La novela De entre los muertos (D’entre les morts, 1954; Libros Plaza, 1959), del tándem de escritores franceses Pierre Boileu (1906-1989) y Pierre Ayaud, a su vez, conocido con el sobrenombre de Thomas Narcejac (1908-1998), comienza en plena acción dramática. El abogado Roger Flavieres es solicitado por su amigo Paul Gevigne para que siga a su esposa. A la pregunta de si esta le engaña, Gevigne responde que se trata de algo más complicado. La consorte se queda ensimismada, vagabundea mental y físicamente, permanece como sonámbula, en su interior se produce un cambio repentino y uno se da cuenta de que está muy lejos (primera parte, capítulo I). En suma, la joven Madeleine está como poseída, pero no por ningún espíritu violento, sea real o psicológico, sino por uno familiar, a modo de reencarnación. Sin duda, un acierto argumental a efectos escénicos.
La amistad de los dos hombres data de la infancia y de su posterior reencuentro en la Facultad de Derecho. El letrado e investigador ocasional Flavieres deseaba entrar en la policía, pero su fobia a las alturas dio al traste con sus aspiraciones (aparte de ser dado por “inútil” en el ejército). Entre tanto, Gevigne había gustado del poder, pese a ostentar cierto aire de fracasado (I: I). De esta guisa, Flavieres es perspicaz, llegando a advertir acerca del fenómeno del poltergeist (el auténtico), sin necesidad de nombrarlo (I: I), en tanto Gevigne se muestra como un tipo con suerte, involucrando a su amigo en una trama de apariencias y engaños. Recuerdo la curiosidad que, en otro tiempo, sentías por la psicología y el esoterismo, le espeta a Flavieres, con lo que, añade, no querrás que me dirija a la policía (I: I).
El retrato psicológico de los protagonistas es esencial en el desarrollo narrativo de las obras de Boileau y Narcejac. Esto se traduce en que, mientras Flavieres se muestra resuelto y decidido, como corresponde a la voz de un narrador razonablemente firme (al menos, durante la primera parte de la novela), Gevigne es descrito como retraído, tímido y desdichado, lo que contrasta con su éxito en los negocios (las construcciones navieras), disponiendo de holgados medios económicos, en buena medida, gracias a su esposa Madeleine.
Estamos en tiempos de guerra, en concreto, al inicio de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), antes de que las fuerzas del Eje ocupen Francia (la acción dramática se concentra alrededor de la primavera de 1940). Pese a todo, el escenario real es el de las maquinaciones que anidan en el alma humana, y los entresijos que incardinan lo real con lo imaginado.
Boileau y Narcejac |
El caso es que, en la trama, se establece una continua correspondencia entre lo que piensa un personaje de otro. Por ejemplo, Roger opina que su conocido (cuesta seguir aplicando el calificativo de “amigo”) es un engañoso perfil de procónsul, un emboscado y un tipo que merecía ser burlado (I: I), y lo que opina el susodicho acerca del letrado quedará igualmente al descubierto. Con la llegada de la liberación del país, en la segunda parte de la novela, el personaje central se encadena a sí mismo, y la citada disposición de ánimo se da la vuelta.
Existen, por tanto, dos niveles de representación -como tantas veces-. Lo que los personajes muestran de cara al exterior, y aquello de lo que en verdad son portadores, lo que piensan y sienten. Hasta se comenta de Roger que solo sueña en gris (I: IV). Como curiosidad, en la posterior adaptación, la pesadilla será a todo color, aunque esto no altera la esencia, esa sensación de indefensión del protagonista. Un aspecto que se incrementará con la impotencia que conlleva ser consciente de una limitación, en este caso, el vértigo.
Roger Flavieres sigue de cerca los pasos de Madeleine, en el palco de la ópera y en su visita a un cementerio, donde reposan los restos de una antepasada: Pauline Langerlac. Madeleine tiene los cabellos negros y unos agudos ojos azules, pero incapaces de expresar pasión (I: II). Y ya que hablamos de exteriorizar, el paso de vigilarla a protegerla lo da Roger desde el instante en que ve a Madeleine por primera vez, al creer que su problema radica en la insatisfacción y el aburrimiento (I: II).
Entre tanto, Madeleine se conduce como una médium que cede a alguna fuerza invisible y poderosa (I: IV). La rememoración de unas ruinas enigmáticas en el interior del Louvre (el bosque de secuoyas en la película) da cuenta de esa potencial inestabilidad.
Tras la salida de escena de Madeleine, Roger Flavieres se enfrenta a su vacío en soledad, sin contar con el apoyo de ningún otro personaje. Las sombras se deslizaban ante él, se perdían por las calles, y el río que fluía a lo largo del ribazo ya no tenía nombre (I: VI). Es la suya una visita a la tierra de los muertos, que aun en este plano físico, se solapan con los vivos. Vivos que de ordinario no los perciben, pese a estar emocionalmente rodeados de ellos: en Flavieres emerge el personaje de El altar de los muertos (The Altar of the Dead, 1895), de Henry James (1843-1916). El protagonista desciende al Hades, solo que, en lugar de ser el héroe, se ha convertido en un anti-héroe deshabitado y esquivo. Ya no establecía diferencia entre la catástrofe nacional y la suya propia (I: VI).
Con el comienzo de la segunda parte, ya han transcurrido cuatro años, y la capital ha sido liberada (con lo que nos situamos a partir de diciembre de 1944). El atormentado Flavieres retorna a París tras pasar todo este tiempo en Dakar (África), ejerciendo la abogacía. Ni que decir tiene que los recuerdos materiales y emocionales de la ciudad lo abruman (II: I), volviendo a visitar la iglesia y el campanario donde vio por última vez a Madeleine.
Así ejerce su resistencia particular, hasta que el documental que antecede a la proyección de una película en un cine, le devuelve la imagen de la mujer idealizada. Entonces, Roger Flavieres removerá Roma con Notre Dame hasta hallar a la persona que se le parece tanto. Un (re)encuentro fortuito, propiciado por el medio cinematográfico. El parecido no se podía negar (II: II).
Por otra parte, Roger ha contemplado la posibilidad de que Madeleine haya vuelto a reencarnar, aunque tal posibilidad se difumina desde el momento en que, alentado por el rostro del documental, comprende que se puede encontrar un sustituto, ese “doble” que dicen que tenemos todos. Con tesón y dedicación obsesiva, Roger dedica su tiempo y su psiquismo a localizar a dicha mujer.
En definitiva, el empeño de esta determinación, se encamina, paradójicamente, a remediar una obsesión mayor, la pérdida de Madeleine, que lo inmoviliza tanto como el propio vértigo. Al punto de reprocharse Roger ser un individuo de sentimientos complicados (II: II).
Este quehacer hace que el protagonista recupere paulatinamente el deseo de vivir, y no solo de transitar las calles como un espectro. Flavieres encuentra una candidata en Renée Sourange, acompañante de un estraperlista, en la que advierte alivio a su malestar. Hasta que los remordimientos se van transformando en sospechas. Entonces, Roger intenta alterar la realidad de la joven, transformándola, pues (en un principio) amaba su irrealidad (II: III). De resultas de todo este proceso, sabremos que también Renée tuvo una vida pasada.
Si como vimos, la novela De entre los muertos comienza proponiendo un misterio, para luego ir progresivamente inmiscuyendo al protagonista y al lector en una atmósfera, la adaptación cinematográfica Vértigo (Vertigo, Paramount, 1958), ha creado una atmósfera, a través de sus sugestivos títulos de crédito, en los que cobra protagonismo tanto la imaginería visual, ensoñadora y pertinaz de Saul Bass (1920-1996) y John Whitney (1917-1995), como la música de Bernard Herrmann (1911-1975), para a continuación, pasar a desarrollar la premisa. El realizador Alfred Hitchcock (1899-1980) intercala, además, entre los mencionados créditos y el encuentro inicial de ambos amigos, una escena en la que el ex policía John Scottie Ferguson (James Stewart) hace explícita su vulnerabilidad a las alturas, cuando queda suspendido de un canalón tratando de perseguir a un delincuente.
La adaptación de la novela corrió a cargo de Alec Coppel (1907-1972), del que Hitchcock tomó varias historias para sus programas televisivos, como Alfred Hitchcock Presenta (Alfred Hitchcock Presents, 1955-1962), y Samuel A. Taylor (1912-2000), a su vez, responsable de las obras teatrales Sabrina (Sabrina Fair, 1953) y Avanti (1968), llevadas al cine por Billy Wilder (1906-2002), así como de las adaptaciones de la notable Topaz (Alfred Hitchcock, 1969), y la interesante y melancólica No me digas adiós (Goodbye Again, Anatole Litvak, 1961). Entre el equipo técnico-artístico no podemos dejar de mencionar la labor del veterano especialista en efectos especiales John P. Fulton (1902-1966), el fotógrafo Robert Burks (1909-1968), la diseñadora de vestuario Edith Head (1897-1981), los decoradores Henry Bumstead (1915-2006) y Hal Pereira (1905-1983), y el editor George Tomasini (1909-1964). Todos ellos contribuyen de manera evidente al revestimiento visual de la película.
Cuando se analiza Vértigo se suele anteponer el tema del amor, o del desamor, que sin duda es importante, al del resto de relaciones entre los personajes. Yo creo, no obstante, que el tema nuclear de ambas obras es la amistad traicionada, al estilo de que sucedía en la excelente El largo adiós (The Long Goodbye, 1953), de Raymond Chandler (1888-1959). Hasta qué punto se nos manipula un objeto, no ya de deseo, sino amoroso; hasta dónde se nos alcanza que lo que vemos está manufacturado y no responde a la realidad que tenemos en nuestra mente. Si ya es difícil conocerse a uno mismo, ¿cómo pretender conocer al otro? Pienso que esta es la base argumental de la novela y la película. Y no solo porque el protagonista sea una víctima en sí, sino porque también lo son los restantes compañeros de reparto, como la joven Midge Wood (Barbara Bel Geddes) y Madeleine Elster (Kim Novak).
Este personaje de Midge es la gran incorporación de una película que, en sus rasgos generales, resulta fiel a la novela. Con Midge se escenifica la desconexión amorosa de Ferguson (por esta vía), y su severo impedimento al tratar de ascender por los escalones de una elevada banqueta. Incluso dedica el realizador a Midge algunos de los fundidos a negro que articulan la narrativa de la película.
Esenciales son, así mismo, los momentos en que Scottie sigue los pasos de Madeleine, esto es, la concreción de una puesta en escena eminentemente visual, envuelta en un misterio. En puridad, la puesta en escena de una puesta en escena.
Tras el encargo de Gavin Elster (un estupendo Tom Helmore), el ex policía averigua que el mecanismo que suele dar “vida” a una relación es la ausencia; es decir, el carecer del objeto amado (que pretende ser amado o que ya ha sido amado). La distancia en función de la lejanía o la defunción es lo que hace insoportable el recuerdo, incluso, el de aquellos momentos que no fueron necesariamente felices. Dicho con más claridad, existen relaciones que se perpetúan al darse uno cuenta del valor -no necesariamente real-, de la otra persona, cuando ya la hemos perdido. Este es el impulso narrativo último -que no final- de libro y película, más que el enamoramiento per sé. Madeleine por un lado (y su sobrenombre de Eurídice en la novela I: IV), entran en conflicto con sus análogas Renée o Judy Barton (Kim Novak, de nuevo).
Pero hablábamos del resto de relaciones entre personajes. Judy no contaba con enamorarse (o con proseguir su enamoramiento) de Scottie, y se aterroriza al constatar que no va a ser amada por sí misma, por su propia personalidad, sino por lo que del otro personaje evoca. La misma falta de correspondencia se da entre la diseñadora textil Midge y Scottie. Cuando este último trata de transformar a Judy en la desaparecida Madeleine, está pretendiendo materializar una realidad mental propia, para así disponer de una segunda oportunidad, al tiempo que recuperarse de una pérdida. Es en este punto donde Alfred Hitchcock intercala la carta explicativa que Judy le dirige al espectador (el destinatario es Scottie, pero no la recibe), para, como es su costumbre, facilitarle una información de la que el protagonista carece, con objeto de acrecentar el suspense, también con la apoyatura visual de un flashback.
En cualquier caso, el misterio queda desvelado sin necesidad de ella. Tras precipitarse al agua de la bahía de San Francisco, lugar al que se traslada la acción (el hecho acontecía originariamente en el Sena, I: III), Hitchcock se sirve de una oportuna y sugerente elipsis, cuando Madeleine aparece en el apartamento de Scottie tras ser rescatada. Algo que no sucede en la novela, donde asistimos a todo el proceso narrativo, huelga decir que con idénticos resultados (I: III). Cuando se hace evidente la atracción amorosa entre Scottie y Madeleine, se hayan en el escenario de una naturaleza desatada, en tanto que en la novela es el interior de un museo, ante una naturaleza apresada (I: IV). De igual modo, el realizador expone el lapso temporal que acontece entre la desaparición de Madeleine y el resucitar del protagonista, de forma efectiva, tras las imágenes de un Scottie que vegeta, con una melancólica panorámica de la ciudad, que junto a una música que es la viva imagen de la desolación, muestra el paso del tiempo y denota cómo las vidas de la urbe siguen su propio curso. La muerte de los demás me ha trastornado siempre porque anunciaba la mía, confiesa el personaje literario (II: IV).
Otras soluciones imaginativas jalonan la película. Como la figura del librero de Argosy, Pop Leibel (Konstantin Shayne), mientras Robert Burks se asegura de que la noche cae sobre la ciudad. Precisamente, Burks dota a la imagen de una textura muy particular en determinados momentos de “ensoñación argumental”, a través de filtros de niebla. A su vez, los conocidos efectos ópticos que denotan la indisposición de Scottie Ferguson, son obra del reconocido John P. Fulton.
Podemos añadir el hecho de que, cuando Scottie saca a Judy de la bahía y la lleva a su apartamento, no avisa a las autoridades (aunque el marido sí se entera de lo sucedido). Como antes advertía, Hitchcock efectúa un recorrido con la cámara por el espacio y muestra toda la ropa mojada tendida. Posteriormente, ella regresará al apartamento cuando Scottie la está siguiendo, en un nuevo e ingenioso giro argumental. Como lo es la presencia de ambos personajes ante el tocón de un árbol milenario, en el bosque de las secuoyas. En este escenario sugestivo, hay un momento en el que Madeleine escapa al campo visual de Scottie, entre los árboles, cuando ella se halla en estado de trance. Una Madeleine con tendencias suicidas que parece impelida a acudir a su cita con la muerte, como emisaria de una fatídica premonición. En su empeño de hallar una respuesta, Scottie hace esfuerzos para no quedar definitivamente sugestionado, ya que desea el bienestar de Madeleine. En el escenario de una antigua misión monástica, le espeta que debe haber una respuesta para todo, lo cual es cierto.
Ahora bien, en la novela, el protagonista se distancia de la escena del suicidio de cara al marido (que fallece durante la contienda bélica). La razón de este cambio es la de no enrevesar aún más la trama cinematográfica, puesto que, en la novela, Flavieres es tomado por el esposo de Madeleine por varios testigos, a su llegada a la iglesia. Algo que, a la larga, provoca el posterior deceso del cónyuge, que huye del acoso de la policía y de la ocupación (II: I). Más aún, la insania se acrecienta en Roger (una nueva posesión), en tanto que en Scottie es el preludio de una liberación psicológica; si bien, de idénticos resultados dramáticos. Ambos personajes son, a su pesar, portadores de una demoledora pena interior. Él había muerto con ella (I: V).
A continuación, se da la citada transformación física del personaje de Renée y Judy, con el añadido de que en la mente de Scottie, Madeleine no envejece nunca. Si en la novela cobra importancia la demostración de la teoría de que Renée y Madeleine son la misma persona, en la película, Alfred Hitchcock visualiza esta similitud mediante los planos que muestran el rostro de Judy de perfil (en un restaurante, en la calle, ante el fuego de una chimenea, conduciendo, a contraluz en la habitación de su hotel…). Lo que Scottie busca y encuentra es un perfil idéntico, pero el amor por Judy está por llegar. Si te dejo transformarme, ¿me querrás?, le pregunta ella.
En esta catarsis, Ferguson necesita contarle a Judy, y escenificar con su ayuda, el último y pesaroso encuentro con Madeleine, para así recrear una situación que le permita superar su acrofobia, franquear el capítulo de Madeleine y pasar al siguiente nivel con Judy (digámoslo así). No en vano, cuando Scottie acude al hotel en el que se aloja Judy, después de haberla visto casualmente por la calle, una puerta los separa a ambos. Cuando la transformación se ha completado, en una de las más célebres escenas de la historia del cine, Judy, travestida de Madeleine, traspasa dicha puerta (metafóricamente hablando) para abrazar el prometido amor de Scottie. Anteriormente, Hitchcock los habían mostrado frente a un espejo, durante la prueba de trajes para Judy o, cuando en solitario, Madeleine adquiría un ramo de flores.
Queriendo hacer notar lo dificultoso de esta relación (o relaciones), también hace el director uso del expresivo picado, a la salida del apartamento de Scottie (en la tercera visita de Madeleine), cuando este está sentado en el sanatorio, o incluso al enmarcar a Midge Wood en su estudio; así como recurre a un ligero contrapicado, en la aflicción de un Scottie ante una tumba que es muy real.
Sin embargo, al igual que Renée hace, Judy ha guardado un recuerdo delictivo (el collar de Pauline Langerlac (II: III) / Carlota Valdés), habiendo asumido ambas. No solo eso, también asumen ambas la personalidad de la fallecida al inscribirse con su nombre (II: IV). De este modo, la fallecida Pauline o Carlota, ausente físicamente pero omnipresente en ambos relatos, parece apoderarse de la sustancia de sus nuevas encarnaciones.
Tanto Flavieres como Scottie están enamorados de la imposibilidad de una relación con Madeleine. Tal y como el personaje plasma en la novela, esta imposibilidad nace de la diferencia social y el vínculo matrimonial de Madeleine. También en la novela hay una misiva aclaratoria, pero al igual que en la película, su contenido no es leído. Para cuando emerge la personalidad y el amor que profesan Renée y Judy (diría que más Judy que Renée, que permanece junto a Flavieres por conveniencia “post-bélica”), las jóvenes ya se han transformado en Madeleine, y son heraldos de un destino aciago.
La pesadilla final del personaje central es la misma en ambas obras, pero se expone de forma distinta en la novela, donde Flavieres (no daré todos los detalles) es el instrumento de perdición de Renée, de una forma más directa, acuciado por las revelaciones del caso (II: VI). Por su parte, si para muchos mortales, la muerte es un tránsito, para Scottie Ferguson, la muerte en vida es una condenación. Y por desgracia, se puede morir varias veces.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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