Que para John Ford el cine era la verdadera familia que le hubiera gustado tener –el reflejo de un grupo sustentado más en afectos que en forzadas relaciones consanguíneas-, es algo que se pone de manifiesto en La taberna del irlandés (Donovan’s reef, 1963, Paramount Pictures), una de esas obras con las que se hace feliz al espectador.
El escenario es “Haleakaloha”, una isla de la Polinesia francesa, en los Mares del Sur. Pero antes de averiguar lo que allí ocurre, el relato nos sitúa en Boston, concretamente en el “seno” de una compañía naviera, presidido por un circunspecto “consejo de familia”. Este informa a Amelia Dedham (Elizabeth Allen), la integrante más joven, aunque igual de estirada que el resto, de la herencia que atañe a esa otra “vergonzosa” parte de (casi) toda familia, con la que se ha evitado cualquier contacto.
Esa parte es William Dedham (Jack Warden), padre de Amelia, que prefirió ejercer la medicina entre los indígenas en lugar de incrustarse en el reglamentado mundo del comercio (no por que dicha actividad fuera intrínsecamente despreciable, sino debido a ese ambiente altivo que impregna la compañía). Además, William contrajo matrimonio con una nativa, lo que, según estipula una cláusula, le incapacitaría para recibir la mencionada herencia.
El escenario es “Haleakaloha”, una isla de la Polinesia francesa, en los Mares del Sur. Pero antes de averiguar lo que allí ocurre, el relato nos sitúa en Boston, concretamente en el “seno” de una compañía naviera, presidido por un circunspecto “consejo de familia”. Este informa a Amelia Dedham (Elizabeth Allen), la integrante más joven, aunque igual de estirada que el resto, de la herencia que atañe a esa otra “vergonzosa” parte de (casi) toda familia, con la que se ha evitado cualquier contacto.
Esa parte es William Dedham (Jack Warden), padre de Amelia, que prefirió ejercer la medicina entre los indígenas en lugar de incrustarse en el reglamentado mundo del comercio (no por que dicha actividad fuera intrínsecamente despreciable, sino debido a ese ambiente altivo que impregna la compañía). Además, William contrajo matrimonio con una nativa, lo que, según estipula una cláusula, le incapacitaría para recibir la mencionada herencia.
Pero junto al itinerante doctor, en las islas también han hallado acomodo otros personajes, como el ex combatiente Michael Donovan, “Tío Andy” (John Wayne), una cupletista (retozona Dorothy Lamour), o André de Lage, el Gobernador de Haleakaloha (un divertido César Romero), dándose la curiosa circunstancia de que el cumpleaños de Donovan se festeja con un llamativo ritual. Básicamente consiste en el regreso de Thomas A. Gilhooley (Lee Marvin), con quien comparte celebración. Una reaparición que suele saldarse con generoso reparto de tortas y festivos soplamocos.
Antes de emprender su viaje hay un momento atractivo; aquel en que Amelia apaga la luz, mientras la cámara avanza hacia la ventana, como si ese acto ilustrara la renuncia a un estilo de vida, y de “ser”, antes de ella saberlo. Y es que de Boston a Haleakaloha hay un largo trecho, espacial y también emocional. A la larga, a Amelia le acabará sentando muy bien el aire de la isla. Incluso llegará a “comprenderla”, cuando Michael Donovan la acompañe en su jeep a conocer parte de su historia. Y es que el “tabernero” es un hombre, hasta cierto punto, instruido.
Así, parece que la permanencia en la isla ha sido siempre una cuestión de elección personal, de lealtad y cariño, más que una imposición profesional. Además del hospital y la taberna, con su máquina tragaperras “out of order”, Haleakaloha cuenta con una destartalada iglesia y unas hermosas playas, donde poder practicar el esquí acuático -¡más que acrobático!-.
De ese modo, los adustos retratos que colgaban en los despachos de la compañía naviera, se contraponen a los desinhibidos dibujos animados que pueblan Haleakaloha, y que alcanzan su expresión más gráfica en la taberna, durante la algarada “contra” los australianos, a los sones del Waltzing Matilda. Son los “familiares” mamporros, tan del gusto de John Ford, en otro ejercicio de sano humorismo.
Con su coherente y prístina gramática visual, John Ford ofrece una historia cálida y viva, en la que conviven los momentos divertidos con otros más emotivos, como son la celebración de la Nochebuena en la Iglesia, festejo “cantado bajo la lluvia”; la colocación de unas guirnaldas conmemorativas sobre las cruces del cementerio, o el encuentro con el monumento a los Caídos durante la II Guerra Mundial.
Junto a estos, destaca el segmento en que Amelia cambia su disposición con respecto a su padre: en realidad, ha estado huérfana durante todo este tiempo. Comprenderá la decisión de su progenitor y respetará su trabajo en el hospital. Durante la charla posterior que mantienen padre e hija, el retrato de la esposa fallecida cuelga tras él.
La taberna del irlandés es una fábula, no entendida como algo pueril e ingenuo, sino como un bello relato de respeto y aprendizaje, escrita por Frank S. Nugent y James E. Grant (en base a una historia de Edmund Beloin y James Michener), e ilustrada por la vivaz fotografía de William H. Clothier, la música de Cyril Mckridge y alguna que otra tempestad contra los arrecifes.
Escrito por Javier C. Aguilera
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