Para el sábado noche (CXXVIII): El James Bond de Roger Moore (I): Vive y deja morir, El hombre de la pistola de oro, La espía que me amó y Moonraker

02 junio, 2023

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Qué intensa y curiosa vida la del escritor inglés Ian Fleming (1908-1964). Según figura en la red, el vicealmirante John Henry Godfrey (1888-1970), director de la División de Inteligencia Naval de la Marina Real británica, lo reclutó en mayo de 1939 para que ejerciera de asistente personal. Entre 1941 y 1942, Fleming quedó a cargo de la Operación Goldeneye, cuyo propósito era mantener una estructura de inteligencia en España, en caso de una invasión alemana del territorio. Ya en 1942, el futuro creador de James Bond formó una unidad de comandos, conocida como la 30 Assault Unit (30AU), compuesta por tropas especializadas en investigación y vigilancia.

En marzo de 1944, supervisó el reparto de documentos de inteligencia a la Marina Real, que se estaba preparando de cara a la Operación Overlord (el desembarco de Normandía).

En octubre del 47, Fleming recibió el reconocimiento danés Frihedsmedalje (sic), por la asistencia proporcionada a los oficiales daneses que escaparon al Reino Unido durante la ocupación del país por la Alemania nazi.

Tras su desmovilización, en mayo de 1945, Ian Fleming aceptó un empleo en el grupo periodístico Kemsley, por aquel entonces propietario del Sunday Times.

El interés de Fleming por redactar una novela de espionaje se remonta a este período de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). James Bond, también conocido por su código personal 007, es un oficial del Servicio de Inteligencia Secreto y comandante de la Royal Naval Reserve. El doble cero significa que posee licencia gubernamental para matar, si se da la circunstancia.
 
Tras la publicación y clamoroso éxito de Casino Royale (1953), la primera novela del célebre oficial de Inteligencia, Ian Fleming empleó sus vacaciones anuales para acudir a su casa de Jamaica y escribir más historias sobre el personaje. En 1962, comenzaron a ser llevadas al cine.

Algunos críticos cinematográficos han considerado el ciclo de películas de James Bond interpretado por el actor inglés Roger Moore (1927-2017) algo de segunda categoría. Como me satisface enormemente llevar la contraria, sobre todo a los loros que esgrimen ideas prestadas, comienzo este repaso a la figura del agente secreto por dichas películas. Bien es verdad que en ello han de ver mis propios recuerdos como espectador, en aquel momento, en plena niñez y adolescencia. Pero es que el aspecto sardónico que vamos a (re)descubrir, nunca me pareció denigrante para el personaje, ni mucho menos escaso de funcionalidad de cara al resultado aventurero, incluso cinematográfico, de la serie. Dicho de otro modo, no me siento ofendido por que James Bond sea heterosexual, mujeriego, chistoso y expeditivo.
 
Vive y deja morir (Live and Let Die, United Artist, 1973), escrita por Tom Mankiewicz (1942-2010), que años después coescribiría Lady Halcón (Lady Hawke, Richard Donner, 1985), es la primera de las películas interpretadas por Roger Moore, tras la dejación, no definitiva, del excelente Sean Connery (1930-2020). La película está basada en la segunda novela, de igual título, escrita por Ian Fleming, publicada en 1954 (RBA, 1999). Muchas de las características del autor se trasladaron al personaje de James Bond. Sin embargo, este también halló inspiración física y hasta psicológica en otros contemporáneos, como el compositor Hoagy Carmichael (1899-1981), al que los cinéfilos recordamos por su intervención en la sensacional Tener y no tener (To Have and Have Not, Howard Hawks, 1944), y por ser el autor de numerosos estándares de la música popular, trasladados al universo del jazz.
 

Todas las obras cinematográficas son hijas de su tiempo. Incluso las de época. La reivindicación de la negritud (blaxploitation), o la moda en las artes marciales, puestas de manifiesto por Bruce Lee (1940-1973) en su propio país de origen, antes de dar el salto legítimo y mortal a los demás, son carburantes que ayudaron a encender el motor de las dos primeras películas de este nuevo recorrido, filmadas con buen tino por el veterano Guy Hamilton (1922-2016; fallecido en Palma de Mallorca, España, lugar donde residía). Hamilton había dirigido previamente el magnífico Goldfinger (íd., United Artist, 1964).
 
El flamante James Bond hace su renovada presentación en la cama, comme il faut. Y no solo, como habrán adivinado. Esto sucede tras los elegantes títulos de crédito elaborados por el habitual diseñador gráfico Maurice Binder (1925-1991), cuyo estilo, trascendiendo el mero afán psicodélico, ayudó a definir todas las películas de James Bond, hasta el año 1989. La vertiente incluye los preciosos carteles de las películas.
 
Vive y deja morir da inicio con la presentación de diversos escenarios, que transitan de lo urbano a lo agreste, de lo aparentemente resguardado a lo considerado “exótico” y expuesto. Desde un colorido funeral en la ancestral ciudad de Nueva Orleans (EEUU), a la ficticia isla de San Monique, en el Caribe, un remedo de Haití. Todos son peligrosos, pero se saben conjugar con cierto sentido del humor irónico. Un aspecto que se traslada a los gadgets, esos instrumentos capaces de salvar la vida de nuestro protagonista, u otros participantes, in extremis.

En esta vistosa aventura, los prolegómenos, que suelen constituir una peripecia previa –y espectacular- del agente secreto, nos ponen en antecedentes de lo que va a suceder después. Tres agentes doble cero han sido asesinados. El Primer Ministro de San Monique (curiosa mezcla de español y francés, en dificultosa armonía gramatical), es el doctor Kananga (Yaphet Kotto). Kananga, además de implantar una base subterránea bajo su vivienda, con el fin de procesar una adormidera e introducirla en EEUU, debidamente convertida en droga, a través de una red de restaurantes, tiene sometidos a los lugareños de su isla gracias al tarot de su echadora de cartas particular, Solitaire (Jane Seymour), y sobre todo, el vudú del Barón Samedi (Geoffrey Holder). Un vudú auspiciado por los engranajes y mecánica de ciertos fetiches.
 

Hemos mencionado el tarot. Por casualidad -o no-, he observado complacido en internet que incluso llegó a comercializarse una baraja con el emblema de James Bond, a modo de promoción de la película y objeto para aficionados. Me parece una idea sibilina y genial (lo que daría por haber tenido uno de no haber contado solo un año). Esta mancia es empleada por el doctor Kananga para fines mucho más personales que el vudú, con el que contiene a su pueblo.

Su tarotista, Solitaire, descubre las cartas de la Suma Sacerdotisa y el Loco al indagar en su futura relación con el agente secreto. Es decir, a la garante de la sabiduría y la reflexión interior, y al que emprende un nuevo camino (una nueva misión), aunando improvisación con experiencia. Experiencia e improvisación que habrán de armonizarse en este nuevo escenario interior para nuestro protagonista. El resultado es la carta de los amantes. Carta para enamorados, pero también de la necesidad de elección. Como es lo preceptivo, cada uno acabará siguiendo su propio camino. En otra ocasión, se nos muestra a la Reina de Copas invertida. Para Kananga, esto es sinónimo de alguien que oculta algo, una mentirosa. No va mal encaminado, realmente simboliza la dificultad de la vida interior, en una etapa desfavorable (pero que se puede superar).

El empleo de las cartas está supeditado a la abstinencia del amor físico por parte de Solitaire. Es un giro muy interesante de la trama dispuesta por Tom Mankiewicz, hijo del gran Joseph L. (1909-1993) y sobrino de Herman J. (1897-1953).

Por si la cobertura espiritual no bastara, Kananga cuenta con la protección de Tee Hee (Julius Harris), un esbirro que utiliza de forma práctica y mortífera la prótesis de su brazo. No será el primer ni último personaje que emplee una parte de su remachada anatomía o indumentaria como defensa y castigo, de forma tan vistosa como insólita.
 

Bond hace la primera escala en Nueva York. La hermandad negra conforma un escenario propio y digno en esta aventura. Desgraciadamente, siempre hay quien trata de aprovecharse de los demás, poseyendo tapaderas en distintos países para distribuir la droga procesada, por vía de esas sucursales para gente de color, los restaurantes Fillet of Soul (El filete del soul). Están regidos por un tal Mr. Big (al que da vida el propio Kotto). Así pasamos de la desorganizada Organización de las Naciones Unidas a los barrios más deprimidos de la ciudad, que en los años setenta constituían un entorno tan peligroso como visualmente impagable, con especial acento para el género policíaco.

El enlace femenino de James Bond es también de color. Se trata de Rosie Carver (Gloria Hendry), una agente de la CIA. Esta es su segunda misión, y aún anda un poco verde. Pero James sabe cómo hacer frente a estas desazones. En la película siguiente, será la agente Goodnight (Britt Ekland). No son las actrices principales de la narración, sino, repito, los enlaces proporcionados por otras agencias afines, un personal también conocido como las chicas Bond. Por supuesto que también existen enlaces varones; aquí mismo, Felix Leiter (David Hedison), visto en películas precedentes; Ferrara (John Moreno) en Solo para sus ojos (For Your Eyes Only, John Glen, 1981), o Vijay (Vijay Amritraj) en Octopyssy (íd., John Glen, 1983). En la siguiente película, segunda para Roger Moore, será el agente Hip (Soon-Tek Oh) el que eche una mano a James Bond (¡de forma distinta a como lo hacen las señoritas!). La escuela a la que es inscrito 007 sin su pleno consentimiento, es en El hombre de la pistola de oro (The Man with the Golden Gun, Guy Hamilton, 1974), una concesión a la ya citada moda de las artes marciales. Pero que funciona muy bien, como sucedía con el policiaco Los aristócratas del crimen (The Killer Elite, United Artist, 1975) de Sam Peckinpah (1925-1984).

Simpática, e igualmente paródica, es la presencia en Vive y deja morir de un sheriff del medio oeste, interpretado por el estupendo característico Clifton James (1920-2017), J. W. Pepper. Mascador de tabaco y representante de la ley con voz gangosa, que se ve inmerso en una descomunal persecución por tierra, agua y hasta aire, en las mismísimas marismas de Luisiana. El personaje volverá a hacer acto de presencia en la siguiente entrega como asombrado turista.
 

Los acontecimientos pre títulos de crédito no tienen a James Bond como protagonista, salvo en efigie, en El hombre de la pistola de oro. Sirven de presentación a su oponente, Francisco Scaramanga (Christopher Lee), en un baile de figuras estáticas que parecen cobrar vida. Es el escenario donde Scaramanga se entrena y mantiene en forma, antes de cometer un asesinato. Eso, y hacer el amor con su compañera, en esta ocasión, la señorita Andrea Anders (Maude Adams).

Las balas que emplea son de oro, lo que constituye una pista, hasta cierto punto, sencilla de seguir. No todo el mundo las fabrica. Bajo cuerda, por supuesto. Cobra un millón -de la época- por diana. Adornado merced a la imaginación de Ian Fleming con una tercera mama, Scaramanga es un servicio letal a disposición del que le pueda pagar. Es el gourmet de los asesinos a sueldo. Como dato anecdótico, pero bien dispuesto, cuando 007 se hace pasar por Scaramanga, se coloca la prótesis correspondiente en el lado opuesto del pecho: no existen retratos del escurridizo y perspicaz mercenario, tan solo los datos anatómicos, imprecisos, y una breve biografía. Por desgracia para Bond, el auténtico Scaramanga ha tenido la misma idea de hacer una visita al potentado Hai Fat (Richard Loo), el último de sus empleadores.

La de ambos, criminal y agente secreto, es una profesión solitaria. Pese a verse rodeados de personas.

Y de nuevo, el humor. Sito en el paradero de una bala que acabó con la vida de un colega doble cero. Para obtener la información que precisa, Bond se acerca a la señorita Anders, la compañera sentimental -y prescindible- de Scaramanga. A cambio, Anders espera que Bond la libere de la tiránica pertenencia a Scaramanga. He soñado que usted me libertaba. Él acepta, a cambio de tener acceso al Solex, una célula solar. La misión ante todo. Estos cachivaches son el macguffin (la excusa) para emprender e hilar la trama. Generalmente, esta acaba en la híper tecnificada base y refugio del alocado antagonista. Una gozada argumental y visual. En el caso de Scaramanga, ya indiqué cómo precisa del acto sexual para aclarar y relajar sus sentidos, antes de proceder a matar. Su famosa y temida pistola de oro puede entenderse como un símbolo fálico. Su última víctima, en Macao (China), resulta ser Gibson (Gordon Everett), un experto en energía.
 

Anteponer lo sexual, o emplear dicha arma como moneda de trueque, no me parece tan descabellado o diferente a lo que sucede hoy en día en las tecnificadas redes sociales o las televisiones privadas (de una forma más soez, por supuesto). Sea como fuere, quienes se ofenden por esto, y tratan de limpiar conciencias y celuloide, a menudo olvidan las noticas de esta índole cuando están bendecidas por su ideología (afectan a sus amados líderes). Hay que cumplir con el deber, insiste Bond ante Mary Goodnight, su referido agente de enlace. Ya te llegará el turno, añade, respecto a las regalías amorosas de su puesto. Goodnight está prendada de James Bond, según nos es descrita, y punto (en cualquier caso, ¿está prendada de su persona o de las implicaciones de su cargo?: ya indiqué que la soledad del agente es un hecho cierto). Alto voltaje que, comparado con el último James Bond, descafeinado hasta convertirlo en denigrante, resulta subversivo y estimulante.
 
Por otra parte, da gusto contemplar imágenes reales, un vehículo ejecutando una ardua acrobacia, o un hidroplano sobrevolando el entorno de Scaramanga, en lugar de la típica imagen rápida y furiosa ejecutada por los últimos adelantos –adelantamientos, más bien- de un ordenador. Lo que resulta espectacular es lo que posee una dimensión física, y no el asombro embotellado que proporcionan unos gráficos en los que ya casi nadie cree. Porque se alejan de la justa medida y mezcolanza de los armonizados efectos especiales que aunaban ambas facetas, maquetismo y virtuosismo real (con especialistas), en sintonía con los adelantos informáticos, puestos al servicio de una trama, y no como sustitutivos o rectores de la narración.


En El hombre de la pistola de oro, la espectacularidad consiste en eso (la sorprendente cabriola de un vehículo y otras “sencillas” escenas de acción). Pero queda todo lo demás. La emoción por el suspense entre los antagonistas, la degustación de los enclaves, el sentido del humor, la presencia de otros mundos pretéritos enfocados al futuro, con ribetes de cómic y pulp, el desfile de modelos, la música…

Scaramanga también posee su propio refugio particular. Una vivienda completamente automatizada. Como las energías conocidas son demasiado caras, y tras la Crisis del Petróleo (1973-1974) no están bien vistas, pretende un monopolio con la incipiente energía solar. Dominar el mercado. Y pensar que los distintos Estados y Uniones le han tomado la palabra. Todo esto se fragua en las instalaciones anejas a la mansión de Scaramanga, de las que indica que él es el custodio, más que el diseñador (lo ampara el gobierno de turno, no necesariamente el tailandés).

Algo han de ver los orígenes circenses de Scaramanga con la puesta en escena de los duelos organizados por el pistolero y su fiel servidor, Nick Nack (Herve Villechaize). Un secuaz que sabe aguardar hasta el último momento para tratar de sorprender a nuestro agente secreto; al igual que en el caso anterior hiciera Tee Hee. Aparte de que cada asesinato-ejecución queda convertido en una “obra maestra”, con su puesta en escena correspondiente. A este respecto, y como representación simbólica de un mundo que comienza a resquebrajarse y escorarse, destacan las imágenes tomadas en el pecio Queen Elizabeth, en el puerto de Victoria Harbour, en Hong Kong.

En efecto, el periplo de James Bond lo encamina primero a la metrópoli china (antigua colonia británica), y luego a Bangkok, capital de Tailandia. La excusa, para la ocasión, es la célula fotovoltaica conocida por Solex.

Aquí Tom Mankiewicz contó con la ayuda en el guión de Richard Naibaum (1909-1991). Aunque la película no resultó tan rentable como las producciones previas, pienso que su contención la ha hecho ganar con el tiempo.

El hombre de la pistola de oro marca además el regreso de John Barry (1933-2011) a la saga de James Bond, que él ayudó a cimentar. Quien mejor supo identificar con sus tonalidades cálidas y ritmos pegadizos la esencia de los relatos y su protagonista, ofrece una nueva muestra de maestría compositiva. En los casos inmediatamente anterior y siguientes, los acompañamientos musicales correspondieron a George Martin (1926-2016), productor, arreglista e ingeniero que entregó una banda sonora harto estimable; el siempre reivindicable Marvin Hamlisch (1944-2012), y de nuevo John Barry. James Bond siempre ha tenido mucha suerte con la música, la más entonada chica Bond.
 

007 estuvo casado. Ya incidiremos en ello, en la segunda entrega de este análisis. De momento, la información nos sirve para elucubrar acerca de la soledad, antes señalada, del protagonista. Una cosa es ser ligón, aún por motivos de extracción de información, y otra ser querido. El agente Triple X resulta ser una mujer. Es otro de los giros simpáticos, cercanos al cómic, que procura el nuevo guión de Christopher Wood (1935-2015) y Richard Naibaum para La espía que me amó (The Spy Who Loved Me, Lewis Gilbert, 1977). Gilbert ya había dirigido con anterioridad Solo se vive dos veces (You Only Live Twice, United Artist, 1967).

La partenaire de James Bond en este relato va más allá de la convencional pareja romántica. La mayor Amasova (Barbara Bach) es una agente soviética. Con sus propios parámetros e inclinaciones. Y aquí es donde la ideología política va a quedar en un segundo plano. Con la diversión asegurada. Antes de la misión conjunta a la que se van a ver abocados, Bond opera -y se relaja- en Austria. El impresionante salto al vacío del agente esquiador, que a continuación despliega la bandera británica (la Union Jack), continúa siendo insuperable (la escena más cara pagada a un especialista hasta ese momento). ¿Se imagina alguien haciendo lo propio con la bandera española, cuando ahora se saca hasta de los institutos, de forma nauseabunda por algunos de sus integrantes, funcionarios ideológicos más que docentes? (No me lo han contado. He sido testigo).
 

La principal pista de la desaparición de una serie de submarinos británicos, soviéticos y norteamericanos, propicia la entente cordiale, y pone en jaque a los respectivos gobiernos. El rastro más prometedor lo obtiene James Bond a través de un enlace -esta vez masculino- en El Cairo, Hosein (Edward de Souza). Un antiguo conocido árabe que dispone de su correspondiente harén. Este le coloca tras los pasos del mercader Max Kalva (Vernon Dobtcheff), dueño de un restaurante en la capital egipcia, y su proveedor Asis Fekkesh (Nadim Sawalha). El caramelo que nadie desea compartir es un sistema localizador de submarinos.

Entre tanto, Anya Amasova, no se queda atrás en la investigación, y llega a los mismos sujetos tirando del hilo de sus propios informadores. Antes ha dejado claro que ansía averiguar quién ha sido el responsable de la muerte de su prometido. Otro agente soviético, muerto en acto de servicio en los Alpes austriacos.

Con la dirección de Lewis Gilbert (1920-2018) se potencian los acentos irónicos. Pero la acción también encuentra un adecuado equilibrio. Sin ir más lejos, con los operativos estadounidenses a los que se suma Bond, mientras Anya permanece secuestrada por el malvado Karl Stromberg (Curd Jürgens). Stormberg ordena y manda instalado en una alucinante y vigorosa fortaleza, diseñada por el estupendo decorador Ken Adam (1921-2016). Una base de contenido renacentista bajo el agua, llamada Atlantis. Para mí solo existe este mundo, asegura Stromberg refiriéndose al mar. Suerte de capitán Nemo, que en la cresta de las olas más ególatras y despiadadas que navega todo antihéroe, procura la desdicha a quienes se cruzan en su camino o se las prometen muy felices. Los secuaces de los que se sirve para mantener limpias y secas sus manos son Sandor (Milton Reid) y Tiburón (Richard Kiel), que volverá a intervenir en la película siguiente.
 

El caso es que Tiburón da el pasaporte a Kalva y Fekkesh como si fuera un vampiro, haciendo uso de su impactante y mortífera dentadura de metal. Otros hicieron alarde de su pistola de oro; cada cual posee su estilo. Mientras Scaramanga podía ocultarla a placer, Tiburón la exhibe con amenazante lujuria. En cuanto a Stromberg, pertenece al género de los genios desbocados con dinero. Como lo será Hugo Drax en la siguiente aventura. Lo atestigua su buque cisterna Liparus. Aunque insiste en que no pretendo hacer dinero –el dinero ya lo ha hecho, sin lugar a dudas, y empleado en sus megalómanas ocurrencias-, mi intención es cambiar la faz de la tierra. Lo mismo que Drax. En suma, otro divertido iluminado, sostenido por el buen hacer y presencia del alemán Curd Jürgens (1915-1982). El Liparus proporcionó tan descomunal decorado, escenificado en el recién inaugurado Bond Stage de los estudios Pinewood (Inglaterra), que el director de fotografía Claude Renoir (1913-1993), sobrino de Jean (1894-1979), se las vio y deseó para poder iluminarlo, habiendo de contar para tal labor con el asesoramiento de Stanley Kubrick (1928-1999), recordemos, director de fotografía y residente de las islas británicas.

La película es, en definitiva, excelente, y cosechó un éxito morrocotudo entre los adultos y chavales de todo el mundo. En los estadios iniciales del guión, firmado finalmente por Christopher Wood, anduvo involucrado nada menos que el gran novelista inglés Anthony Burgess (1917-1993), ligado al mentado Kubrick como todos sabemos.
 

Chicas y dinero, como la canción de Los elegantes, se vuelven a comprometer en Moonraker (íd., Lewis Gilbert, 1979), la disfrutable entrega siguiente. El hecho es que, al final de los créditos de La espía que me amó, se anunciaba que la siguiente aventura de James Bond sería la adaptación de algunos de los relatos contenidos en la colección Solo para tus ojos (1960; RBA, 1999). Pero el estreno y, nuevamente, éxito sin ambages y apenas precedentes, de La guerra de lasgalaxias (Star Wars, George Lucas, 1977), fue parejo al interés por todo lo relacionado con el espacio exterior y las aventuras siderales (Space Opera), sostenidas más por los menguantes presupuestos que, cuando la fuerza acompañaba, los nuevos avances en efectos especiales (aún no existía el divorcio entre la artesanía y lo digital). De tal manera que los productores Albert Broccoli (1909-1996) y Michael G. Wilson (1942), decidieron cambiar el orden de su planificación sin alterar el producto. Harry Saltzman (1915-1994) ya había dejado la producción tras El hombre de la pistola de oro, por una serie de conflictos legales y de índole familiar.
 
Antes de proseguir, en Moonraker contamos con la edición de John Glen (1932), que pasaría a dirigir las siguientes entregas de la franquicia. También el imprescindible y citado Ken Adam, colaborador de Robert Aldrich (1918-1983), Jacques Tourneur (1904-1977), Joseph L. Mankiewicz (1909-1993) o, una vez más, Stanley Kubrick. Moonraker fue su última película de James Bond. Como además señalé, la música, como siempre magnífica, la vuelve a poner John Barry.

Así mismo, disfrutamos de la presencia de otros actores de soporte que tan grato hacían el visionado de las películas del agente 007. El almirante sir Miles Messervy, conocido por M (Bernard Lee), jefe del Servicio de Inteligencia británico o MI6, Miss Moneypenny (Lois Maxwell), secretaria de M, y el mayor Boothroyd, apodado Q (Desmond Llewelyn), intendente del laboratorio del MI6; es decir, responsable del equipamiento de los agentes doble cero. Ninguno faltó a su cita desde los inicios de la saga, con muy puntuales excepciones (Q no se deja ver en Vive y deja morir).
 

La conquista y asalto del espacio volvió entonces a inundar las fantasías de jóvenes y adultos tras la exhibición de La guerra de las galaxias, como antes sucediera con los maravillosos fuegos de artificio de los relatos en blanco y negro -principalmente-, pero sumamente coloridos, de la década de los cincuenta. M y el Ministro de Defensa, sir Frederick Gray (Geoffrey Keen), se hayan en situación apurada (aunque no tanto como el propio Bond, que va a dar con sus huesos ante un rival de altura y, en principio, una dama de altos vuelos que deja su relación en el aire, en los prolegómenos de esta nueva encomienda). Un 747 modificado que transportaba la lanzadera Moonraker se ha estrellado. Pero no hay rastro de la lanzadera. Recordemos que, en 1976, se inaugura la era de los transbordadores espaciales (coincidente con la filmación de La guerra de las galaxias), que afianzaron nuestras visitas y conocimiento del espacio, en la misma década que vio cobrar vida a las sondas Pioneer, Viking y Voyager (estas últimas, las de la excelente e inolvidable Star Trek [íd., Robert Wise, 1979]); es decir, en justa correspondencia con lo que sucedía en las salas de cine. Si bien, las lanzaderas no fueron operativas en el espacio hasta 1981. Construida en California (EEUU) por Industrias Drax, propiedad de Hugo Drax (Michael Lonsdale), Bond visita dichas instalaciones como primera y única pista del trágico accidente. Allí es atendido por la doctora Holly Goodhead (Lois Chiles), de la NASA, en comisión de servicio aquí.
 

Mezcla ecuánime y presurizada de decorados y escenarios naturales, de acción contenida -amorosa y humorística- y acción desorbitada, Moonraker depara ajetreo y entretenimiento a partes iguales. Lo primero no se come lo segundo, como tanto ocurre hoy en día (o nos ponemos pretenciosamente trascendentales o hueros de esparcimiento). En Moonraker, da tiempo a respirar, esto es, ver el despacho de M, las innovadoras instalaciones de Drax, su descomunal castillo (traído piedra a piedra de Francia), el interior de la estación espacial, la sala de mandos (terrestre y espacial), etc.

Bond acude al inigualable escenario veneciano, en Italia, para seguir otra pista, directamente extraída de los cajones de la mesa del despacho de Drax. La cristalería Venini. El mismo tipo (Victor Tourjansky) que no daba crédito a lo que veía en las playas de La espía que me amó, con el vehículo sumergible de James Bond, tiene motivos para volver a sorprenderse en plena Plaza de San Marcos, cuando 007 recurre a la bóndola, otra de sus salidas tecnológico-fotogénicas, sin pérdida de compostura, que nosotros tanto agradecemos. El humor, tan mal gestionado por algunos, prosigue con el empleo de la tonada de Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, Steven Spielberg, 1977), que sirve de contraseña sonora. A su vez, los esbirros del malvado, son un oriental dado a las artes marciales, Chang (Toshiro Suga), y el inefable Tiburón, interpretado por el mismo actor.

Más serias son las cápsulas que portan un veneno letal y que se fabrican en Venecia, pero son trasladadas a Río de Janeiro (Brasil), y de ahí, al espacio insondable, aburrido hasta la llegada de Hugo Drax. Más tarde, Bond descubrirá que, en realidad, Holly Goodhead trabaja para la CIA, el organismo de Defensa y Ocultación por excelencia. Como el afán de esta pareja bien avenida a la fuerza, es dar al traste con los maquiavélicos planes del pérfido Drax, se sucede la bien filmada persecución por el Amazonas (Brasil et alii), con la metamorfosis en ala-delta de la lancha de 007, y la visita obligada –aunque no se lleve ningún regalo- a la base piramidal de Drax, en plena selva (el Templo del Gran Jaguar, en el complejo de Tikal, Guatemala).
 

Hágase el universo. Y el universo se hizo. Esto es el cine. Un universo hecho a la medida de nuestros anhelos y fantasías, la deriva más lógica de las clásicas tragedias, comedias y tragicomedias del mundo antiguo (solo antiguo en años).

Moonraker fue la película más taquillera de la serie (suele decirse que hasta Goldeneye [íd., Martin Campbell, 1995], pero como suele suceder en estos casos, conviene tener en cuenta que el precio del dinero en 1979 no era el mismo que en los años noventa).

Las películas de James Bond eran para mí, y supongo que para muchos espectadores, sinónimo de fantasía, modernidad, y pasar un buen rato a lo largo de dos horas y pico. Características que han pasado a ser cualidades inolvidables. Continuaremos con nuestro repaso en el siguiente artículo de esta sección.


Escrito por Javier Comino Aguilera




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