Hablábamos recientemente de Neil Simon. Dábamos fe de su relevancia como autor teatral a lo largo de la segunda mitad del XX. De igual modo, no cabe duda de que, dentro de la escena americana, Thornton Wilder (Madison, Wisconsin, 1897 - Hamden, Connecticut, 1975), además de novelista, es uno de los mejores y más apreciados dramaturgos, o sea retratistas, de la primera mitad del XX, junto con Eugene O’Neill o Terence Rattigan en Gran Bretaña.
Con la película que hoy comentamos, ilustración cinematográfica de una obra teatral de Wilder, Nuestra Ciudad (Our town, 1938), obra con la que repitió premio Pulitzer, y de cuya adaptación al cine se encargó personalmente, cuatro nombres relevantes nos salen “a escena”. El primero, el propio Thornton Wilder, naturalmente, pero también el realizador Sam Wood (Filadelfia, 1883 – Los Ángeles, 1949), el ya mítico diseñador de producción (también realizador), William Cameron Menzies (New Haven, Connecticut, 1896 - Los Ángeles, 1957), y el músico Aaron Copland (N.Y. 1900 – N.Y. 1990). Gracias a ellos, está traslación de la obra teatral se convierte en una película inolvidable.
Sinfonía de la vida (Our town, 1940, United Artist), fue dirigida por Sam Wood, el realizador que hizo del camarote de barco uno de los momentos más recordados de la historia del cine, pero con el que la ceguera crítica de costumbre se cebó por motivos extra-cinematográficos. El relato, o mejor convendría decir micro-relatos, transcurre en una población de tintes atemporales y aspecto bucólico (veremos que no es así exactamente), llamada Grover’s Corners.
En una calle principal, gente que va y viene, literal y también metafóricamente: su trayecto parece haber sido establecido de antemano; y un narrador omnisciente (Frank Craven), que se dirige al público e interpela a sus propios convecinos (más adelante descubriremos que es el dueño de un drugstore-heladería en el pueblo). Podemos añadir el dato de la libertad de culto (la profusión de confesiones religiosas), para completar el cuadro de una arcadia venturosa donde sus pobladores se abandonan al “vivir cada día” sin hacerse demasiadas preguntas, salvo las más funcionales.
Pues bien, esto es solo lo que parece. En realidad, las cuestiones planteadas, al menos por dos de los más jóvenes pobladores de Grover’s Corners, George (William Holden) y Emily (Martha Scott), en continua identificación con el espectador, nos llevan hacia reflexiones existenciales, partiendo de la representación de esa cotidianidad realista, mostrada sin falsas alharacas. De la población en cuestión dice nuestro particular demiurgo que “nadie extraordinario ha salido de ella”, lo que en principio nos hace reflexionar acerca de lo que puede ser considerado “extraordinario” y lo que no.
Como en la bonita canción de The Browns, Three bells, asistimos a una ceremonia de la vida cuya acción transcurre en tres periodos temporales definidos, 1901, 1904 y 1913. Entre los actantes, los miembros principales de dos familias comunes del lugar, siendo en concreto las amas de casa quienes representan el eterno motor de dichas maquinarias. Pero advertíamos que la visión desarrollada en “nuestra ciudad” no es estereotipadamente idílica, pese a lo que pueda parecer. Como en la propia vida, se hace evidente que no todo el mundo es feliz, y un buen ejemplo de ello es el apesadumbrado pastor de una de las congregaciones.
Así, junto a los cambios, en principio irrelevantes, que imprime el paso del tiempo a los actos más cotidianos, como el modo de servirse la leche de puerta en puerta, Grover’s Corners es una ciudad de espectros con olor a tierra mojada; el olor que debe asaltar a los integrantes de esa procesión de paraguas bajo la lluvia que se dirigen hacia el cementerio, en una de las imágenes más impactantes y bellas del cine. Esta ciudad es un canto a los desaparecidos, cuya voz sofocada se superpone a la de los vivos. Literalmente, el cielo llora a los fallecidos, pero también a los que aún han de pasar por ese trámite sin estar “preparados”.
Lo hemos repetido muchas veces, la modernidad de una obra no depende del mucho o poco tiempo transcurrido. En Sinfonía de la vida, las características nada habituales en la figura del narrador, el uso de las voces interiores (durante la más que melancólica boda), el empleo de la elipsis o de otras transiciones, hacen que el tópico quede subvertido, dotando a la película de una modernidad auténtica. De igual modo y con respecto a la puesta en escena, objetos intercalados en primer plano, personajes de espaldas a la cámara o alguna que otra reminiscencia de tipo expresionista con la luz, re-semantizan el argumento, lo cargan con otro sentido.
Los mecanismos narrativos son básicamente la anticipación y la autocontemplación espacio-temporal. Por ejemplo, cuando la vida de los personajes se nos adelanta nos parece cruel, porque la obra de Thornton Wilder nos hace reflexionar ontológicamente pero desde la propia cotidianidad, y sobre ella misma, a partir de todo aquello en lo que apenas reparamos.
Así, como preludio al Hitchcock de La sombra de una duda (Shadow of a doubt, 1943, en cuyo guión participó Thornton Wilder), y anticipándose al Dreyer de La Palabra (Ordet, 1954), con quien comparte su atmósfera “onírica”, Sinfonía de la vida se transforma en un hermoso relato de fantasmas, lectura esta más que pertinente, casi diríase que necesaria. Tal pareciera la ensoñación de alguno de sus ya muy lejanos habitantes (puesto que el relato diacrónico se proyecta hacia el futuro), o tal vez uno de esos sueños reminiscentes que nos asaltan algunas veces durante la noche.
Producto de una literatura “maravillosa” y un modo de hacer cine, al cual se retorna de cuando en cuando con desigual fortuna, Sinfonía de la vida plantea la desmemoria como la peor de las “muertes”, desde un punto de vista cinematográfico y más allá. En este sentido, el parlamento del narrador en el cementerio, al comienzo del “tercer acto”, es sencillamente admirable.
Acto final que cuenta con el desasosegante sueño (¿o presagio, o rememoración…?) de Emily, donde se ejemplifica esta idea: asistimos a la representación de una representación (una película dentro de la película), un lugar donde no se puede interferir, donde nada puede ser cambiado. De hecho, el lugar mental donde nadie muere mientras se le recuerde.
La vida peor es la no disfrutada. Los protagonistas de “Nuestra Ciudad” acaban regresando a ella al final de su trayecto, porque es tal vez el lugar donde mejor lo hemos pasado, el de las experiencias que deseamos recordar, aquellas que muestra, en parte, el relato escenificado maravillosamente por Sam Wood, durante los dos primeros actos del drama y el goce de la vida.
Gran obra sobre el paso del tiempo, Sinfonía de la vida se convierte en un gran “clásico” sobre la fugacidad (el conocido tempus fugit) de los clásicos. Más aún, la aportación de Copland recuerda el estilo trascendente de una sinfonía de Mahler (pienso en la Sexta, por ejemplo).
Con Sinfonía de la vida se opera el milagro del (buen) cine, aquel que hacía a las personas mejores a la salida de una sala, que cuando entraban.
Con la película que hoy comentamos, ilustración cinematográfica de una obra teatral de Wilder, Nuestra Ciudad (Our town, 1938), obra con la que repitió premio Pulitzer, y de cuya adaptación al cine se encargó personalmente, cuatro nombres relevantes nos salen “a escena”. El primero, el propio Thornton Wilder, naturalmente, pero también el realizador Sam Wood (Filadelfia, 1883 – Los Ángeles, 1949), el ya mítico diseñador de producción (también realizador), William Cameron Menzies (New Haven, Connecticut, 1896 - Los Ángeles, 1957), y el músico Aaron Copland (N.Y. 1900 – N.Y. 1990). Gracias a ellos, está traslación de la obra teatral se convierte en una película inolvidable.
Sinfonía de la vida (Our town, 1940, United Artist), fue dirigida por Sam Wood, el realizador que hizo del camarote de barco uno de los momentos más recordados de la historia del cine, pero con el que la ceguera crítica de costumbre se cebó por motivos extra-cinematográficos. El relato, o mejor convendría decir micro-relatos, transcurre en una población de tintes atemporales y aspecto bucólico (veremos que no es así exactamente), llamada Grover’s Corners.
En una calle principal, gente que va y viene, literal y también metafóricamente: su trayecto parece haber sido establecido de antemano; y un narrador omnisciente (Frank Craven), que se dirige al público e interpela a sus propios convecinos (más adelante descubriremos que es el dueño de un drugstore-heladería en el pueblo). Podemos añadir el dato de la libertad de culto (la profusión de confesiones religiosas), para completar el cuadro de una arcadia venturosa donde sus pobladores se abandonan al “vivir cada día” sin hacerse demasiadas preguntas, salvo las más funcionales.
Pues bien, esto es solo lo que parece. En realidad, las cuestiones planteadas, al menos por dos de los más jóvenes pobladores de Grover’s Corners, George (William Holden) y Emily (Martha Scott), en continua identificación con el espectador, nos llevan hacia reflexiones existenciales, partiendo de la representación de esa cotidianidad realista, mostrada sin falsas alharacas. De la población en cuestión dice nuestro particular demiurgo que “nadie extraordinario ha salido de ella”, lo que en principio nos hace reflexionar acerca de lo que puede ser considerado “extraordinario” y lo que no.
Como en la bonita canción de The Browns, Three bells, asistimos a una ceremonia de la vida cuya acción transcurre en tres periodos temporales definidos, 1901, 1904 y 1913. Entre los actantes, los miembros principales de dos familias comunes del lugar, siendo en concreto las amas de casa quienes representan el eterno motor de dichas maquinarias. Pero advertíamos que la visión desarrollada en “nuestra ciudad” no es estereotipadamente idílica, pese a lo que pueda parecer. Como en la propia vida, se hace evidente que no todo el mundo es feliz, y un buen ejemplo de ello es el apesadumbrado pastor de una de las congregaciones.
Así, junto a los cambios, en principio irrelevantes, que imprime el paso del tiempo a los actos más cotidianos, como el modo de servirse la leche de puerta en puerta, Grover’s Corners es una ciudad de espectros con olor a tierra mojada; el olor que debe asaltar a los integrantes de esa procesión de paraguas bajo la lluvia que se dirigen hacia el cementerio, en una de las imágenes más impactantes y bellas del cine. Esta ciudad es un canto a los desaparecidos, cuya voz sofocada se superpone a la de los vivos. Literalmente, el cielo llora a los fallecidos, pero también a los que aún han de pasar por ese trámite sin estar “preparados”.
Lo hemos repetido muchas veces, la modernidad de una obra no depende del mucho o poco tiempo transcurrido. En Sinfonía de la vida, las características nada habituales en la figura del narrador, el uso de las voces interiores (durante la más que melancólica boda), el empleo de la elipsis o de otras transiciones, hacen que el tópico quede subvertido, dotando a la película de una modernidad auténtica. De igual modo y con respecto a la puesta en escena, objetos intercalados en primer plano, personajes de espaldas a la cámara o alguna que otra reminiscencia de tipo expresionista con la luz, re-semantizan el argumento, lo cargan con otro sentido.
Los mecanismos narrativos son básicamente la anticipación y la autocontemplación espacio-temporal. Por ejemplo, cuando la vida de los personajes se nos adelanta nos parece cruel, porque la obra de Thornton Wilder nos hace reflexionar ontológicamente pero desde la propia cotidianidad, y sobre ella misma, a partir de todo aquello en lo que apenas reparamos.
Así, como preludio al Hitchcock de La sombra de una duda (Shadow of a doubt, 1943, en cuyo guión participó Thornton Wilder), y anticipándose al Dreyer de La Palabra (Ordet, 1954), con quien comparte su atmósfera “onírica”, Sinfonía de la vida se transforma en un hermoso relato de fantasmas, lectura esta más que pertinente, casi diríase que necesaria. Tal pareciera la ensoñación de alguno de sus ya muy lejanos habitantes (puesto que el relato diacrónico se proyecta hacia el futuro), o tal vez uno de esos sueños reminiscentes que nos asaltan algunas veces durante la noche.
Producto de una literatura “maravillosa” y un modo de hacer cine, al cual se retorna de cuando en cuando con desigual fortuna, Sinfonía de la vida plantea la desmemoria como la peor de las “muertes”, desde un punto de vista cinematográfico y más allá. En este sentido, el parlamento del narrador en el cementerio, al comienzo del “tercer acto”, es sencillamente admirable.
Acto final que cuenta con el desasosegante sueño (¿o presagio, o rememoración…?) de Emily, donde se ejemplifica esta idea: asistimos a la representación de una representación (una película dentro de la película), un lugar donde no se puede interferir, donde nada puede ser cambiado. De hecho, el lugar mental donde nadie muere mientras se le recuerde.
La vida peor es la no disfrutada. Los protagonistas de “Nuestra Ciudad” acaban regresando a ella al final de su trayecto, porque es tal vez el lugar donde mejor lo hemos pasado, el de las experiencias que deseamos recordar, aquellas que muestra, en parte, el relato escenificado maravillosamente por Sam Wood, durante los dos primeros actos del drama y el goce de la vida.
Gran obra sobre el paso del tiempo, Sinfonía de la vida se convierte en un gran “clásico” sobre la fugacidad (el conocido tempus fugit) de los clásicos. Más aún, la aportación de Copland recuerda el estilo trascendente de una sinfonía de Mahler (pienso en la Sexta, por ejemplo).
Con Sinfonía de la vida se opera el milagro del (buen) cine, aquel que hacía a las personas mejores a la salida de una sala, que cuando entraban.
Escrito por Javier C. Aguilera
Esta película la ví por televisión hace unos años y me maravilló, la tengo grabaday la última parte de la ensoñación de Emily ya he perdido la cuenta de las veces que la he visto y me sigue emocionando, es una película mágica.
ResponderEliminarRealmente impresionate. Una joya invaluable del cine clásico
ResponderEliminar