Menos mal que no nos comunicamos a través del pensamiento. Si hay gente capaz de retirarle a uno el saludo por sospechas ideológicas, imaginen lo que sería mostrar nuestras mentes desnudas, sin cortapisas, prescindiendo del aparato fonador. No obstante, experimentos en este sentido se han intentado.
Pasando de un tradicional buenos días nos de Dios, al más neutro y condescendiente buenas, ahí seguimos soportándonos.
De un experimento mental, y como en casi todas las obras del estimulante director David Cronenberg (1943), también somático, vamos a hablar hoy en nuestra sección para el sábado noche, que trata de recuperar la línea de títulos señeros que en los años ochenta, y finales de los setenta, nos eran ofrecidos a través del espacio semanal Sábado Cine, de cabecera elegante e inolvidable tonada. Así calentamos motores para el especial de Halloween de este año (del que las películas se nos van quedando cortas, tal y como se muestra la realidad).
Un prolegómeno al experimento de la ficción. En 1970 fue vuelta a poner a examen la psíquica Nina Kulagina (1926-1990). De resultas de estos análisis, controlados por médicos y científicos, quedó constancia de la capacidad de movimiento de la materia a través de… llamémosle el pensamiento, o lo que etimológicamente se conoce como telequinesis. Otras investigaciones de orden telepático han sido llevadas a cabo.
El asunto es de lo más estimulante, además de inquietante, caso de ser cierto. Escépticos no faltan. Nunca. Como si los científicos de renombre involucrados en las pruebas hubieran permitido que Kulagina se sentara frente a una mesa, en condiciones de laboratorio, sin haber indagado en si era portadora de algún imán entre sus ropajes. Ya he comentado en alguna otra ocasión que hay personas a las que parece que fastidia en lo más hondo de su ser la posibilidad de tales manifestaciones, o que se elucubre acerca de lo que escapa a nuestros sentidos, que nos guste o no, no lo abarcan todo. Esto cuando no sueltan algún chistecito supuestamente jocoso, que lo único que hace es denotar su falta de conocimiento en la materia. De la información proporcionada por algunas páginas y de ilusionistas que aseguran tener la respuesta de todo, mejor precaverse (por descontado que los engaños existen, pero en el caso que nos ocupa, ¿en qué condiciones se afirma que pudo haber fraude, in situ?). Kulagina ganó los recursos que interpuso a este respecto. Por suerte para nosotros, el cine toma todo este material atractivo para devolvernos, en las ocasiones más felices, una fantasía realista alejada de los patrones restrictivos y las cortapisas positivistas. Para jugar, en definitiva, con esa otra realidad que, de momento, permanece oculta.
Si hubiera que definir Scanners (Íd., Filmplan-Universal, 1980; estrenada al año siguiente), con algún calificativo, diría que se trata de una pieza desasosegante. Esto no es nada nuevo viniendo del realizador canadiense. Antes lo motejaba de estimulante, y realmente lo es para quien se sienta atraído por estos vericuetos narrativos que no hacen sino hurgar en los dobleces de la naturaleza física y mental del ser humano y la realidad que lo rodea.
Escrita y dirigida por Cronenberg, la película contó con especialistas de la talla de Mark Irwin (1950) en la fotografía, Howard Shore (1946) en la música, en esa estela desazonadora; Dick Smith (1922-2014) en los maquillajes, y un incipiente Chris Wallas (1955), futuro creador de los gremlins, al tanto de efectos especiales, junto con otros compañeros de látex, lentillas y demás productos de modelado.
Al comienzo de la película nos sentimos atraídos por el escenario que sirve de presentación, en plano general. La elección de los espacios ha sido siempre un marcador insustituible, desde la época del cine de terror clásico, con objeto de introducir un acerado elemento distorsionador, tanto en exteriores como en interiores. Cronenberg resulta fiel al concepto, de modo que su proscenio es el de una amplia y luminosa cafetería-hamburguesería, dentro de un complejo de varias plantas, a la que acude -y se presenta por primera vez- el menesteroso Cameron Vale (Steven Lack). Lo sobrenatural se introduce en lo cotidiano, como en toda buena obra que pretende crear inquietud más allá de los efectos especiales, en lección magistral legada por Val Lewton (1904-1951) y Jacques Tourneur (1904-1977), por citar dos nombres señeros.
En esos grandes almacenes, Cameron provoca involuntariamente a una comensal llamada Helen (Margaret Gadbois) un repentino ataque: es un scanner. Es decir, una persona con capacidad fisiológica de escanear las mentes de otros sujetos, causando un sucesivo daño. Pero Cameron no es del todo consciente; la suya va a ser una asunción traumática. El supuesto beneficio puede perjudicar a personas inocentes, desprovistas de tal capacidad. Más que atendido, Cameron acaba siendo reclutado por el doctor Paul Ruth (el siempre sólido Patrick McGoohan), que se define a sí mismo como un psicofarmacéutico. El pupilo descubrirá que no es el único con dicha particularidad.
Este traumatismo en el descubrimiento de la facultad y desarrollo del proceso, hace que difícilmente pueda ser llamado un don, desde el momento en que nos es revelado un origen artificial e interesado; ya volveremos sobre este punto. Así, Cameron Vale pasa de ser un inquilino de la calle, a estar supervisado y explorado por una institución médica, Con Sec, representada en su cara más amable, o menos corrosiva, por el doctor Ruth. El protagonista a su pesar, constata que es capaz de captar en su mente los comentarios de quienes asisten a una asamblea – ensayo organizada por Ruth. Como Vale, los convocados resultan ser telepáticos, emisores y receptores de un canal no compartido por el resto de la humanidad, en el cual, lo que puede matar es el mensaje, y el exceso de celo en dicho canal.
En efecto, Cameron Vale ha nacido con una particularidad evolutiva; como toda mutación novedosa, bastante difícil de sobrellevar. Una alteración genética cronenberiana, ¡que son las más peligrosas y funestas! Según explica Ruth, su origen está en una severa alteración en las sinapsis. De la que se conoce la causa, que otro personaje expone, pero no el remedio, porque no lo hay.
Nos encontramos ante el clásico argumento o posibilidad, casi un género en sí mismo, de la percepción extrasensorial. El escaneo de otra persona no está exento, como queda dicho, de riesgos por ambas partes, y es un procedimiento doloroso. En consecuencia, en la corporación donde se encuentran recluidos y adiestrados los scanners de los que se tiene noticia, se ha producido otra demostración indirecta que ha acabado de forma más abrupta. A estos dotados solo se les puede controlar mediante una inyección del fármaco llamado ephemerol.
A cargo de la seguridad del centro experimental está Braedon Keller (Lawrence Dane), que ha sido nombrado nuevo director. Lo que Cameron aún no sabe es que esta institución da cobijo a un programa más avanzado (no necesariamente más evolucionado) y clandestino.
Por lo tanto, los scanners son seres telepáticos, pero que resulten empáticos o anti empáticos ya es cuestión de la naturaleza estricta y vulgarmente humana de cada uno de ellos. La mayoría se muestran inestables e infelices. Y es curioso comprobar cómo la traición parece ser el principal destino que se depara a estos personajes, incluidos los del lado siniestro. De un modo u otro, todos acaban traicionados. Me oigo a mí mismo, concreta Cameron con pesadumbre indecible, cuando ya es incapaz de mantener un mínimo descanso (como el médico de El hombre con rayos X en los ojos [X, Roger Corman, 1963]). Es estremecedor el instante en que oímos las voces que asaltan la cabeza de Cameron, y que él atempera con ephemerol.
En busca de algunas respuestas más acude al encuentro del escultor -y dotado- Benjamin Pierce (Robert Silverman). Más tarde, entablará una cooperación con Kim Obrist (Jennifer O’Neill) y el grupo que le circunda. Kim le enseña que, como toda facultad, esta depende de cómo se emplee. El apartamento de los buenos scanners que Cameron va a conocer es asaltado, y los inquilinos, en perpetua huida del acoso de los scanners aviesos, puestos en fuga. Al mando de estos últimos está el ex paciente de Ruth, Darryl Revok (Michael Ironside), un líder, que no un guía, que ha sobrevivido por el mero hecho de ser el más fuerte, en dislocada exégesis evolutiva. La cuestión está en si será capaz de mantener tal estatus.
Cameron Vale se convierte así en un inadaptado, toda una amenaza si no se le consigue dominar, esto es, llevar a la zona oscura. Fuera de las instalaciones oficiales, el scanner se halla a merced de los elementos subversivos. No existe refugio seguro. Ni las industrias Biocarbon Amalgamate, donde algunos se hayan infiltrados, ni la consulta del doctor L. Frane (Victor Knight), donde Vale y Kim hallarán las últimas respuestas del puzle. O al fin, el despacho de Revok, en las citadas industrias. Consultas e instalaciones más complejas nos hablan de esa querencia de David Cronenberg por los aparatos coercitivos grupales y organizados, autocráticos y al acecho.
Capaces de controlar las voluntades, como los vampiros (recordemos esos bellos cuerpos que se alimentaban de energía en Lifeforce, fuerza vital [Lifeforce, Tobe Hooper, 1985], las habilidades naturales de personajes como Carrie (Íd., Brian de Palma, 1976) o los experimentos maquiavélicos que, al igual que en Scanners, empañaban las capacidades innatas en la excelente La furia [The Fury, Brian de Palma, 1978]), los contrincantes psíquicos, a la fuerza han de ser unas poderosas armas letales. Pero el inevitable choque no es únicamente de fuerza y resistencia, sino de orden moral, el cual anticipa el enfrentamiento cerebral, materializando la unión de dos sistemas nerviosos separados en el espacio, en palabras del doctor Ruth.
En Scanners la acción es continuada; es decir, lineal en el tiempo, y diríamos que sin tregua (cuando se hace mención al pasado, este se inserta en el presente). Como hombre y máquina funcionando a un mismo tiempo, al estilo de los ciborgs, la enfermedad, pues de tal puede ser diagnosticada, que está en la base de los (tristemente) evolucionados, a la larga les puede hacer perder la cualidad humana, alterando su apariencia física en consecuencia. Aunque como ocurría con los monstruos clásicos, la fealdad exterior no es sinónimo ineludible de maldad interior; por lo menos, no en todos los casos. Durante el duelo entre los polos positivo y negativo, la morfología humana se transfigura. A pesar de que las dos fuerzas pueden estar equilibradas en cuanto a su robustez, se hallan separadas por el señalado aspecto moral, con consecuencias devastadoras.
Ahora bien, en los setenta y ochenta lo truculento no siempre estaba reñido con el buen desarrollo narrativo y visual del suspense, algo que ya manifestó David Cronenberg en sus trabajos previos, o por venir (otro buen ejemplo sería La cosa [The Thing, 1982], de John Carpenter [1948]). Películas directas, inquietantes, sanguíneas, incluso sórdidas, pero con un significado, en modo alguno gratuitas. Lo consigna la preparación -conciencia de ser- de Cameron por Ruth, y el singular combate final con Revok. Ambos personifican a un antisistema, solo que su poder no es político sino mental (no son compartimentos estancos, en cualquier caso). El primero defiende la convivencia que emerge de la esencia individual (nosce te ipsum), en tanto que el segundo, persigue poco menos que conquistar el mundo, el control de los demás. Por algo en el planteamiento principal subyace la premisa de un ejército de scanners aún más aventajados por nacer.
Solemos decir aquello de si las miradas mataran. Pues anda que los pensamientos. Lo que queda claro es que sabiendo lo que piensan los otros, la vida se hace virtualmente imposible.
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