En 1816, Lord Byron (1788-1824) abandonó definitivamente Inglaterra, y lo hizo en compañía de su médico, John William Polidori (1795-1821). A su llegada a Ginebra, durante el mes de junio, alquiló una mansión llamada Villa Diodati, situada a orillas del lago Leman, en la que pasaron parte del verano junto a Percy B. Shelley (1792-1822), Mary Godwin, futura Mary Shelley (1797-1851) y la hermanastra de esta, Jane Clairmont (1798-1879).
Menudos encuentros debieron ser aquellos a tenor de los resultados literarios (en los otros no me meto): Frankenstein o el moderno Prometeo, finalmente publicada en 1818, y de la que espero poder ocuparme en su momento, y El vampiro de Polidori, aparecido en 1819 (dos años antes de su suicidio), basado en El entierro, el relato nunca acabado de Lord Byron.
Atesoro un librito que, a modo de homenaje y con la salvedad de la novela Frankenstein, recoge los textos que evocan tan celebérrima quedada (Fantasmagoriana, Península, 1998), y que son el referido El vampiro de Polidori, El sueño, cuento posterior pero comunicante de Mary Shelley, y las inconclusas narraciones de Byron y Shelley, El entierro y Los asesinos.
Y es que fue aquel un verano frío y lluvioso, bastante propicio para los relatos de ambiente gótico. También para cuestionarse sobre la vida y la muerte, dos materias trascendentales que se nos escapan; la una, por no comprender la totalidad de los mecanismos que la ponen en funcionamiento, y la otra, por no acertar a vislumbrar con certeza, esto es, aparcando todo tipo de creencias y de un modo más cientifista, los márgenes de lo que entendemos por vida. Y es que, si estamos limitados por nuestros sentidos, también lo estamos por nuestra razón, por más que este argumento irrite a los adalides del objetivismo más racionalista, o nos recuerde nuestra falibilidad y desprotección ante un universo, sea singular o plural, con todo lo que contiene, sea visible o no.
En cualquier caso, y haciendo honor a tanta angustia, intentos para procrear de forma artificial y en condiciones de laboratorio (para el caso da igual que se trate de uno decimonónico que otro actual) no han faltado, ni en la ficción ni en lo que conocemos por vida real. Y justamente es esta la delicada y entrópica materia orgánica, anímica y argumental que sostiene tanto la novela de Mary Shelley como las diversas adaptaciones cinematográficas. O como en el caso que nos ocupa, sus “relecturas”.
Pero tanto en una como en otras sigue escapándosenos esa alteridad que parece ser componente esencial para que el llamado milagro de la vida pueda producirse. O dicho de otro modo, las distintas creaciones de novela y películas son, pese a todos los esfuerzos por penetrar en ese algo más, productos a imagen y semejanza del ser humano. Una ilusión vana por la cual el ufano Henry Frankenstein (Colin Clive), demiurgo de El doctor Frankenstein (Frankenstein, Universal, 1931), declara explícitamente que ahora sé lo que se siente al ser Dios; una línea de diálogo recuperada recientemente y solo disponible en la versión original.
Imagino que sería por cuestión de derechos el que se especificara de forma elíptica y enrevesada que El doctor Frankenstein era una recreación -como advertíamos, más que una adaptación- de la obra de la señora de Percy B. Shelley. En cualquier caso, esta relectura encubierta que da vueltas en torno a la adaptación escénica acometida por John L. Balderston (1889-1954) no le resta mérito al primer Frankenstein como obra cinematográfica arriesgada y hasta cierto punto independiente.
De hecho, se trató de la atrevida apuesta personal del joven Carl Laemle (1908-1979), hijo del dueño de los estudios Universal, el alemán emigrado Carl Laemle Sr. (1867-1939), el cual no terminaba de ver claro eso de meterse en tales monstruosidades. Pero el éxito del “experimento” fue tal, que finalmente hubo de dar la razón a su imaginativo vástago, además de quedar marcada buena parte de la producción del estudio durante esa década y la siguiente (aún desde un punto de vista más auto-paródico).
La acción de El doctor Frankenstein arranca de forma abrupta y sobre la marcha en un cementerio. Los recientes avances con el galvanismo y la electrobiología no han descartado el tener que realizar la sucia tarea de extraer materia prima de los ataúdes. Pero a la trama acude otro elemento de extrañeza: esa alteridad, en esta ocasión, en forma de inexplicable aunque certero presentimiento, por parte de Elizabeth (Mae Clarke), la prometida de Henry. Una auténtica premonición que sobrevuela la cartesiana y “fisiológica” diferenciación entre un cerebro normal y uno criminal.
En El doctor Frankenstein, nacimiento y muerte van de la misma mano, la del cirujano o reanimador. Aunque sería más apropiado referirse a la Criatura como un ser nonato, como admite el propio Henry cuando asegura que ese cuerpo no está muerto porque no ha vivido. El médico y explorador de lo oculto ansía rasgar el velo y contemplar lo que le está vedado, y lo cierto es que conociendo a su preceptor -que no maestro o mentor-, el profesor Waldman (Edward van Sloan), representante de la ciencia más adocenada, bunas intenciones no le faltan.
Pese a todo, Waldman no deja por ello de echarle un cable a su díscolo pupilo, de igual modo que se deja echar una mano sobre sí mismo, en un experimento mecanicista que se enfrenta con lo subjetivo y en el que toda explicación racionalista se nos queda, no ya corta, sino jorobada como el pobre ayudante Fritz (Dwight Frye). Y es que, ¿es una locura el querer indagar en ese más allá del principio y final de la vida? ¿Lo es transgredir los límites naturales de la eternidad cuando vida y existencia no tienen por qué ser conceptos necesariamente sinónimos?
Pero más que contemplar lo que depara el tránsito de la muerte hacia una nueva vida, por encima de la región visible del espectro electromagnético, Henry Frankenstein pretende saber en qué consiste el conjunto metafísico y científico de la existencia, aunque pronto se desinteresa por las consecuencias -o se le obliga a desistir de estas-.
Un entramado existencial sostenido por la apabullante imaginería gótica puesta en imágenes por el talentoso James Whale (1889-1957), con la aquiescencia de Arthur Edeson (1891-1970) en la fotografía; por ejemplo, durante la estancia de los dramatis personae en la torre semi abandonada que sirve de escenario de los experimentos y que muestra una marcada influencia expresionista.
Inolvidable resulta el gesto de la Criatura, interpretada por el gran -y grande- Boris Karloff (1887-1969), tendiendo sus manos hacia la luz del sol, en un gesto simbólico y primigenio en el que, instintivamente, el ser humano busca la iluminación. O el encuentro con la joven Mary (Marilyn Harris), que puede acercarse a él por intermediación de una flor. La inherente empatía infantil hacia (casi) todo lo monstruoso es uno de los más recordados quiebros narrativos de la historia del cine, al quedar dramáticamente tronchada. Y pese a que solo gruñe, la inteligencia de la Criatura va en aumento, al igual que su conocimiento del medio y de los seres humanos, aspecto último que conlleva todas las complicaciones y decepciones de rigor.
Convertido en icono del siglo XX, y probablemente de los venideros, la fascinación desplegada por la Criatura y su atormentado y tormentoso creador permanece incólume. Una Criatura anunciada en los títulos de crédito de forma enigmática y aterradora, por medio de un interrogante o, finalmente, por el sonoro y estremecedor vocablo “Karloff”.
Como ya hemos comentado, entre los varios idiomas a los que se tradujo la novela de Mary Shelley, estuvo el del teatro, y como en el caso de Drácula, ambas adaptaciones fueron iniciativa de los empresarios Hamilton Deane (1879-1958) y el referido John L. Balderston.
Del guión de El doctor Frankenstein se encargaron Garret Fort (1900-1945) y Francis Edward Faragoh (1895-1966), y del de La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, Universal, 1935), William Hurlbut (1878-1957) que, entre otros -o a consecuencia de ello-, ofrece un guión más deslavazado aunque, sin la menor duda, plagado de imágenes mucho más poderosas. La producción quedó ahora a cargo de Charles D. Hall (1888-1970), aunque la línea editorial fue la misma que en la película precedente.
Tampoco hemos de olvidar el andamiaje sobre el que se sostuvo visualmente esta nueva narración, como la parafernalia eléctrica, ausente del relato original (en el que tampoco está presente el personaje de Fritz), desplegada con fascinante imaginación por el diseñador artístico Robert Kenneth Strickfaden (1896-1984), así como la fotografía de John J. Mescall (1899-1962), los efectos especiales del admirable John P. Fulton (1902-1966) y, repitiendo las labores de maquillaje, el impactante -y engorroso- aspecto de la Criatura a manos del célebre Jack Pierce (1889-1968). Todo ello bien envuelto en la magistral y muy moderna partitura de Franz Waxman (1906-1967).
En un castillo gótico, en mitad de ninguna parte pero en plena naturaleza desatada, sitúa James Whale el arranque de su nueva película sobre la obra de Mary Shelley. Tras este prólogo a modo de prolepsis, que recrea de forma “romántica” y liviana las veladas del alegre grupo de Villa Diodati, el realizador retoma el relato precedente con Hans (Reginald Barlow), el apesadumbrado progenitor de la primera parte, en una secuencia no exenta de un mórbido regusto por el detalle morboso y un humor paródico a cargo de la quisquillosa lugareña Minnie, interpretada por la irrepetible Una O’Connor (1880-1959).
Y ya que hablábamos de imágenes poderosas, hemos de recordar la excelente secuencia en las criptas del cementerio o la inusitada imagen de los homúnculos, creaciones del siniestro profesor Pretorius (Ernest Thesiger), en pos de ese secreto de la creación y la vida eterna. Por no referirnos a ese final del relato, ¡verdaderamente explosivo!
Además, los desplazamientos laterales por los distintos ambientes, por ejemplo, de avance y de retroceso durante el mencionado prólogo, o el que acompaña por unos instantes a la Criatura, caminando por el bosque, proporcionan un mayor dinamismo a la narración, menos encorsetada en este sentido, y una mejor entidad a los distintos escenarios y decorados.
Igualmente inolvidable resulta el regreso de la Criatura a la Torre, no solo como lugar de su nacimiento sino como recuerdo primero de su torpona andadura. Un proceso de humanización por el cual va adquiriendo progresivamente la facultad del lenguaje, elemento de integración en su relación con el músico ciego que habita en el antedicho bosque. Yo no puedo ver y tú no puedes hablar, le dice el invidente en un principio, pero el hecho es que ambos acaban por poder entenderse, siquiera de forma rudimentaria. Como la propia Criatura puede constatar, la reacción del incapacitado eremita es muy distinta a la del resto de aldeanos que se topan con él.
Al fin y al cabo, también posee su sensibilidad, como recuerda la sobrecogedora secuencia en la que Frankenstein y Pretorius se disponen a trasplantarle el corazón; un terrorífico instante que se escenifica mediante la alteración de la imagen que supone una planificación a base de contrapicados. Precisamente, durante el proceso de los preparativos para dicha operación, la música se convierte en un percutido latido.
La novia de Frankenstein (título que resulta ambiguo al equiparar al creador con su criatura, pero que realmente otorga una nueva paternidad a Henry Frankenstein) va más allá de lo que nos fue evidenciado en la primera entrega, al mostrar los sucesos que se desatan cuando la plataforma que porta el cuerpo inanimado de un ser humano prefabricado asciende hasta la techumbre durante la tormenta.
Con frecuencia ninguneada, El hijo de Frankenstein (Son of Frankenstein, Universal, 1939), también conocida como La sombra de Frankenstein (y ambos títulos no son desacertados), se ha venido revalorizando justamente, y si el temor a parecer anti canónico no me sobrevolara, estaría en condiciones de afirmar que la presente es la favorita de mis películas de la presente trilogía.
Por descontado que, en tal valoración, pesa bastante el hecho de que el científico protagonista esté interpretado, en esta ocasión, por el gran Basil Rathbone (1892-1967) y que por ende, el investigador del caso, el inspector Krahg, lo sea por Lionel Atwill (1885-1946). Pero es que, además, no se muestra precisamente carente de personalidad la labor del realizador Rowland V. Lee (1891-1975).
El hijo de Frankenstein fue escrita por Willis Cooper (1899-1955) y fotografiada por George Robinson (1890-1958), y la música fue compuesta esta vez por Frank Skinner (1897-1968), que al igual que su predecesor más inmediato, proporcionó una partitura vibrante y misteriosa, digna de ser recordada.
El caso es que el barón Wolf von Frankenstein (Rathbone) es el hijo del difunto Henry. Este decide volver al pueblo de sus progenitores con la solemne oposición de los lugareños, que culpan al apellido Frankenstein del infortunio que se ha venido abatiendo sobre el enclave, el cual ha pasado de ser próspero a quedar poco menos que maldito y olvidado de todos. Razones no faltaron para apoyar dicha tesis…
Prueba de esa desafección es la deslucida recepción por parte de los referidos habitantes de la villa, que como dato genial, también toma el nombre del mencionado apellido, lo que denota la relevancia de dicha familia en el discurrir del pueblo, incidiendo en esa asociación de prosperidad o tragedia para con el mismo. En efecto, en este lugar, la joven y renovada familia Frankenstein solo parece hallar corazones endurecidos y amargura, junto a una copiosa lluvia en consonancia.
Así mismo, El hijo de Frankenstein obtiene una de sus mejores bazas en unos excelentes decorados, entre minimalistas y expresionistas, como los de la residencia de los Frankenstein, ¡con ese dormitorio con las camas enfrentadas!, o los restos del laboratorio, ahora anexo a la casa. Además de ofrecer una mayor libertad argumental, precisamente por no quedar sujeta -aún libremente- a la pieza original. No por gratuidad comenta entusiásticamente Elsa von Frankenstein (Josephine Hutchinson) que todo aquello parece medieval, un lugar apasionante. Todo ello, junto a un adecuado y sugestivo ritmo narrativo que sostiene todo el engranaje del suspense.
Por su parte, la Criatura, a la que todos menos Wolf llaman el monstruo, no puede volver a hablar, tal vez por haber perdido una vez más esta facultad. Pero se da la circunstancia de que el nuevo morador de las propiedades de los Frankenstein no llega a pergeñar a criatura alguna, sino que se encuentra con la de su padre, con lo cual puede proseguir las investigaciones de este, tras los debidos remiendos. Circunstancia que le servirá para profundizar en el análisis de las características fisiológicas de un ser cuyas células parecen luchar como si tuvieran vida propia, y al que además se priva de los célebres electrodos.
El hijo de Frankenstein narra en paralelo la venganza del contrahecho Ygor (el no menos mítico Béla Lugosi), que siempre tiene una coartada y que se muestra enfrentado a las “fuerzas del orden”, que no son precisamente mejores que él. En uno de los mejores aciertos argumentales de la película, Ygor proporciona a la Criatura una clave de actuación por medio de la música.
La mención a unos “rayos cósmicos” como novedoso ingrediente del potencial eléctrico se suma a otros instantes espléndidos, como aquel en que la Criatura obliga al barón a contemplarse, juntos, ante un espejo. O la estimulante presencia, casi en off, del lago de azufre hirviente que, a su vez, contiene un pasaje que se comunica con la residencia de los Frankenstein.
A lo cual quisiera añadir el magnífico detalle del rótulo que reza “creador de hombres”, que alguien ha inscrito -tal vez Ygor- sobre la cubierta del sepulcro del finado Henry. Y es que pese a que las intervenciones de la Criatura no acabaron aquí, sí podemos afirmar que El hijo de Frankenstein es el magnífico colofón de una trilogía tan legendaria como apasionante.
Escrito por Javier C. Aguilera
Sòlo he visto una pelìcula de Frankenstein pero es bastante moderna. En cambio esta trilogia que reseñas, no la conocìa y sin duda tengo interès en conseguirla. Hace un par de meses leì la obra de Mary Shelley (me gustò muchìsimo), luego de haber leìdo otros libros del mismo gènero gòtico como Dràcula, El extraño caso del doctor Jeckyll y del señor Hyde, y posteriormemte me metì en el trabajo de POe y LOvecraft; asì que seguramente apreciarè mejor este tipo de cine que cuanto màs viejo, mucho màs fiel al libro.
ResponderEliminarEsperamos que tengas oportunidad de disfrutarlas y que compartas tus impresiones con nosotros :)
EliminarGracias por volver a comentarnos, Leslie.
¡Un saludo!
oooohhhh! mi amor es dracula y lo comarte frankie!!!!genial entrada , digna del cine, solo maravillas veo en este baul. gracias, gracias de parte de estos monstruos, dicho cariñosamente y por su valor historico y actoral. gracias!!!
ResponderEliminarHola Buho :)
EliminarNos alegramos de tus gustos por estos célebres monstruos. Tenemos más sobre Drácula en entradas anteriores (la novela original, las películas de Fisher, la de Coppola...), visita nuestros Ciclos y allí lo verás o nuestro listado de reseñas para buscarlo.
Gracias por tu comentario y espero que sigas visitándonos :)
¡Un saludo!