Animando desde Oriente (XIII): La princesa Mononoke, de Hayao Miyazaki

30 julio, 2017

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La princesa Mononoke (1997) resume a la perfección los principales mensajes que Hayao Miyazaki (1941) ha plasmado en su cine. El trayecto lo emprende con seriedad y crudeza para ahondar en las relaciones entre el ser humano con la naturaleza, lo que también se traduce en el diálogo que el ser humano mantiene consigo mismo. Porque la reiterada separación entre civilización y barbarie no existe como una frontera insalvable; al contrario: todos contenemos ambas partes, dado que el ser humano no deja de ser también un animal de la naturaleza.

A diferencia de sus cuentos infantiles, como Mi vecino Totoro (1988) o Ponyo en el acantilado (2008), estamos ante un cuento para todos, también para los adultos, que no elude la violencia ni las consecuencias más oscuras y siniestras de nuestros actos. Es más, podríamos notar que se trata de su obra más siniestra en el aspecto de las imágenes que muestra, presente ya en el inicio con el enorme jabalí maldito. En efecto, la secuencia inicial nos introduce en la aventura con rapidez: el joven príncipe emishi Ashitaka trata de proteger su aldea combatiendo a un jabalí enloquecido. Aunque logra vencerlo, al haber sido tocado por el demonio, queda marcado con el estigma de una maldición que le acabará matando, no sin antes enloquecerlo. Emprende entonces un viaje en busca de su cura, un viaje en el que se convertirá en protagonista crucial del enfrentamiento entre el ser humano y los animales, encabezados por el espíritu del bosque.


A pesar del título, el interés de la historia no se sitúa en la princesa, a quien casi hasta el final del primer tramo no vemos en escena, pero tampoco en el supuesto protagonista, Ashitaka, sino más bien en la conjunción entre el bosque y los humanos. Precisamente, el final no cierra ninguna de las historias de los personajes humanos. Podríamos considerarlo un cierre abrupto en este sentido, pero lógico si vemos que la historia concluye cuando la mayoría de personajes protagonistas comprenden la necesaria convivencia entre ambos mundos, aunque fuera a través de un hecho traumático.

No en vano, Ashitaka es encomendado por la anciana de su tribu a observar el mundo que va a conocer sin odio ni prejuicio, sin unirse a ningún bando. Ello le valdrá tanto para encontrar el equilibrio entre humanos y naturaleza como para descubrir que no existen buenos ni malos. La historia nos es narrada desde sus ojos, sin necesidad de ser objetiva, pues también toma partido y actúa cuando es necesario, llegando incluso a ceder terreno a la maldición.


El resto de personajes se mueven en posiciones grises, incluso aunque sean adversarios. Por una parte, tenemos a la ciudad del hierro, encabezada por Lady Eboshi, representantes del progreso industrial que devasta la naturaleza para aprovechar sus recursos. Sin embargo, el retrato que Miyazaki plantea no es negativo: la ciudad está gobernada por mujeres que fueron rescatadas por Eboshi de una vida dura como prostitutas y allí conviven con enfermos rechazados socialmente. El progreso de Eboshi no se constata así solo en la destrucción de la naturaleza, sino también en el necesario avance social. Este personaje pone a su ciudad por encima de sus demás objetivos, aunque la vanidad y su poca conciencia ecológica sean el principal obstáculo para la adecuada convivencia con el bosque.


Al otro lado, tenemos a tres clanes de animales: los jabalís, que son la rama más belicosa y tozuda, los monos, que expresan su inferioridad con el deseo de alcanzar el poder del ser humano, y los lobos, cuya líder mantiene hasta el final el odio hacia Eboshi, pero que actúan con mayor cautela. A este último clan pertenece la denominada princesa Mononoke, San, una huérfana humana criada por los lobos. Así, su actitud protectora del bosque provoca el rechazo y el odio de los demás seres humanos, pero su origen también es motivo de disputa con otros animales. Junto a Eboshi, es una nueva muestra de Miyazaki de personajes femeninos fuertes y ambas serán necesarias para el futuro tanto del bosque como de la ciudad del hierro.

A lo largo de la película se nos muestran los temas típicos de su cinematografía mostrados de forma directa: ecologismo y pacifismo. El primer tema está representado por la industria de la ciudad del hierro y su guerra con los espíritus del bosque. Es coherente con lo que advertíamos al principio que encontremos como, llegando al final de la película, Miyazaki nos muestre cómo el ser humano trata de destruir aquello que consideraba peligroso sin ser consciente de que, al hacerlo, también está buscando su autodestrucción. No en vano, la maldición del jabalí y después de otros animales se asemeja al aspecto del petróleo. De la misma forma que los temas más bellos de la genial banda sonora de Joe Hisaishi acompaña a las escenas relativas a la naturaleza, las más poéticas de la película. Y  a pesar de la corrupción y la contaminación del ser humano, hay margen para la esperanza, tanto la que representan los protagonistas, Ashitaka y San, como la de aquellos que pueden rectificar sus vidas, en el caso de Lady Eboshi. No está muy alejada del sentimiento que desprendía Akira (Katsuhiro Otomo, 1988), aunque aquella nos dejaba ante un panorama más oscuro.


El segundo tema, referente al antibelicismo, se nos muestra con la crudeza de la guerra a través de desmembramientos y hasta decapitaciones, de forma que remueva al espectador y provoque su rechazo. Frente a otras cintas que tratan de glorificar la guerra, La princesa Mononoke nos muestra sus impactos más directos, de la misma forma que La tumba de las luciérnagas (Isao Takahata, 1988) nos mostraba las consecuencias indirectas en el lado de los civiles. Además, no se le presta especial atención a explicarnos las razones de la guerra entre los samuráis y la ciudad del hierro, dado que no es necesario: la guerra no necesita motivos porque toda guerra es injustificable. Sobre ello volverá Miyazaki en El castillo ambulante (2004), al mostrarnos de fondo otra guerra que no explica, pero de la que nos muestra cómo afecta a los combatientes y cómo los convierte en seres inhumanos.

En definitiva, una película muy representativa de la obra de Miyazaki, que a través de la aventura épica de Ashitaka sumergida en la mitología nipona nos lega su mensaje más directo, sin dejar atrás la emoción, algunos tintes románticos y momentos humorísticos. Todo un símbolo imprescindible de la animación japonesa.

Escrito por Luis J. del Castillo



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