Un tronar de tambores y otros relatos, de James Warner Bellah, y adaptaciones de John Ford y Joseph M. Newman

24 agosto, 2018

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Los fuertes y sus destacamentos son fascinantes. Se hayan en lugares remotos, aislados, pero de alguna forma interconectados. Su misión es la de controlar los territorios conquistados (no voy a meterme ahora en apreciaciones éticas), favorecer el tránsito de los colonos y garantizar el cumplimiento de las leyes.

Son puestos avanzados al borde de lo desconocido, enclaves diseminados donde serpentea la vida de unas personas arrojadas, y donde se contiene la simiente de toda una civilización. Las mismas características que podemos hallar en cualquier novela o serie de ciencia ficción a la conquista del espacio.

James Warner Bellah, John Ford y Joseph M. Newman
El volumen Un tronar de tambores, publicado por Valdemar, en su colección Frontera (2012), contiene, junto a la novela que le da título, los relatos que dieron pie a las obras maestras del cineasta John Ford (1894-1973), Fort Apache (Ídem, RKO, 1948), La legión invencible (She Wore A Yellow Ribbon, RKO, 1949) y Río Grande (Ídem, Republic-British Lion, 1950), conocidas como Trilogía de la caballería. Son creaciones del escritor neoyorquino y coronel del ejército James Warner Bellah (1899-1976).

Se cuenta que cuando le preguntaron a Jorge Luis Borges (1899-1986) si no le apenaba el abandono de la épica en los tiempos que nos tocaba vivir, el escritor argentino respondió que la épica seguía muy viva gracias al western. Y así es. Por eso la frontera entre los que se entretienen (con todo derecho) contemplando películas, y los que aprecian el cine como valor artístico, queda marcada, preponderantemente, por el género del oeste. No gustar del mismo es no entender el séptimo arte; algo así como un arquitecto que menospreciara a Fidias (480 A.C. – 430 A.C.) o Palladio (1508-1580), o un físico que desconociera la gravedad.

Comenzamos nuestro recorrido, siguiendo el mismo orden cronológico establecido en el libro. Y lo hacemos con el relato Comando (Command, 1946).

Entre el oeste de Kansas y el este de Colorado (EEUU), se halla situado el Fuerte Starke. Su capitán, Nathan Brittles, es descrito como un hombre gris, por dentro y por fuera, pero no por parte del narrador, sino a través del subjetivo punto de vista del joven teniente Flint Cohill, impetuoso y calladamente irascible. Tiempo tendrá de convencerse de su equivocación. Junto a ellos se encuentra el sargento John Utterback, que enseñará a Cohill que una vida como la del fuerte no se aprende, se vive.

Durante una misión de rescate, estos personajes comenzarán a comprenderse mejor los unos a los otros. Un respeto a los galones que, sin duda, es uno de los atractivos que verá John Ford y que trasladará a sus adaptaciones; en el caso que nos ocupa, a La legión invencible (a su vez, sustentada por otros relatos, como iremos viendo). Todos estos personajes conforman el grueso hilo conductor de las narraciones ubicadas en Fuerte Starke, pues aunque el marco de referencia moral y estético es grupal (la caballería, o más ampliamente, el ejército de los Estados Unidos), no por ello dejan Bellah o Ford de tener en cuenta la particularidad de cada uno de ellos. Diríamos que resaltando la singularidad de dicha pluralidad.

En cuanto a Warner Bellah, su capacidad de descripción por medio de sensaciones (a veces sinestésicas) y metáforas casi impresionistas, sobresalen en el interior de una escritura que acostumbra a ir al grano. Así sucede con la descripción del ataque indio.

Pero en Comando hay momentos donde se también se expresa el aburrimiento o la apatía, esas horas que parecen no transcurrir nunca, así como la incomodidad de la suciedad. Conquistas como la de poderse asear, con frecuencia no están a disposición del soldado.

Planning the attack, de Charles Russell
En el siguiente relato, Fuerte Starke se enfrenta a una de sus peores crisis: el pulcro y dogmático general Owen Thursday llega al emplazamiento para tomar posesión del mismo como nuevo oficial al mando. Puede el general ser más letal que los indios, lo que, por desgracia, se acaba confirmando. Thursday arriba con un complejo de agravio a causa de sus superiores, al sostener que su destino es inmerecido. Su ansia por alcanzar la gloria forzará cada situación y página de forma difícilmente soportable. Él es el representante del estado, de la ley más que de la justicia. Su objetivo es alcanzar un victorioso renombre, que le permita escapar lo antes posible de su puesto y prisión (interna y externa).

En este sentido, diríamos que Masacre (Massacre, 1947) es la contrapartida de Comando. El autor incorpora algunas nuevas metáforas afortunadas, a tenor de los acontecimientos descritos (la mañana del enfrentamiento con los indios contemplada como una anciana). De resultas de todo ello, Thursday organizará un exterminio, sin salirse de las ordenanzas, interpretadas siempre de forma pétrea. Un aniquilamiento que se da la vuelta y de la que el general es primera y última víctima, en lo que es un claro remedo de la figura del desaforado e imprudente George A. Custer (1839-1876).

Al igual que John Wayne (1907-1979) hará en la posterior adaptación, Fort Apache, el teniente Flint, que ha sido testigo de los aparatosos y sobrecogedores acontecimientos, no desvelará la verdad por el bien del regimiento, de cara a la pervivencia de los buenos hombres que arriesgaron su vida lo más noblemente posible, y que pueden servir de honrosa respetabilidad. Lo que no podrá nunca Flint es olvidar.

Fort Davis, de Melvin Warren
En Misión inexistente (Mission With No Record, 1947), una crucial incursión tiene lugar, aunque a efectos gubernamentales no exista, quedando relegada, pese a su significancia, poco menos que a los pliegues de los anales.

La descripción casual de algún rasgo físico (por ejemplo, del coronel Sheridan [1831-1888]) dan viveza a este nuevo relato, donde el coronel Massarene también está apegado a las normas, si bien, a diferencia del citado Thursday, su humanidad emerge por encima de las disposiciones y preceptos. Pese a todo, a Massarene le odiaban porque siempre tenía razón.

El hecho es que su hijo ha sido expulsado de la academia militar de West Point (Nueva York), por lo que se alista y pasa a formar parte de su regimiento como soldado raso. Entre las primeras misiones a las que se habrá de enfrentar, está la contemplación de un carromato calcinado y el despedazamiento de sus ocupantes, por parte de aquellas tribus beligerantes que no respetan los tratados (no todas las tribus los contravenían). Situación crítica que dará pie a una incursión de castigo, en una misión no autorizada oficialmente por el gobierno.

Por supuesto que, entre los efectos colaterales de esta nueva batida estará el acercamiento entre padre e hijo. Tampoco podemos pasar por alto la referencia que hace el autor cuando equipara al soldado y su montura con un centauro (aquí y en el siguiente texto). Como los cinéfilos más avezados ya habrán advertido, el presente relato es el germen que dio origen a Río Grande.

A continuación, especialmente notable me parece La gran cacería (Big Hunt, 1947), segunda base argumental para La legión invencible. En resumen, se trata de desenmascarar a un traficante de armas que vende rifles autorizados a los indios. El autor sabe jugar muy bien con el suspense de dicha identidad, durante el tiempo necesario, culminado el relato con una estampida de búfalos que acaba con los contrabandistas (ya que finalmente se descubre que no se trata de uno solo), en lo que es una conclusión asombrosa y sumamente brillante.

Breaking Throught The Line, de Charles Schreyvogel
Partida de guerra (War Party, 1948) es la última de las narraciones cortas, siendo el tercer relato que sirvió de sustrato argumental a La legión invencible. La jubilación (y posterior aplazamiento) del capitán Nathan Brittles, de sesenta y cuatro años, está a las puertas del Fuerte Starke. Tan solo quedan unas pocas horas para que se haga efectiva.

Sin embargo, Brittles se reencuentra con el apoyo y cariño de sus oficiales y soldados, en forma de un bonito regalo (el mismo que en la película). Poco después, acude al cementerio anexo al fuerte donde reposan no uno, sino varios de los familiares del capitán. De él dice Warner Bellah que llevaba toda su vida desplazándose hacia el oeste, ampliando la frontera para los colonos que venían detrás. Por supuesto que, además, Brittles viste un pañuelo amarillo bajo el cuello de la camisa, símbolo del regimiento y, como más tarde añadirá John Ford, del respeto y amor cortés hacia alguna dama, por parte de los más jóvenes.

Partida de guerra hace notar, igualmente, cómo a veces los enfrentamientos no son una cuestión de razas, sino una lucha establecida entre el ámbito de las órdenes del alto mando y la realidad y día a día vividos en el fuerte.

Por último, Un tronar de tambores (A Thunder of Drums, 1961), supone la novelización del guion original que Bellah escribió para la película del mismo título (en España se llamó Fort Comanche). En realidad, estamos ante una novela corta o un relato largo, escrito por el propio guionista.

Fort Snelling Drills, de Sherry Blanchard Stuart
En Fuerte Canby, el joven teniente Seton Malden Porter cumplía las órdenes con impasibilidad prusiana. Pero no será él quien sostenga la historia, siendo más bien el desencadenante de los hechos que se derivan a continuación. Los principales protagonistas son el veterano capitán Stephen L. Maddocks, los tenientes Curtis McQuade y Thomas DeLacey Gallatin, y la joven casadera Tracey Harrison. Porter, como digo, tan solo activa el gatillo que pone en funcionamiento la estructura ulterior.

De Porter escribe Bellah que su principal propósito era sacar el suficiente material biográfico de su estancia en Fuerte Canby, como para completar un buen (y egocéntrico) libro de memorias. En cuanto al capitán Maddocks, este había escrito su propio libro en la mente, no para su publicación. Una inteligente forma de establecer la diferencia de carácter y criterio entre ambos personajes.

Por su parte, en tanto Gallatin ya lleva algún tiempo en el fuerte, McQuade es un recién llegado. Pero a ambos les une su relación con Tracey, prometida de Gallatin pero antigua novia de McQuade, merced a un equívoco (más o menos sostenido por los implicados).

In Safe Hands, de Charles Schreyvogel
El autor sabe sacar especial provecho literario del off narrativo-visual; por ejemplo, en lo que se refiere a violaciones, asesinatos y otras tropelías sin cuento. De este modo, resulta más eficaz describiendo los espeluznantes efectos, que recurriendo al efectismo de su plasmación. También coexiste en todo momento un respeto hacia los caídos en combate (por la historia, en definitiva). Es el de Fuerte Canby (o Starke, tanto da) un mundo donde la profesionalidad se hace incompatible con el favoritismo (esto es, un mundo alejado por completo de la política, aunque esta también les alcance, como alcanza a casi todo). El respeto profesional es centrífugo, empieza por uno mismo y se hace extensible a los demás, no escatimándose tampoco, a lo largo de la narración, el sacrificio de esposas y prometidas, como parte fundamental de una misión que es mucho más amplia.

Esto ayuda a solventar algunos pasajes más áridos, en cuanto a consideraciones puramente personales y sociológicas se refiere (y de los que se hallan ausentes las películas). Son desvíos tanto del autor como atribuidos a algunos de los personajes, acerca de los nativos americanos o la condición de la mujer, pese a lo cual, la narración puede pasar a continuación a ofrecer una muy inspirada introspección de McQuade, tras una conversación con el capitán Maddocks. Precisamente, Warner Bellah carga positivamente a sus personajes con una acusada dosis de reflexiva insatisfacción (más vital que castrense). Una exploración interior como la que, siguiendo la deriva particular del teniente McQuade, asegura que tras un combate suele tener lugar algo semejante a un extraño renacimiento de la consciencia, como si se adquiriera una identidad nueva. Asimismo, es un buen momento el que declara que ver marchar los regimientos y esperar un triste regreso, era el eterno sino de las mujeres. En este caso, Warner Bellah retoma una situación dramática ya expuesta al comienzo y final de Río Grande.

También siguiendo un orden cronológico, Fort Apache es la primera de las adaptaciones que John Ford acometió, respecto a los relatos de James Warner Bellah. El maestro contó en las labores de producción con la cooperación de su buen amigo Merian C. Cooper (1893-1973), para, a través de la productora de ambos, Argosy, hacer realidad la Trilogía de la caballería. Una vez finalizadas, las películas fueron distribuidas por Republic y RKO, estudio último que, recordemos, también se encargó de la distribución de la excepcional King Kong (Ídem, Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933).

La fotografía de Fort Apache corrió a cargo de Archie Stout (1886-1973) y William H. Clothier (no acreditado; 1903-1996), y la música la puso Richard Hageman (1882-1966), al igual que en la excelente La legión invencible. Por su parte, la escritura del guion competió a Frank S. Nugent (1908-1965), magnífico guionista de Cara de ángel (Angel Face, Otto Preminger, 1948), El hombre tranquilo (The Quiet Man, John Ford, 1952), Los implacables (The Tall Men, Raoul Walsh, 1955), Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), El último hurra (The Last Hurrah, John Ford, 1958), La India en llamas (North West Frontier, J. Lee Thompson, 1959) o La taberna del irlandés (Donovan’s Reef, John Ford, 1963).


El coronel Owen Thursday (Henry Fonda) piensa que en el Ministerio de la Guerra son unos desagradecidos. Resabiado, regresa de Europa para tomar las riendas de Fort Apache, en el territorio de Arizona (EEUU), como nuevo comandante en jefe.

Varado entre la orografía árida pero acogedora del Monument Valley, Thursday cree que este no es el mejor destino que le podían haber dispensado, habida cuenta de sus anteriores logros y aptitudes innatas, aunque con los debidos méritos, está seguro de que su designación será transitoria. Esta indisposición será crucial en la psicología del personaje, que como antes advertía al comentar el relato Masacre, tiene su émulo en la figura de George Armstrong Custer.

Respecto al demente y triste final de este teniente coronel, no estará de más recordar cómo se vio envuelto (literalmente) por un conglomerado de tribus indias, lideradas, entre otros, por Caballo Loco (c. 1840-1877) y Toro Sentado (1831-1890), en Little Big Horn (Montana, EEUU), al abordar sin la debida reflexión tanto la situación numérica como táctica, desoyendo incluso a sus consejeros indios, en un exceso de confianza y fatal vanagloria. Lo cual llevó al sangriento exterminio de todo el regimiento del Séptimo de Caballería, que hubo de vérselas con más de mil guerreros, en defensa de unos territorios que no solo eran considerados como ancestrales reservas alimenticias, sino unos enclaves sagrados. Contrariamente a lo que aún hoy se lee, hubo buen número de testigos y algunos supervivientes, lo que no fue óbice para que la historia (a la grupa de algunos cronistas) moldearan el relato de un Custer mimado por la prensa, a la conveniencia de un sinfín de intereses memorísticos poco fidedignos.

En este sentido, se suele achacar a Murieron con las botas puestas (They Died With Their Boots On, 1941), que no respondiera a la veracidad de los hechos históricos, pero no debemos tomar tan a la tremenda esta circunstancia, al menos, hasta el punto de no poder disfrutar de la espléndida película (de ficción) realizada por Raoul Walsh (1887-1980).


Thursday es estricto, severo y tiene un antipático afán de notoriedad, lo que devendrá en su propia ruina y la de su regimiento. Su talante de fondo es muy distinto al de los personajes rigurosos interpretados por John Wayne. El sentido del decoro de Thursday no deja de ocultar una ambición desmedida. Ya es un milagro que su afable hija Filadelfia (Shirley Temple) no se le asemeje en nada, siendo, como digo, alegre, espontánea y hasta empática con los demás. Asimismo, los restantes personajes rebosan de humanidad, tal vez porque entienden que una cosa son las ordenanzas, el protocolo y el cumplimiento de las distintas obligaciones (como bien estipula el guion de Nugent), y otra la pose estirada y supremacista. Esta diferenciación, que por otra parte se advierte en casi todas las obras de John Ford, queda muy bien expuesta en Fort Apache, ante un Thursday que sentencia que yo sabré hacer algo y pronto, después de que el capitán Sam Collingwood (George O’Brien) le advirtiera de que aquí no se ganan honores.

Así, tanto el relato escrito como el filmado, plantea la cuestión inquietante de qué sucede cuando en época de conflictos bélicos, quien ejerce el mando está alterado psíquicamente. 

Hasta el baile de suboficiales se asemeja más, en sus inicios y en esta sobrepasada atmósfera reglamentada, a un desfile militar. Aunque la hay, la algarabía típica de John Ford sucumbe a dicha tensión (de forma calculada, por supuesto, aparte de que ya quisiera Quentin Tarantino [1963] disponer de la tensión y profundidad que se desprende de esta desasosegante película).

Ello no obsta para que el realizador pueda ofrecernos, en buena lid, algunas imágenes de esa épica cotidiana, como la de los jinetes que atraviesan un río, la de dos jóvenes enamorados, las esposas contemplando la salida de la columna, los cánticos, la tropa marchando, Cochise (Miguel Inclán) y Jerónimo (-) observando desde un altozano, en contrapicado, o la cabalgada de un caballo sin jinete.


Pese a todo, atendiendo a los caprichos de la historia (en este caso, diríamos que respetando escrupulosamente lo acontecido merced a los historiadores), el capitán Yorke (John Wayne), segundo al mando en Fort Apache, consiente en beneficiar la versión oficial de lo sucedido, en pos de salvaguardar el honor de quienes, siguiendo órdenes, sí actuaron y murieron como auténticos héroes. Lo que no obsta para que John Ford certifique la ironía de convertir a Thursday en una leyenda para los escolares. Todo ello, sin demérito al respeto que merece la institución militar, a la que no se puede juzgar por los desatinos de un solo hombre.

Junto a Yorke se encuentra el teniente Michael O’Rourke (John Agar), hijo del sargento mayor O’Rourke (Ward Bond). Precisamente, un bonito momento de la película es aquel en que la joven Filadelfia hace uso de su espejo de equipaje para contemplar, desde la diligencia en la que viaja, al joven O’Rourke, soldado de protección en su acercamiento a Fort Apache. También lo será la trama que atañe al contrabandista Meacham (Grant Weathers), que vende wiski legalizado en lugar de carne. Atención especial ofrece el plano que sitúa a Yorke frente a Cochise, tras la batalla, cuando el capitán se ha visto forzado, muy a su pesar, a incumplir la palabra que de buena fe le dio al jefe indio.

El tono es muy distinto en Río Grande, lo que no quiere decir que carezca de calado. Paso ahora a reseñarla, pues de La legión invencible ya realicé un comentario, hace algunos años. Sin embargo, como dicho artículo fue escrito antes de la lectura de los relatos de Bellah, quisiera consignar tan solo un par de aspectos. El primero, respecto al origen de la visualización de un carromato incendiado y sus ocupantes muertos, que se contiene en el relato Misión inexistente, y que, por lo demás, pasará a formar parte de la base argumental de Río Grande. El segundo, como ya adelantaba, se refiere al escenario del cementerio en Partida de guerra, del que John Ford supo extraer un exquisito partido narrativo y visual, al ubicar allí una de las más hermosas escenas de su filmografía.

Río Grande se beneficia de la fotografía de Bert Glennon (1893-1967), responsable de La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939) o Sinfonía de la vida (Our Town, Sam Wood, 1940), así como de una excelente partitura de Victor Young (1900-1956). De hecho, a lo largo de la película se van sucediendo los encuentros de los protagonistas con la música, en forma de tonadas y canciones interpretadas por los miembros del propio regimiento (The Sons of the Pioneers; hubo una estupenda edición en el sello Varèse Sarabande, VSD 5378, 1993).

Sin hacer uso de la palabra, tan solo a través de la imagen poderosa, cuenta John Ford el regreso de una partida de reconocimiento, con sus difuntos y heridos, al campamento del Fuerte Starke. Entre los oficiales se hallan el coronel Kirby Yorke (John Wayne) y el sargento mayor Quincannon (Victor McLaglen). En estas circunstancias, se incorporan nuevos reclutas, entre los que se cuenta el hijo del coronel, Jefferson Yorke (Claude Jarman, Jr.). Una situación tensa, cargada de reproches, pero que se irá suavizando, y a la que asiste desde un primer momento el bonachón Quincannon. Ford la visualiza en el interior de una tienda de campaña, donde padre e hijo se reencuentran por primera vez, y en cuyo exterior encuadra al sargento de espaldas, aunque en el centro de la misma (tal y como sucede en el relato original). Además, Jefferson es un muchacho apuesto, tal y como es calificado -más que descrito- en el libro.


John Ford ofrece otro buen momento en esta coyuntura, cuando Kirby Yorke trata de reconocer a su hijo, al que hace quince años que no ve, junto al resto de reclutas en formación. Jefferson le fue apartado por su madre, Kathleen (Maureen O’Hara), razón por la que, tras un prolongado periodo de ausencia, esta comparece en el fuerte, exhibiendo ciertas brisas clasistas y un tropel de prejuicios contra el ejército y la vida castrense; dispuesta, en definitiva, a sacar de su hijo de ese enojoso y poco social atolladero, en lo que considera que es un arrebato de penitencia por parte de Jefferson, tras haber suspendido las matemáticas y haber sido rechazado en West Point. Pero como Jefferson demostrará, es el suyo un personaje con carácter y decisión propia. Jeff se debe a sí mismo y no lo retienen ni su padre ni su madre; en este sentido, es otro personaje fordiano, aunque su presencia física sea secundaria en la película. Este talante se extiende al del general Philip Sheridan (J. Carrol Naish), cuando bajo sus entorchados cordiales y sencillos asegura que estoy harto de tanta diplomacia.

Es el de Kathleen un personaje que se halla ausente del relato original, al menos, en un sentido material, porque, aunque no hace acto de presencia, está muy vivo en las rememoraciones de Kirby. Excelente resulta la charla entre madre e hijo en el interior de una de las tiendas del campamento. Si la adaptación a dicho destacamento y el reencuentro con el padre (encuentro, más bien), es parte fundamental en el desarrollo argumental de la película, también lo será la paulatina comprensión de Kathleen al contemplar, de primera mano, aquello que tanto criticaba. De nuevo ofrece John Ford un momento extraordinario, lleno de emotividad y carente de solemnidad, cuando reúne a Kirby y Kathleen por medio de una canción que interpretan unos soldados. En su camino de entendimiento, él sabrá ser más amable y ella más comprensiva. No en vano, todos los frentes cambian cuando se está en primera línea (Kathleen en el fuerte, Kirby ante su esposa e hijo).


John Ford filma otras secuencias ejemplares en su magistral Río Grande. Concisas y dinámicas, donde incluimos las preciosas canciones que trovan parte de aquello que se ha dejado atrás, o aquello que se tiene por delante, en el horizonte. Letras que hablan de galones púrpura y rayas amarillas, de dólares confederados y oro yanqui, de muchachos cowboys bajo el cielo del anochecer, o de llevar de vuelta al hogar a la persona que se ama. Son parte esencial en el transcurrir de este tiempo, como lo es el resto de la apoyatura musical ofrecida por Victor Young. Un elemento sustancial en la vida de tales personas, junto a algunas copas de camaradería irlandesa.

Baste observar a Kirby paseando solo, a la orilla del río Grande, o el regreso de la patrulla por segunda vez (que nosotros veamos), al término de la película. Pero esta vez, está Kathleen aguardando. En otro buen detalle extraído del relato original, los soldados ayudan a montar a sus compañeros derribados de sus monturas.

Por todo ello, no cabe duda de que Río Grande, junto con Fort Apache y La legión invencible, forma una rotunda obra maestra, en una filmografía que no anda escasa de ellas. Como ha recordado recientemente Peter Bogdanovich (1939), en su prólogo a la edición definitiva, en español, de su libro John Ford (1967-1978, Editorial Hatari, 2018), era el director americano por excelencia, y probablemente el mejor. Desde luego, nadie ha hecho mejores películas que Las uvas de la ira (The Wrapes of Wrath, 1940), Qué verde era mi valle (How Green Was My Valley, 1941), Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) (…) o El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Balance, 1962), por nombrar algunas.

Como antes señalaba, el guion escrito por James Warner Bellah para la película Fort Comanche (A Thunder of Drums, MGM, 1961), también tuvo su correlato literario, aunque esta vez al revés, dando pie a la novelización de la película bajo el título Un tronar de tambores, el mismo año en que esta se estrenó en los cines.

La ficción, marcadamente realista, transcurre en 1870. El teniente McQuade (George Hamilton) acude a su nuevo destino en Fort Comanche (Canby, en el original). Allí, el oficial al mando es el capitán Stephen Maddocks (Richard Boone), con el que mantendrá una acusada tirantez, motivada por lo que antaño hubo entre el padre de McQuade, un expeditivo oficial del ejército, y el capitán, imposibilitado desde entonces para ascender de rango (aunque esto no se aclara salvo al final, y de forma oblicua, cuando ambos contendientes ya han comprobado la naturaleza de la que están hechos).

Maddocks sostiene que los solteros son mejores soldados, porque no tienen nada que perder, salvo su soledad. Entiende la vida del (buen) militar como un apostolado que se sobrelleva mediante el abandono de algunos factores y un responsable ascetismo. Equivocado o no, el caso es que ni siquiera contempla otras opciones: es la del soldado lo más parecido a la vida monástica.

Por si esto fuera poco, McQuade descubre que en su nuevo destino también está su antigua novia, Tracey (Luana Patten), que, despechada por haber roto su relación, se ha comprometido con el teniente Thomas Gresham (James Douglas; Gallatin en el libro). A este clima enrarecido se suma el hecho de que las órdenes de Washington no permiten el ataque, sino tan solo la defensa, lo que se puede interpretar de más de una manera. Más allá de los límites del fuerte, puede haber cosas buenas o malas, pero sin duda insospechadas.


Completan el elenco de Fort Comanche actores de carácter como Charles Bronson (1921-2003), interpretando al camorrista Hanna; Slim Pickens (1919-1983), como el soldado Erschick, y un joven Richard Chamberlain (1934) encarnando al teniente Porter. Mención especial merece el estupendo característico Arthur O’Connell (1908-1981), que da vida al veterano sargento Rodermill.

El caso es que las evitables bajas de la partida de Porter no serán las últimas, en esta encarnizada confrontación por la supervivencia. Ejemplo de ello es cómo tenemos noticia de las del rancho Detweiler, en el mismo instante en que se está celebrando un baile en el fuerte, quedando potenciado el aspecto dramático, sin necesidad de recurrir a la imagen explícita (al igual que sucede en la novelización). De hecho, el competente Joseph M. Newman (1909-2006) filma el ataque al rancho (del que se haya ausente el progenitor, que será quien más tarde acuda al baile), por medio de las sombras y el sonido de los gritos de las mujeres que están siendo forzadas.

También añade Bellah a su guion otros elementos entreverados de sus otros relatos, como el análisis de las boñigas de algunos animales, o el shock que padece la niña Laurie Detweiler (Tammy Marihugh), retomados más tarde en su adaptación literaria. Newman sabe ofrecer, además, escenas de acción filmadas con limpieza, e incluso algún significativo plano con grúa, para dotar de dinamismo a la imagen más que para hacer notar la grandiosidad del momento, siempre cuestionada por guionista y realizador. Así sucede con los soldados bebiendo hasta caer borrachos, que ofrecen una imagen algo distinta a la jacarandosa camaradería compartida por John Ford. De este modo, la película posee la fuerza suficiente, aparte de que Richard Boone (1917-1981) está estupendo en el papel del capitán Maddocks.


Como curiosidad, señalemos que la música de Fort Comanche fue compuesta por Harry Sukman (1912-1984), a quienes los aficionados solemos recordar por ser el responsable del acompañamiento musical de la antológica teleserie de Tobe Hooper (1943-2017), Salem’s Lot (1979).

En resumidas cuentas, si Fort Comanche hubiera sido filmada por alguien con una mayor reputación crítica, habría estado mejor considerada. Por suerte, las buenas películas están por encima de los varemos crítico-temporales.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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