Cincuenta años de recuerdos se condensan en ¡Qué verde era mi valle! (How Green was my Valley, Fox, 1941), pieza maestra de la cinematografía de John Ford (1894-1973), basada en la novela de Richard Llewellyn (1906-1983), adaptada por Philip Dunne (1908-1992) bajo la productiva supervisión de Darryl F. Zanuck (1902-1979).
Unos recuerdos que abarcan desde la contemplación retrospectiva de un paisaje sin igual, el de la infancia y el de una naturaleza no siempre bucólica, hasta el del sabor de un caramelo.
Así nos lo participa el maduro narrador, al que solo conoceremos -voz en off aparte- durante el periodo de su infancia, bajo los rasgos de un joven Roddy McDowall (1928-1998). Los recuerdos parecen hacerse más vívidos, además de cobrar una singular importancia, cuanto más adultos (no necesariamente “mayores”) nos hacemos, tal y como nos recuerda el referido personaje, llamado Huw Morgan. De este modo, la verdad vive en la memoria, o expresándolo de otra forma, pocas tragedias hay peores que el olvido (en todos los ámbitos).
Es algo que acontece a toda persona y, muy particularmente, en un lozano valle galés que alberga a un pueblo minero. Un lugar donde, inexorablemente, se ha venido extendiendo el comercio del carbón, cubriendo con una capa de resignada negrura y sofocante esfuerzo sobrehumano el idílico verdor originario. Y eso que la guerra en Europa impidió que el rodaje de la película se efectuara en Gales, tal y como estaba previsto.
Poco importa, ya que el ambiente descrito se ajusta maravillosamente a la labor fotográfica de Arthur Miller (1895-1970), que proporciona una atmósfera muy expresiva a las imágenes en blanco y negro y a los decorados de Richard Day (1896-1972) y el futuro realizador Nathan Juran (1907-2002). Este cúmulo de sensaciones, pesares, esperanzas y transcurrir del tiempo también se fija por medio de la sensacional partitura compuesta por Alfred Newman (1901-1970; para los interesados, existió una edición en disco compacto por Fox Records, The Classic Series, 1993).
Poco importa, ya que el ambiente descrito se ajusta maravillosamente a la labor fotográfica de Arthur Miller (1895-1970), que proporciona una atmósfera muy expresiva a las imágenes en blanco y negro y a los decorados de Richard Day (1896-1972) y el futuro realizador Nathan Juran (1907-2002). Este cúmulo de sensaciones, pesares, esperanzas y transcurrir del tiempo también se fija por medio de la sensacional partitura compuesta por Alfred Newman (1901-1970; para los interesados, existió una edición en disco compacto por Fox Records, The Classic Series, 1993).
Lo cierto es que a veces resulta traumático constatar el hecho de que los padres son falibles; seres de carne y hueso revestidos por la edad. Pese a todo, la disciplina de la humana educación del matrimonio Morgan para con sus hijos es diametralmente opuesta a la escolarización que esgrime el repelente maestro del pueblo vecino (Morton Lowry) al cual acude Huw. Para los primeros, tan importante es la honestidad en el trabajo, el respeto hacia las formas y el cumplimiento del deber como el cálido regocijo de la diversión. Un corpus tradicional que, aunque sufrirá el inevitable quiebro de ese transcurrir temporal (que solemos sintetizar como nuevos tiempos), no resulta vulnerado en sus componentes más valiosos y esenciales. Para unos progenitores siempre es condena de vida el hecho de tener que conceder la madurez a los hijos y respetar sus decisiones, cuando al fin son conscientes de que deben tomarlas por sí mismos.
La obcecación inicial del padre (Donald Crisp) frente a la creciente independencia, de pensamiento y de obra, de sus hijos, forma parte de una evolución que finalmente permitirá a Huw acceder a la mina, para poder conocer de primera mano esa fuente de vida y de muerte de la que se nutre su familia. Pero cuando esta etapa de delegación ya se ha superado, John Ford y Philip Dunne no dudan en mostrar, aún de forma condensada, la gratitud y los padecimientos que afectan a toda una comunidad. Un conjunto humano que, en su condición de tal, no siempre es retratado de forma complaciente (ya se sabe lo que puede ocurrir con las masas). Las sombras de la mezquindad pueden ennegrecer el paisaje tanto como el hollín. Para el ser humano, quizá en demasiadas ocasiones la verdad no es suficiente.
De este modo, ¡Qué verde era mi valle! (lamento desconocer la novela) pone de manifiesto el valor de la responsabilidad, la hospitalidad, las despedidas (los hijos que emigran) o la propia naturaleza, no solo del entorno, sino de la voluntad y determinación de los descendientes en general; aunque muy particularmente, de Angharad (Maureen O’Hara), que se verá abocada a una infelicidad vital, debido a uno de esos matrimonios “ventajosos”, por no haberse atrevido a sobrellevar determinados inconvenientes, bien puntualizados por el pastor Gruffyd (Walter Pidgeon) al término de su relación no consumada. Incluso se evidencia el valor de la oración, tal cual se la explica el mismo prelado al joven Morgan, frente a una religiosidad acusadora y punitiva (la representada por un avieso Arthur Shields).
No en vano, el punto de vista de toda la narración recae en los ojos de Huw Morgan, el miembro más joven y meditativo de dicha familia. Nada sabremos del resto de componentes después (en la película), salvo de los que ya han fallecido, pero Ford y Dunne son conscientes de que esto no es necesario, pues la carga sentimental y hasta universal del relato funciona mejor cuando no se sobrecarga.
La influencia de este punto de vista dramático, infantil o juvenil, resulta evidente en realizadores posteriores como François Truffaut (1932-1984) o Steven Spielberg (1946), por no mencionar al gran Walt Disney (1901-1966). Valga como ejemplo el momento en que Huw observa a su hermana durante la ceremonia nupcial que Gruffyd oficia en la iglesia, para otro de los hermanos, o en la celebración que le sigue (una ceremonia dentro de la ceremonia). Lo que no es necesario expresar con palabras, John Ford lo ofrece por medio de la imagen; en concreto, a través del cruce de miradas entre los personajes.
En última instancia, todo ello es la comprobación lírica y dolorosa de que llega un momento en que las cosas no pueden volver a ser lo mismo que cuando se es joven. Salvo en el recuerdo. Y dentro de este se encuentran el cine, la música o la literatura. Por eso puede ser fructífero, además de lúdico, el tener un adecuado conocimiento de los mismos en dicho periodo de la vida. Para poder ir abonando nuestro propio campo de evocaciones.
Lo que justamente me recuerda que, de ¡Qué verde era mi valle!, no podemos dejar de señalar el excelente uso que John Ford hace de los planos generales. Citemos aquel en que Huw y Gruffyd participan de la recuperación física del primero o el que muestra al segundo enmarcado al fondo de la imagen, cuando la boda de Angharad ya ha concluido. No solo se recuerda lo bueno; también lo que perdimos.
Escrito por Javier C. Aguilera
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