¿No son ustedes miedosos? Hacen mal. ¿Creen que todo lo relacionado con dicho asunto es achacable a la sugestión? Craso error. ¿Están seguros de que nunca les va a suceder nada? Háganselo mirar. ¿Piensan que los aquelarres se limitan a los botellones? Definitivamente suspensos.
Al menos, en materia brujeril y ocultista, porque haberla hayla, y como suele ocurrir, la realidad supera la ficción, sobre todo algunas veces…
Lo estamos viendo, gente que debería estar siendo tratada médicamente rige nuestros destinos, con toda una cohorte detrás que los apoya y justifica. Una locura, pero nada que no nos haya mostrado antes el cine, espejo cóncavo y convexo, y lo que haga falta, a la hora de reflejar la naturaleza humana en toda su ignota extensión.
Escrita por Ronald Shusett (1935) y Dan O’Bannon (1946-2009), a quienes debemos el buen desarrollo hormonado del género en aquel tiempo, orbitando en torno a una historia expuesta por Jeff Millar (1942-2012) y Alex Stern (-), Muertos y enterrados (Dead and Buried, AVCO Embassy, 1981) fue dirigida por el apenas conocido Gary Sherman (1945), responsable de la escritura de la poco valorada aunque potable Fobia (Phobia, John Huston, 1980), y la muy desasosegante pieza de culto Sub humanos (Death Line, 1972), que recomendamos vivamente. Más al fondo parece que subyace una novela, o puede que novelización, achacable a Chelsea Quinn Yarbro (-). Además, Muertos y enterrados cuenta en su haber con la perturbadora música de Joe Renzetti (1941), especialista en tonadas lúgubres para todo tipo de desmanes.
Completemos la nómina técnica con los naturalistas pero espeluznantes efectos especiales a cargo del notable Stan Winston (1946-2008), y la fotografía ad hoc de Steve Poster (1944), de interesante carrera, puesto que ha fotografiado películas no muy conocidas pero sí nutrientes básicos -de distinto pelaje- para el aficionado, como Playa sangrienta (Blood Beach, Jeffrey Bloom, 1980), Testamento final (Lynne Littman, Testament, 1983), La gran revancha (The New Kids, Sean S. Cunningham, 1985), la simpática y reivindicable Chico celestial (The Heavenly Kid, Cary Medoway, 1985), lo mismo para Ciudad peligrosa (Blue City, Michelle Manning, 1986), la sorprendente Más allá de la realidad (The Boy Who Could Fly, Nick Castle, 1986), La sombra del testigo (Someone to Watch over Me, Ridley Scott, 1987) -menuda década, dicho sea de paso-, Qué asco de vida (Life Stinks, Mel Brooks, 1991), o más recientemente, la rarísima Donnie Darko (Íd., Richard Kelly, 2001).
En fin, volvamos con nuestra historia.
Muertos y enterrados es una película proclive a la conmoción, que juega sabiamente con la idea de que lo aparente se puede revertir o, dicho de otra manera, sin desvelar mucho, que la realidad es distinta a la que suponemos, a un nivel local pero en expansión. En una línea luego asumida por otros títulos del género terrorífico o el suspense dramático. No voy a citar nombres para no levantar la liebre argumental, pero alguno de ellos, bastante descarado, fue dirigido por un español.
El caso es que en la playa cercana al pueblo de Potters Bluff (El acantilado o farol de los alfareros; sintagma preposicional bien escogido), tropiezan por casualidad el forastero Freddie (Christopher Allport) y la lugareña Lisa (Lisa Blount). Un encuentro que se pretende romántico, pero que culmina con una fogosidad distinta a la prevista. La cámara que porta el hombre hace las veces de la cinematográfica en algunos de los planos. Es la objetividad de la subjetividad de la escena (les dejo que lo vuelvan a leer). Potters Bluff es una típica aldea de pescadores, pero últimamente no sabemos qué cuernos pasa, que se están produciendo algunas desapariciones y crímenes que nunca antes se habían dado en la historia del poblado. Este se halla cerca de Providence, en Rhode Island (EEUU), de donde es natal, no por casualidad, Howard Phillips Lovecraft (1890-1937).
Bien, ya estamos ubicados, pero lo cierto es que no podríamos andar más desorientados, teniendo en cuenta que el grisáceo y revuelto pueblo de pescadores se ha convertido de la noche a la mañana en ganancia de criminales truculentos. Cuyas fechorías son mostradas al espectador en toda su crudeza panorámica, es decir, con toda lujuria de detalles.
Allí el sheriff Dan Gillis (James Farentino) se afana en determinar las causas y culpabilidad de estos delitos sañudos y aberrantes. Cuenta con la ayuda del curtido forense del distrito y encargado de la morgue, William G. Dobbs (el veterano Jack Alberston), que no da abasto con tanto trabajo, pues entre su cometido está el de maquillar a los muertos, respetando así la esencia de los difuntos. Dobbs se hace anunciar en sus visitas con vetustas grabaciones de jazz clásico. Un buen apunte de su forma de ser y actuar, para tanto descosido. Yo soy un artista, proclama. Y en efecto lo es, pues recompone con inusual delicadeza los cuerpos maltrechos para que presenten un mejor aspecto.
Ahora bien, en Muertos y enterrados sabemos quién es el responsable de estos crímenes premeditados desde el principio. La gracia no reside, por lo tanto, en la identidad de la mano ejecutora, sino en la investigación que se sucede. Las apariencias engañan. Nada es lo que parece. Este es el núcleo corrosivo central de la premisa elaborada por Shusett y O’Bannon.
Como argumentan Dan y su esposa Janet (Melody Anderson), parece que estas cosas solo le pueden pasar a personas que no conocemos; y no del entorno inmediato. Solo que este caso, tal entorno ha de ver con un municipio neblinoso y desvencijado. De aspecto malsano, desafecto, carcomido por la sal y que se traslada a decimonónicos y decrépitos hogares (núcleos familiares), al estilo de lo que sucedía en la inquietante Los coches que devoraron París (The Cars That Ate Paris, Peter Weir, 1974), y por supuesto, La matanza de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, Tobe Hooper, 1974).
Ello contribuye a un clima de horror donde no parece haber refugio, por la sencilla razón de que al final, la muerte, de una u otra manera, nos alcanza a todos. Y esta gran verdad se suma al hecho de vivir en la era de las grabaciones, con todo lo que ello lleva aparejado, donde existen archivos perturbadores de multitud de actos criminales.
Ahí entra en juego el respeto que se ha tener a los fallecidos. Que desde luego, en la historia que nos ocupa es mucho. En circunstancias lamentables o virulentamente macabras, la muerte puede quedar despojada de toda dignidad, pero incluso en las culturas más sencillas y atrasadas, la consideración hacia los que nos han precedido debe prevalecer.
Aunque no a toda costa. La clave la da Dan sin saberlo, ante Dobbs, en el entierro de un convecino, pero no la vamos a desvelar.
Acierto del realizador y sus dos guionistas es convertir todo el escenario circundante en un terreno abonado, poco menos que para la brujería. El intenso suspense lo proporciona, como queda dicho, la investigación policial, en un marco de pura magia negra, en el siglo de la imagen. El cartel, excelente, de la película, rezaba que los creadores de Alien traen un nuevo terror a la Tierra. Y es verdad. Por una vez, el eslogan publicitario no era una zumbada, porque verdadero estremecimiento depara Muertos y enterrados. La del zombi es la esquizofrenia definitiva, sobre todo cuando ya no presenta un aspecto demacrado y no sabemos que está muerto. Especialmente escalofriantes son aquellos instantes, en la sociedad real como en la ficción, en que todos repetimos lo mismo como si fuéramos loros.
Prosigo este recorrido tortuoso con El íncubo (Incubus, Artists Releasing-Mark Films, 1981). Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (edición en línea), que para estas cosas limpia y fija lo suyo, un íncubo reza como sigue: dicho de un diablo que, según la opinión vulgar -en sentido de popular- bajo apariencia de varón tenía trato carnal con una mujer. Súcubo, en el caso de trocarse los sexos (o mejor dicho, la envoltura externa).
En estas estamos cuando dos bañistas tan casuales como desprevenidos, deciden apagar sus ardores en uno de esos lagos formados en los despojos de una cantera o desfiladero (no puedo evitar acordarme de El relevo [Breaking Away, Peter Yates, 1979] o Labios ardientes [The Hot Spot, Dennis Hopper, 1990], allí los había bien bonitos). Ellos son Roy Seeley (Matt Birman) y Mandy Pullman (Mitch Martin). Allí son atacados por un ente desconocido.
A su vez, el joven Tim Galen (Duncan McIntosh) vive en una mansión cercana. De nuevo nos encontramos en el epicentro de una de esas poblaciones de interior con prosapia y significante legado histórico-cultural. Y no solo en cuanto a batallas y pioneros, sino en un sentido más perverso… Aunque esta vez, la fotografía de Albert J. Dunk (-) es más prístina y reconocible; menos alienada que en el anterior caso. Desde un punto de vista visual, porque la ambientación recae en Salem, conocida ciudad perteneciente al estado de Massachusetts (EEUU) donde, tampoco por casualidad, acontecieron los dramáticos sucesos de juicio por brujería escenificados más tarde por Arthur Miller (1915-2005).
El citado Tim está sobreprotegido -casi cabría decir que acosado- por su madre (Helen Hughes) y por una pesadilla recurrente. En los ratos libres, Tim sale con Jennie (Erin Flannery), hija de uno de los doctores de la comarca, el cirujano y forense Sam Cordell (John Cassavetes), que ejerce en el hospital del pueblo, una ciudad menos aventajada que la mostrada con anterioridad, pero que de nuevo muestra vínculos con un pasado perturbador. El mejor amigo de Sam es el jefe de policía Hank Walden (el característico John Ireland). El médico ha regresado a la localidad después de tener que hacer frente a la trágica muerte de su esposa, la madre de Jennie. Pese a todo, Sam declara que no me interesa la gente de este pueblo. En cierto sentido, argumental e interpretativo, es un personaje al margen y atormentado.
A esto se suma el hecho de que hay un violador suelto, que perpetra la penetración seca (por las bravas), y deja una enorme cantidad de esperma en el interior de sus víctimas. No se sabe quién puede ser el causante. Al principio se piensa en varios hombres, pero pronto las evidencias lo dejan reducido a uno. Nada corriente. Más que violador, agresor sería la palabra exacta en este desquiciado caso, que parece lindar con la locura.
Otro personaje quiere saber La verdad. Se trata de Laura Kincaid (Kerrie Keane), directora de un periódico local de la Ciudad de las Brujas (Witch City), que trata de cubrir la noticia y desentrañar al autor de los hechos. Alguien de características muy especiales deambula por las calles de la ancestral y señorial Salem. No del todo humano, porque estamos en los límites de lo sobrenatural, como la ciencia va a confirmar. Una clave bien desarrollada a lo largo de la película por John Hough, ya que se intuyen posibilidades mentales y paranormales, hasta que todo se aclara al final de la misma.
Si antes matizábamos la figura del violador, otro tanto habría que hacer con la que se refiere a la familia. Más apropiado sería hablar de extraños vínculos. Forzadamente sanguíneos. Allí donde intervenga John Cassavetes suele ocurrir, por mucho que ahora nos hallemos en el ámbito del género de terror.
La localidad tiene hasta un museo de ocultismo, regentado por Carolyn Davies (Denise Fergusson), con sus correspondientes efigies, figuras de cera y libros sobre el Tema, en mayúscula. Todo normal, salvo que alguien les ha tomado la palabra. Puede que extraída del codiciado volumen Artes perditae (Habilidades perdidas), que reposa en paz relativa sobre una mesa del establecimiento.
Otras preguntas surgen del caldero. ¿Cómo pueden estar relacionados los sueños de Tim con los asesinatos, puesto que los visualiza? ¿Son capaces estos de producir la materialización física del espíritu diabólico que conocemos como íncubo, de la misma manera que los médiums parecían sustantivar los efluvios de los seres contactados, en forma de ectoplasmas? Para el diccionario la posibilidad existe. Para nosotros también. No es baladí la presencia de la célebre pintura La pesadilla (1781) de J. H. Füssli (1741-1825) en el interior del mencionado museo.
Son interrogantes que nos plantea esta estimulante película escrita por el escasamente prodigado George Franklyn (-), con buenos decorados de Ed Watkins (-), también poco conocido, al contrario del músico Stanley Myers (1933-1993), pese a no estar todo lo divulgado que debiera, salvo en el extenuante caso que todos recordamos. Por lo visto, Íncubo se basa en una novela de Ray Russell (1924-1999), guionista estupendo de El barón Sardonicus (Mr. Sardonicus, William Castle, 1961), La obsesión (The Premature Burial, Roger Corman, 1962) y El hombre con rayos X en los ojos (X, Roger Corman, 1963). Buenos antecedentes. A ver si alguien se anima con este relato y podemos leerlo.
Hay que constatar que el personaje del doctor se muestra más abierto de mente de lo que es habitual en otros compañeros cinematográficos de profesión. Para él, la terrible posibilidad también se está convirtiendo en algo tangible.
Comenzaba el presente artículo con una serie de interpelaciones más o menos jocosas. Pero, ¿y si realmente los muertos no pudieran descansar en paz? ¿Somos realmente conscientes de quiénes somos? Feliz noche.
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