncubo. Cosa fina. Pero ahora me ha parecido oportuno, en nuestro especial de Halloween para este año (como prefieran: Víspera de Todos los Santos, Día de Todos los Santos y Día de Difuntos, es decir, treinta y uno de octubre, uno y dos de noviembre), regresar al cine clásico. Ya saben, aquel por el que no pasan los años. Atender a los repullos comedidos y bien articulados de una sosegada puesta en escena.

Temores especialmente amables en el primer caso que nos va a ocupar. Resulta que el apuesto Fredric March (1897-1975) tiene un pasado escabroso. No sé si decir que en sus vidas anteriores, pero desde luego sí que los antecesores del personaje que interpreta no se han conducido con demasiada ejemplaridad. No en vano, Me casé con una bruja (I Married a Witch, Cinema Guild-United Artist, 1942), comienza con las siguientes palabras impresas en un rótulo: hace mucho tiempo, cuando la gente creía en las brujas… Allí estaba Jonathan Wooley (Fredric March), de Nueva Inglaterra (EEUU), contemplando la quema de una hechicera, a sabiendas de que no era culpable, o al menos no tan culpable como los supersticiosos lugareños pretenden con ansia de fuego. El referido prolegómeno es irónico por doble motivo: advierte acerca del exterminio criminal y el celo fervoroso (¿religioso?) de las gentes del pasado, en un trasvase de la Europa protestante a los pioneros de EEUU (el Mayflower Power), y además propone un soporte cinematográfico que se va a servir de la materialidad de las brujas en el presente histórico del relato. No debemos olvidar que, aunque el realizador René Clair (1898-1981) es de origen francés, la crítica la llevan a cabo norteamericanos, ironizando sobre esa porción de su pasado que, como todo lo relacionado con la brujería, se resiste a fenecer.

En este elenco tras las cámaras destaca la espléndida música de Roy Webb (1888-1982), que adereza el relato empleando el divertido estilo musical Mickey Mouse (ojalá se hiciera una buena grabación), así como la seductora elegancia de la diseñadora Edith Head (1897-1981) y la fotografía del fenomenal Ted Tetzlaff (1903-1995). Escrita por Robert Pirosh (1910-1989) y Marc Connelly (1890-1980), dos excelentes guionistas, Me casé con una bruja gira en torno a una historia de Thorne Smith (1892-1934) y Norman Matson (1893-1966), parece que con alguna aportación de Dalton Trumbo (1905-1976). En realidad, podría haber sido extraída de cualquier antología de cuentos de fantasmas para niños o adultos, de esos al amor de la lumbre.


No sería la última vez que René Clair se vería involucrado en una trama de corte fantástico, como confirma la posterior La belleza del diablo (La beauté du diable, 1950), inspirada recreación del Fausto (Faust, 1808 y 1832) de Goethe (1749-1832) en clave de comedia. Prosiguiendo con nuestro ejemplo, dejamos a Jonathan en Nueva Inglaterra. Allí una turba de protestantes fanáticos están más que dispuestos a pasar por las llamas a una mujer acusada de brujería, Jennifer (Veronica Lake), y de paso a su protector padre, Daniel (Cecil Kellaway). No diremos que se trata de una supuesta bruja, puesto que sus prácticas parecen demostradas. Lo que da bastante coraje a la hechicera es que la hayan cogido con las manos en el caldero. No hay cuidado, ella envía una maldición a los Wooley y sus descendientes. ¡Por algo es bruja!

La imprecación se materializa sucesivamente en los descendientes de Jonathan, hasta llegar a Wallace Woolley (Fredric March de nuevo). Todos ellos van a comprobar la eficacia de esta maldición al ser incapaces de tener suerte en el amor. Y buena prueba de ello es la relación de sumisión que Wallace mantiene con su insufrible prometida, Estela Masterson (otro tipo de “bruja” servida en bandeja por Susan Hayward). Se da la circunstancia de que Wallace es candidato a gobernador. Ya se sabe que desgraciado en amores…

Estando en uno de los típicos aquelarres políticos con derecho a cóctel, un rayo cae sobre un árbol cercano, que mejor o peor, contenía los “espíritus malignos” de los sacrificados, que de esta guisa son liberados. La naturaleza en forma de rayo, como en el caso de la energía artificial en El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale, 1931), et alii, propicia lo fantástico. Estos espíritus son, por supuesto, Jennifer y su padre Daniel. Para demostrar su descontento ante la injusticia de los mortales, comienzan abrasando un hotel -de nuevo las llamas- para más señas llamado “de peregrinos” (Pilgrim Hotel). Queda demostrado que están a la altura a la hora de causar perjuicio. El resto de la película decidirá si también son capaces de lo contrario.


Entre tanto, padre e hija, debidamente materializados, deciden dar un giro a la condena. Se trata de hacer imposible la relación de Wallace con una chica como Jennifer-Veronica Lake, por la que el candidato se siente irremisiblemente atraído. Aunque para la magia del amor no hay nada imposible. Flaco favor le presta, no obstante, al futuro y casto gobernador.

Soy mayor de lo que crees, le espeta Jennifer a Wooley. Finalmente, el protagonista es consciente de que se ha casado con una bruja, pero eso no impedirá la futura convivencia. En este sentido, los mecanismos de Me casé con una bruja son los de una comedia romántica, entre sofisticada y fantástica. Una rareza en sí misma que se sigue dejando ver con agrado. Para empezar, es Jennifer la que ha hechizado a Wallace con su presencia, y no con sus fórmulas, lo que desemboca en una intriga amorosa que juega al equívoco, y que bien podría haberse titulado “Historias de Nueva Inglaterra”. Estupendo golpe de humor es el desglose de la tarifa del juez de paz que los casa. Así como el hecho de que sea Wallace quien proporcione a Jennifer la poción que esta le ha preparado. Él lo hace para reanimarla, sellando el definitivo destino de la maldición.

Muertos que no están muertos y enredos encantadores, son la esencia del simpático relato, el nudo romántico por el que se trastoca la realidad en la que nos desenvolvemos, esa que nos resulta perceptible. En el último tercio, Jennifer vuelve a tomar las riendas y ocupar, como mujer preparada que es, el lugar que le corresponde. Con el sarcasmo final de que el espíritu de la magia se cierne sobre las masas y hace ganar a Wooley las elecciones (esto explicaría un sinfín de cosas). Todo el censo electoral lo ha votado, declara admirado uno de los miembros de la campaña.

La sensación que depara Me casé con una bruja, como hacía presagiar el rótulo inicial, es que el tiempo de los hechiceros y la magia ha desaparecido por arte de realismo, y que ya apenas tiene cabida en la edad moderna (y cuando la tiene es para denunciar falsos tratamientos milagrosos o contemplar estupefactos exorcismos que representan la más atroz incultura). Nada más lejos de la realidad, la magia la crea uno mismo, y el cine es buena prueba de este aserto.

Más enjundia argumental posee Brujería (Witchcraft, Twentieth Century Fox, 1964), aunque el glamour de la previa no son las sombras que persigue la presente, escrita por Harry Spalding (1913-2008), responsable de la fenomenal Los ojos del bosque (The Watcher in the Woods, John Hough, 1980), y puesta en escena, bastante eficazmente, por el australiano afincado en Reino Unido, Don Sharp (1921-2011). Pieza de culto a mayor gloria y resurrección de Lon Chaney Jr. (1906-1973).

Una máquina aplanadora hace de las suyas al profanar las carcomidas lápidas de un cementerio local, antiguos vestigios de vidas pasadas no siempre entregadas a lo piadoso. ¡No puede desenterrar a los muertos!, vocifera el angustiado Morgan Whitlock (Lon Chaney Jr.), en un planteamiento que recuerda al del posterior Poltergeist (Íd., Tobe Hooper, 1982).

Hay razón para el espanto, pues las tumbas forman parte del vetusto panteón de los Whitlock, sito en un entorno que está sufriendo severas remodelaciones. La zona destinada a camposanto debía ser preservada de las obras, pero el socio del arquitecto Bill Lanier (Jack Hedley), el especulador y desaprensivo Myles [sic] Forrester (Barry Linehan), no ha respetado el trato. Será la primera víctima.

Como en el caso anterior, otra maldición flota en el ambiente, nada decrépito, sino inserto en la vida moderna, aunque con su toque tétrico de representación.

Morgan Whitlock tiene una sobrina, Amy (Diane Clare), que está secretamente enamorada del hermano menor de Bill, Todd (David Weston), como sucede en tantas tramas con familias enfrentadas. Los Whitlock son de abolengo, y consideran a los Lanier unos advenedizos. Ellos son los mencionados William y Todd, la esposa de Bill, Tracy (Jill Dixon), tía Helen (Viola Keats), y la abuela Malvina (Marie Ney), que vive recluida en su habitación desde el fallecimiento de su esposo. Habitan una mansión como el género (de)manda, plantada en mitad del campo. Un entorno à la Corman, despojado. Adornado por la adecuada música, con pasajes inquietantes sorteando el tópico, del interesante Carlo Martelli (1935).


Don Sharp sabe mantener la atmósfera haciendo que Bill compruebe por la noche el estropicio que han causado sus máquinas y operarios, a su pesar. Un emplazamiento reverenciado donde se supone que hace más de cien años no se ha enterrado a nadie. Se supone. En una de las lápidas partidas, Bill descubre unos signos ocultistas. Los restos humanos corresponden al siglo diecisiete, pero, ¿de verdad están inermes? ¿Descansan en paz, como es su obligación?

Como en la película de René Clair, el espíritu del mal se encarna, aunque lo hará de forma mucho menos benigna que la favorecida por Veronica Lake (1922-1973). El resultado es Vanessa Whitlock (Yvette Rees), que tampoco está nada mal (¡aun siendo malísima!). Es decir, una bruja al estilo de Barbara Steele (1937) en La máscara del demonio (La maschera del demonio / Black Sunday, Mario Bava, 1960), de pocas palabras pero contundentes actos. No en balde, el mal ni se crea ni se destruye, se transforma, hasta alcanzar, en sus múltiples caras, acomodo en una heredad victoriana o el escaño de un parlamento, lugares sombríos por definición.

¿Por qué consideran los Whitlock a los Lanier unos usurpadores? Porque la mansión ancestral de los primeros ahora la ocupan -legítimamente- los segundos. Y en cuanto a los lugares, quien tuvo, retuvo. Las paredes sólidas y pétreas del caserón conservan todo el descoyuntado aspecto e impregnación de los espacios ocultistas.

La apropiación entonces es doble, casa y cementerio, y los Lanier van a pagar las consecuencias, a pesar de no ser culpables conscientes de los desmanes de que son acusados por la muy bien conservada Vanessa y sus descendientes.

En la estupenda Brujería emerge el atractivo de la figura, bien contorneada y nada esperpéntica, de las brujas, junto con los conjuros, los libros antiguos, los fetiches, los sacrificios humanos por exigencias del guión sobrenatural, y muertes accidentales o provocadas… Aspectos que trata de desentrañar, sin creer mucho en ellos, el detective de rigor, el inspector Baldwin (Victor Brooks). Lo que pasa es que esos “accidentes” a los que nos referimos dejan marcas bien visibles. Por ejemplo, en el cuello de una víctima, o por medio de la escayola del cementerio que se desprende de un ropaje… elementos que nos permiten conjeturar la realidad física de estos hechos perturbadores.


No obstante, existe una forma de enfrentarse al mal. Como en la mayoría de los casos, tan solo hace falta que los Lanier estén en posesión de la debida información. Y lo estarán.

Excelentes momentos son aquellos que muestran a algunos personajes desposeídos de su propia voluntad; un bien dirigido intento de acabar con los Lanier. Aparte de que penetrar en el interior del mausoleo de la familia Withlock no parece tan buena idea una vez se está dentro de él. Producciones más recientes como Misa de medianoche (Midnight Mass, Netflix, 2021) vuelven a poner el acento, de una manera más gráfica aunque menos romántica y sugestiva, en los aspectos de la brujería y la atracción por lo demoniaco. Todo lo que es posible mostrar nos es mostrado, incluso lo innecesario. Por su parte, en apenas ochenta minutos expone Brujería sus mejores armas: el atractivo de un tema interesante, en la línea del mejor género cinematográfico, y el buen tono al contarlo de Don Sharp, atmosférico y envolvente.

Un buen detalle de realizador, además de la citada atmósfera, lo hallamos en el instante en que la abuela Malvina se santigua antes de salir de sus dependencias -¿su círculo protector?- tras años de confinamiento voluntario, con destino al más acá.

Coherencia, adecuación y cohesión, es lo que pedimos a los discursos orales, escritos y por ende cinematográficos. Algo de lo que hace buena gala Brujería. Y a morir que son dos días.

Escrito por Javier Comino Aguilera

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