El autocine (LXIX): Al volante y a lo loco, de Ken Annakin, y El conde de Montecristo, de David Greene

18 enero, 2020

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En esta ocasión me van a permitir que mi comentario se dirija hacia dos películas especialmente significativas de mi infancia. No son obras maestras ni lo pretenden, pero sí resultan apreciables o, al menos, de un interés nostálgico para el que esto suscribe. Con ello cumplo una “deuda de gratitud”, prorrogable, respecto a aquellos años de iniciación en eso de las películas.


El señor Murdoch Troon (Stanley Baxter) ha sufrido un percance en la carretera cuando practicaba el ciclismo. El responsable es el comandante Chingford (el estupendo James Robertson Justice), que lo ha sacado de la vía. Murdoch trabaja como secretario en el ayuntamiento, pero su revancha no vendrá por vía administrativa, donde además tiene todas las de perder, sino enamorándose de la hija del comandante, que para colmo es juez. Una relación consentida y potenciada por la hija, que Chingford desaprueba bajo su aspecto de persona intransigente, aunque finalmente comprensiva. Para cumplimentar esta relación amorosa, Murdoch se sumerge en el proceloso torrente de flamantes conductores, al querer sacarse el carné de conducir.

En efecto, Murdoch observa con envidia cómo su amigo Freddie Fox (Leslie Phillips), que se hospeda en la misma pensión que él, dispone de las muchachas que se le antoja gracias a que es un vendedor de coches y puede alardear del vehículo que quiera. A Freddie le encanta mirarse en el espejo. En tanto que Murdoch es lo que en terminología especializada llamaríamos un patoso. Es escocés, y a diferencia del ambiente que lo rodea, sumamente cándido, lo que precisamente enamora a la joven Claire Chingford (Julie Christie). Me gustan los hombres que conducen deportivos, declara Claire, la cual entiende bastante de coches. Me vuelven loca, especifica. Con lo que Murdoch, que no tiene ni vehículo ni novia, se lanza, también como loco, a aprender a conducir o morir en el intento. Maxime cuando, en su primer encuentro con el que va a ser su primer auto, Freddie se ha quedado con la chica.


El hecho es que nuestro protagonista se sumerge en uno de los periodos más conflictivos y enrevesados de la vida de (casi) todo ser humano: sacarse el carné de conducir. A través de Freddie, se hace con un bien conservado Bentley de 1926 que, como algunos aviones del ejército, posee un apelativo cariñoso, la Dama Veloz (título original de la película).

Pero a Claire no le agrada Freddie, en el sentido de establecer una relación con él. Ella ha puesto sus miras y retrovisores en el pelirrojo Murdoch. Claire se nos muestra como un personaje dinámico, que tiene claras sus prioridades. Hasta la casera de Murdoch, la señora Staggers (Kathleen Harrison), manifiesta una clara preferencia por el empleado del ayuntamiento. El escocés es el favorito, el consentido.

A su vez, el encargado de calificar al nuevo aspirante al título de conductor es el comandante Basil Wenworth (Eric Barker), de la Academia Kigscombre. Como todos los que atraviesan este Rubicón, Murdoch se transforma al volante e increpa a un agente motorizado. Tiene gracia el control médico al que se ve sometido en la jefatura, a través de un especialista que está ebrio (Deryck Guyler). A partir de ahí, se entrega por completo a su mejora como conductor, y a hacer frente a los impuestos, la gasolina y las reparaciones correspondientes. Tener un coche sale más caro de lo que creía, confiesa Murdoch.


En cuanto a Freddie, persigue la representación de Alba Motors, una importante compañía de venta de automóviles, y como el comandante Chingford también está relacionado con este universo, le interesa que Murdoch alcance sus objetivos. Más aún, aparte de ser un apasionado del automovilismo (lo de Claire viene de familia), el comandante es retratado como un aficionado a la jardinería, lo que procura algún que otro gag bienhumorado. De igual modo, es simpático el equívoco del guiño, con objeto de identificar al examinador durante la prueba de conducir de Murdoch. El día del examen se convertirá en una persecución disparatada destinada a dar caza a unos delincuentes, y poner muchas de las piezas del motor de este relato en su justo sitio.

Adaptada por Jack Davies (1913-1994) y Henry Blyth (1910-1983), en torno a una narración de 1925 escrita por Keble Howard, seudónimo de John Keble Bell (1875-1928), Al volante y a lo loco (The Fast Lady, Independent Artist/Rank, 1962) fue dirigida por Ken Annakin (1914-2009), un realizador especialmente vinculado al mundo de los cachivaches mecánicos por vía de la comedia; interesado en el retrato de una época de aparatoso esplendor futurista, en definitiva. Ahí ruedan Aquellos chalados en sus locos cacharros (Those Magnificent Men in Their Flying Machines, 1965) o, perdiendo algo de fuelle, El rally de Montecarlo [y toda su zarabanda de antaño] (Monte Carlo or Bust, Those Daring Young Men in Their Jaunty Jalopies, 1969), tratando de rebasar la sensacional La carrera del siglo (The Great Race, Blake Edwards, 1965), sin alcanzarla. La carencia de pretensiones -muy legítimas- de Al volante y a lo loco, le otorga cierta presteza y amenidad al resultado. El mismo elenco ya había colaborado en otra película de Annakin, Ladrones anónimos (Crooks Anonymous, Rank Organization, 1962). En suma, Al volante y a lo loco es una comedia extrovertida. Por algo considera Claire que Murdoch es como un muñeco.


El segundo ejemplo que deseo comentar es una de las versiones que corresponden a la extraordinaria novela El conde de Montecristo (Le comte de Monte-Cristo, 1844; Akal, 2016, Penguin, 2018), de Alejandro Dumas padre (1802-1870). No se trata de una traslación especialmente ostentosa o ambiciosa a nivel cinematográfico. De hecho, estamos ante un producto -en el mejor sentido- para la televisión, que en algunos países como el nuestro gozó de un estreno en salas comerciales. El resultado, todo lo ajustado que se quiera, me sigue pareciendo estupendo, y con mucho más encanto que el de otras producciones posteriores de presupuesto más holgado.

El conde de Montecristo (The Count of Monte Cristo, ITC/Norman Rosemont Productions, 1975) estuvo dirigida por David Greene (1921-2003) y contó con la fotografía de Aldo Tonti -lo que no está nada mal- (1910-1988), además de con una excelente partitura de Allyn Ferguson (1924-2010; disponible en The Film Music of Allyn Ferguson Volume 1, Prometheus, PCD 130, 1993). La escritura corrió a cargo de Sidney Carroll (1913-1988), responsable de El buscavidas (The Hustler, 1961), nada menos, junto a su realizador Robert Rossen (1908-1966). Al productor, recientemente fallecido, Norman Rosemont (1924-2018), debemos otros agradecidos productos para la televisión, como fueron las adaptaciones de Grandes esperanzas (Great Expectations, Joseph Hardy, 1974), Capitanes intrépidos (Captains Courageous, Harvey Hart, 1977), La máscara de hierro (The Man in the Iron Mask, Mike Newell, 1977), Las cuatro plumas (The Four Feathers, Don Sharp, 1978), Sin novedad en el frente (All Quiet on the Western Front, Delbert Mann, 1979), El pequeño lord (Little Lord Fauntleroy, Jack Gold, 1980), con la que inicié este personal ciclo, y El jorobado de Notre Dame (The Hunchback of Notre Dame, Michael Tuchner & Alan Hume, 1982).

El joven navegante Edmundo Dantés (Richard Chamberlain) tiene toda la vida por delante. Regresa al puerto de Marsella tras haber pasado dos años en periplo comercial por mar y tierra. Estamos en el año de 1815. Habiendo fallecido el anterior capitán durante la travesía, Edmundo ha asumido el rol de capitán, que por ley le corresponde, lo que le procura la primera de las inquinas a las que se va a ver sometido, la del segundo de a bordo Danglars (el siempre disfrutable Donald Pleasence). La segunda malquerencia la procura el pretendiente despechado de su prometida, el teniente Fernando Mondego (Tony Curtis); la tercera, un prisionero que traen a bordo y que es uno de los marineros del barco, el delincuente Caderousse (Alessio Orano). Falta una cuarta que a continuación veremos.

El caso es que el destino o la vida ha dispuesto que Edmundo haya de pasar por un amargo trance. A su regreso a Marsella, el navío atracó en el puerto de Elba, donde desembarcó el anterior capitán. Merced a la denuncia anónima de estos tres sujetos, Dantés es acusado de bonapartista. El asunto queda perfectamente aclarado por el procurador del puerto, Gérard de Villefort (Louis Jourdan, que también está muy bien). Sin embargo, un último fleco da un giro a la situación, condenando “de por vida” a Edmundo, que no sabe exactamente de qué se le acusa. Los siguientes diez años los pasará el joven en cautiverio.


Completamente aislado del mundo e incluso del resto de reclusos, Edmundo ha recalado en la prisión-fortaleza de If, un claro antecedente de lo que será Alcatraz. Las condiciones son infrahumanas. Sin embargo, ese mismo destino caprichoso le procura un compañero en la figura del abate Faría (el excelente Trevor Howard, aquí irreconocible tras las luengas barbas).

La puesta en escena de David Greene va al grano. Como cuando Edmundo, antes de la denuncia, observa a los tres conspiradores reunidos en una posada a través de un catalejo. La mala suerte está de su parte, además de la naturaleza humana. Como se suele decir, los envidiosos pagan mal su gratitud. Baste recordar cómo hay gente que no perdona el haberles hecho un favor. Parece que estos confabulados tenían alguna razón respecto a los antecedentes bonapartistas del anterior capitán, pero Dantés no está implicado en la trama gubernativa, algo que también conocen. Las razones íntimas del encarcelamiento prefiero dejárselas al lector, o al espectador. ¿Es que ha de perseguirme ese nombre hasta la sepultura?, se pregunta De Villford cuando queda a solas.

Acusado y sentenciado por motivos políticos, como actualmente sucede con la “pena por telediario”, es decir, la inculpación mediática antes que judicial, Edmundo recala en la mentada prisión, ubicada en lo alto de un inaccesible islote, varado en medio del mar.


Allí no solo mueren sus años de juventud, sino también su inocencia vital. Pero a pesar de este lúgubre escenario, despojado y existencial, Edmundo entabla relación, también por mero “azar”, con el citado abate, que le ayuda a esclarecer los hechos de su detención y condena. Edmundo ha pasado mucho tiempo sin conocer las causas, en lo que es una crueldad máxima. Pese a que los prisioneros están incomunicados y separados por sus celdas de piedra (en efecto, Alejandro Dumas ya inventó el existencialismo antes de que nos aburrieran soberanamente con sus distintas variantes), los dos penados pueden estar juntos, por motivos que tampoco desvelaré.

El aislamiento está bien señalado, como demuestra el hecho de que no se vea a los carceleros que rigen la prisión. Tan solo se les escucha, más allá de los muros de piedra que aíslan a los cautivos.

Han transcurrido diez años cuando Edmundo entabla contacto con el abate Faría, que procede de Italia. Con su perseverancia e ingenio, el monje y profesor ha hallado un modo de escapar. Mientras esa esperanzada ruta termina de materializarse, el abate transmite a Edmundo sus conocimientos. Merced a los acontecimientos, la huida de Edmundo Dantés de la fortaleza varía de forma sorprendente aunque lógica. Y apurada. Es este un segmento extraordinario del talento de Alejandro Dumas (¡y sus fieles redactores!).


En realidad -y la cifra es incluso simbólica-, Edmundo Dantés vuelve a la vida a los treinta y tres años. Es cuando se produce su reincorporación al “mundo de los vivos”. Hasta entonces, ha encontrado el tesoro de “Cesare Spada” en la isla de Monte Cristo, y ha planificado milimétricamente su venganza. Para ello cuenta con pocos pero bien escogidos colaboradores, como los ex contrabandistas de Córcega Bertuccio (Dominic Barto) y Giacomo (Angelo Infanti), que lo rescataron del mar. Ante el cofre del tesoro, de incalculables riquezas, Edmundo cumple su promesa al abate Faría, de procurar hacer el bien con el dinero, pero también proclama su resarcimiento, ya que la justicia ha brillado por su ausencia, como a veces tiene por costumbre. Ambas cosas las jura Edmundo ante el mencionado cofre, en el que es uno de los momentos álgidos de la película.

En los últimos cinco años se ha esparcido su leyenda, como prueba la admiración que provoca entre los parisinos y que le profesan los jóvenes. El Conde de Montecristo ha pasado de ser un ciudadano anónimo, escindido y anulado, a convertirse en un personaje misterioso. Una fascinación que despierta en Valentine de Villefort (Taryn Power) y Albert Mondego (Dominic Guard), y que incluye al general y la condesa Mondego (Kate Nelligan), el barón Danglars, mutado en uno de los banqueros más renombrados de la ciudad, y el influyente Fiscal del Estado, De Villefort. Es inolvidable cómo el Conde va dando cumplida cuenta de cada uno de ellos, con la ayuda de Faustino, alias Benedetto o Andrea, conde de Cavalcanti (Carlo Puri). En realidad, todos estos personajes se ahorcan con sus propios pecados; por mucho que se hable del “brazo ejecutor”, Dantés se limita a hacer acopio de la información pertinente e impartir justicia. Aunque esto no le colme de satisfacción en este tramo de su vida.


Todo el segmento del ajuste de cuentas es soberbio, siempre en el ámbito de esa narración escueta pero intensa a la que nos referíamos. Pese a esporádicos y prescindibles acercamientos –subrayados visuales- con la cámara, característicos de una película para la televisión de la época, o el hecho de que no se establezca una génesis que explique -en la película- cómo el mapa del tesoro llegó a manos de Faría (¿a qué se dedicaría antes de ser fraile?), El conde de Montecristo se beneficia de una concisión por lo demás bien ejecutada, y un suspense natural, de raíz ontológica, airoso y triunfante. No puedo dejar de anotar que el ramillete de voces del doblaje al español es una delicia.

Escrito por Javier Comino Aguilera



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