Aunque la acción de El último hurra (The last hurrah, Columbia Pictures, 1958) de John Ford transcurre en “una ciudad indeterminada” de Nueva Inglaterra, y se sitúa a finales de los cincuenta, ambos aspectos pueden extrapolarse al aquí y ahora.
Escrita por Frank S. Nugent (1908-1965), colaborador de Ford en títulos tan imprescindibles como La legión invencible (She wore a yellow ribbon, 1949), El hombre tranquilo (The quiet man, 1952), Centauros del desierto (The searchers, 1956) o La taberna del irlandés (Donovan’s reef, 1963), la presente tomó como base una novela de Edwin O’Connor (1918-1968).
Al inicio del relato, sorprendemos al alcalde Frank Skeffington (Spencer Tracy) en plena campaña de reelección. Las triquiñuelas de Frank, forjadas por el tiempo y el trato con los demás, nos lo presentan como un pícaro de su tiempo y ámbito, que “coquetea” –aún al clásico modo- con los medios, para ejercitar una política cercana, compasiva si se quiere, aunque no olvide una afrenta.
Skeffington es un hombre activo, como él mismo asegura hacia el final, y ésta será la clave, cuando pese a todo, se convierta en buen ejemplo de cómo a veces, la dignidad es un atributo que no se pierde con la derrota, máxime en un mundo donde la política –ahora al maquiavélico modo- es el poder y el lugar donde va a instalarse definitivamente la apariencia.
Diríamos entonces que, en el terreno de la inminente “democracia mediática”, Skeffington aún representa al ciudadano comprometido con una concepción más próxima y humana del hecho político.
Pese a que asegura que nunca se interesó por la política, el joven periodista Adam Caufield (Jeffrey Hunter), sobrino de Skeffington, es reclutado por su tío en un viaje de iniciación donde, junto al espectáculo verbenero –pero siempre bien recibido- de la política, y sus recovecos de rigor, donde también importan los aspectos lingüísticos más banales, el neófito tendrá ocasión de conocer los aspectos tanto públicos como privados del todavía alcalde.
Pero el político es solo uno de los ambientes que refleja la película; o mejor expresado, es solo uno de los ambientes en los que incide la política. Dentro de una población que es vista como un crisol de muy distintas confesiones, destaca igualmente el entorno politizado del periódico en el que trabaja Adam, dirigido por el severo Amos Force (John Carradine), donde se pergeñan unas biografías, o hagiografías, “al efecto”.
Y un tercer espacio imprescindible, sin el que no existirían los otros, es el económico, ejemplificado en el enfrentamiento de Frank Skeffington con la élite financiera; significativamente oculta en un club privado, el Club Plymouth, donde se respira “el mismo ambiente del Mayflower”. Élite que, en definitiva, emprende la manipulación mediática que acabará por instalarse en los hogares de buena parte de la población.
En suma, un ambiente global que queda bien resumido cuando uno de los personajes asegura que “la capacidad es una cosa y los principios otra”.
Haciendo uso de su proverbial ironía, desplegada por todo el metraje, pero esencializada en la secuencia del velatorio, John Ford se sirve de este inesperado escenario no solo para mostrar gran parte de la hipocresía de una sociedad y sus instituciones (de lo particular a lo general), sino para afianzar la humanidad de ese personaje que se emplea en una política más llana, y a la larga, más satisfactoria: Skeffington ya ha ganado, porque los demás resultan ser mucho peores que él.
Pero en esta humanización –en toda su dualidad-, realizador y guionista no olvidan otro aspecto fundamental de las obras de Ford, los personajes adyacentes, tan relevantes como los principales. De nuevo, hasta los “menos útiles” quedan bien definidos, como sucede con el simplón Dito (Edward Brophy).
Otros detalles fordianos los encontramos en ese corazón grabado sobre un poste de madera (con el significativo nombre de Kate, referido a la persona amada), junto al tributo a los desaparecidos, en este caso, la esposa fallecida (esa Kate), del mismo modo que sucedía con el capitán Brittles de La legión invencible. Mencionábamos la derrota en el segundo párrafo, pero El último hurra, más que una elegía crepuscular sobre la derrota, es un discurso sobre la decepción. Los amigos y colaboradores no aciertan a explicarse qué es lo que ha pasado con los resultados: se trata de la consabida ingratitud de las urnas; los políticos siempre han creído que los votos les pertenecían, cuestión al margen de las citadas manipulaciones mediáticas, hechas con pobres o con mejores medios.
Pero la decepción no solo es política. A ésta se añade la desolación de no poder transmitir una tradición y una herencia, salvo al nivel más básico de la genética, porque el hijo de Frank dista de tener ni la capacidad ni, peor aún, el interés por los asuntos de los que hace gala el padre (o el sobrino).
En su soledad plácida, Skeffington, aunque dista de ser un santo, es un hombre que pese a todo(s), aún no ha trocado los ideales por las ideologías partidistas, en un sistema que, con todos sus males, no secuestra la participación activa en la política de la sociedad civil, o como se demostraba con la visita al velatorio, no desvincula dicha política de la esfera pública.
Todos los personajes de El último hurra quedan así humanizados, hasta dignificados, con el concurso de las interpretaciones, en base a la ingenuidad o el aplomo, de un magnífico plantel de actores, entre los que se encuentran, además del gran Spencer Tracy, Basil Rathbone, Pat O’Brien, Donald Crisp, James Gleason o John Carradine.
Escrito por Javier C. Aguilera
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