Nos la pusieron en el colegio. Y se me quedó grabada la imagen final de aquellos ojos que miraban fijamente al espectador, repletos de misterio.
Si en la anterior entrega de El autocine proponíamos una entretenida paráfrasis del clásico 20.000 leguas de viaje submarino (Vingt mille lieues sous les mers, 1870) de Julio Verne (1828-1905), hoy “atacamos” esta otra versión del no menos disfrutable Viaje al centro de la Tierra (Voyage au centre de la Terre, 1864), pues quisiera recordar la figura del realizador y productor valenciano Juan Piquer Simón (1935-2011). Es curioso cómo las dos adaptaciones del clásico de Verne me vienen ligadas a recuerdos de la infancia.
Concretamente, me refiero a Viaje al centro de la Tierra (Almena Films-AIP, 1976), con guión del escritor y también director Carlos Puerto (1942), el propio Simón, y el apenas conocido John Melson (1930-1983), aunque en su haber cuenta con la autoría del entretenido thriller de acción Amor y balas (Love and Bullets, 1979) de Stuart Rosenberg (1927-2007). Como agradecida curiosidad, Carlos Puerto fue el responsable de poner en antena espacios televisivos tan populares como el juvenil 3, 2, 1, contacto (TVE, 1982-1983, adaptado del original norteamericano) y el infantil Los mundos de Yupi (TVE, 1988-1991).
Pues bien, en la carrera de Juan Piquer Simón suele ocurrir que zarpamos con más diligencia que medios, aunque siempre procura llevarnos a buen puerto. Esto forma parte de la sempiterna y pesarosa desestructuración del cine español, ajeno por completo a una industria seria y adscrito al pesebre de la subvención, como tantas otras cosas en nuestro país. Eso sí, arrojados productores independientes los hubo, al igual que estudios cinematográficos y distribuidoras, aunque estos hayan acabado desapareciendo en favor -y favores- de un Estado que proveerá. Aun así, la adaptación resultante conserva el encanto de lo friki.
Viaje al centro de la tierra arranca con una somera reunión de geólogos, donde los sabios intercambian (pocas) palabras. La cuestión está en si es posible examinar con atención las entrañas de nuestro planeta. La acción se sitúa en el Hamburgo de 1881.
Como si fuera un personaje más, que lo es, a lo largo del recorrido nos va a acompañar una música inspirada, con hermosos pasajes y un sustrato inquietante, debida a Juan José García Caffi (1943), parece que con alguna aportación de ese gran compositor de música popular que fue Juan Carlos Calderón (1938-2012). Anhelo una edición bien pergeñada de esta banda sonora. La ambientación también cuenta con los decorados de Francisco Prosper (1920-2003), entre los que destacan la tienda de libros, el despacho del profesor Otto Lindenbrok (Kenneth Moore), el bosque de hongos gigantes fosilizados, o ya en el ámbito de la modestísima animatrónica, las tortugas prehistóricas que salen al paso de nuestros protagonistas. Este escenario envuelto en la bruma de lo asombroso también nos regala el mar subterráneo descrito por Julio Verne, bellamente estampado en condiciones de luz artificial. En él se desarrollan la posterior tormenta magnética y la pelea entre descomunales seres antediluvianos. En el satisfactorio aspecto de la producción, podemos añadir el cementerio de esqueletos animales y la presencia de otros predadores vivos, como el referido batallón de tortugas gigantes o un remedo de King Kong.
Parte de toda esta extrañeza la proporciona el personaje interpretado por Jack Taylor (1936), el enigmático Olsen, inédito en el texto de Verne, pero de inspirada composición. Aquí se cuela por los resquicios la querencia de Simón por los asuntos paranormales y acientíficos. Al fin y al cabo, es un entorno extraño el que los protagonistas están conociendo. No chirría entonces que se solape una civilización oculta en los pliegues del tiempo y las hendiduras de las montañas subterráneas, esas entrañas de la Tierra que sirven de morada a todo tipo de misterios. Como las supuestas bases submarinas de otros posibles seres que habitan bajo la capa superficial de nuestra corteza.
Otra atractiva idea la proporciona el hecho de que el nexo de unión con el desaparecido explorador Arne Saknussemm sea un libro (en lugar del magma de Islandia original que muestra unas muescas). Por supuesto que todas estas ideas no carentes de brillantez se sugieren más que se desarrollan, ya que topan con el límite aplanado del presupuesto. Pero a nivel argumental, meramente de la fantasía, están contenidas en la película enriqueciendo la manida trama. Lindenbrock nos es descrito en dos pinceladas como un hombre práctico y enfrascado en sus investigaciones, ajeno al mundo que le rodea y con todo aquello que no tenga que ver con su profesión de geólogo. Algo a lo que ayuda el aspecto del personaje. A su famosa expedición se sumarán, de estranjis, su sobrina Glauben (Ivonne Sentis), y el pretendiente militar de esta, el simpático Alex (Pep Munné). Entre los conocidos rostros entresacamos el del todoterreno Ricardo Palacios (1940-2015), como el revisor del tren que los traslada a Islandia. A su vez, la esporádica voz en off de Alex (proporcionada al actor por el entrañable Javier Dotú [1943]), suple las lagunas de la filmación o el montaje.
Lo demás es conocido, incluida la ruta de escape por la chimenea del Stromboli, en Sicilia. El desarrollo inicial lo sitúa el realizador en el paisaje sin igual de Lanzarote y la Cueva de Valporquero, en León (España), con alguno de sus queridos monstruos asomando la cresta.
Unas palabras más para hacer referencia al resto de la filmografía del esforzado Juan Piquer Simón, un hombre que vivió para el cine en un país caracterizado por ahogarlo doctrinariamente. Al amparo de las aventuras galácticas vio la luz Supersonic Man (Almena Films, 1979), un parto no demasiado afortunado o, en cualquier caso, psicodélico. Hermano gemelo de Star Crash, choque de galaxias (Star Crash, Luigi Cozzi, 1978), para entendernos. El problema, en este caso, no es contar con suficientes medios, sino resultar algo soso y tópico. Al margen de que Supersonoic Man nos lega la peculiaridad de que, cuando nuestro héroe (Antonio Cantafora, alias Michael Coby -casi como la posterior mascota-) se transforma, pierde el bigote que lo adorna cuando viste de paisano (adoptando los ropajes de José Luis Ayestarán, alias Richard Yesteran). En la línea de la esplendorosa mutación de los jóvenes del Comando G (Gatchaman, Tatsunoko Production-Sandy Franck Syndication, 1972-1974). Cual Superman, el alienígena adoptado muestra una segunda personalidad terrestre como el detective privado Paul, pero como ya hemos anotado, son dos actores los que interpretan los distintos roles. Victorioso en su lucha contra el malvado Doctor Gulik (Cameron Mitchell), Supersonic Man no pasa de ser un héroe vencido por los tópicos. No en vano -repito- una cosa es que la película sea mala y otra que cuente con pocos medios. Esta es las dos cosas. Por suerte la que viene es solo lo segundo.
Misterio en la isla de los monstruos (Almena Films, 1980) está inspirada nuevamente en una novela de Julio Verne, Escuela de Robinsones (L’école des Robinsons, 1882). El guion es de Juan Piquer Simón y Joaquín Grau (1928-2014), y la fotografía del habitual Andrés Berenguer (1944). Por Joaquín Grau siempre he sentido una especial simpatía, siendo como fue miembro de la Sociedad Parapsicológica Española y asiduo a muchos de los programas Más allá (TVE, 1976-1981) de Fernando Jiménez del Oso (1941-2005). Buenos decorados interiores y una narración especialmente destinada al público infantil engalanan a unos monstruos convertidos en campechanos animalejos “de la laguna negra”, en el sentido de que se trata de seres humanos disfrazados, como bien se explica en la resolución del relato. Que en este caso el presupuesto de los mismos no dé para más que unos espantajos de atrezo lo justifica el guión: se trata de una puesta en escena para alejar a los intrusos y poner a prueba el valor del joven protagonista Jeff Morgan (Ian Sera), que ha querido partir en busca de aventuras. Algo concedido por su tío, con restricciones, el siempre voluntarioso y solvente Peter Cushing (1913-1994), al que se suman Terence Stamp (1938) y nuestro Paul Naschy (1934-2009), apenas entrevisto.
Una tercera incursión verniana, esta vez bajo los auspicios de Un capitán de quince años (Un capitaine de quinze ans, 1878), la encontramos en Los diablos del mar (Almena Films, 1981), donde un navío que hace el recorrido de Australia a Valparaíso, Chile, se ve zarandeado por unos piratas. Como consecuencia, los chavales que viajan a bordo se ven forzados a abandonar la nave. De nuevo firman el guión Grau y Piquer, al igual que en la siguiente. Tan entretenida como alicorta, estos náufragos de la piratería, todos ellos de distintas nacionalidades, recalan en África. Allí les aguardan algunas aventurillas en nombre del autor francés y cordiales alivios cómicos para menores, con algún inserto a lo Lago Azul a cargo de Ian Sera (-) y Mimí Román (-).
En Mil gritos tiene la noche (Almena Films, 1982) asistimos estupefactos a un ameno batiburrillo adscrito al género slasher, ese que causó estragos (y menudos) en el traspaso de los setenta a los ochenta, y que incluso favorece mi nostalgia. Lo cierto es que Mil gritos tiene la noche fue un éxito de taquilla y público cult, y como solía ser habitual, no es parco en ramalazos de comedia estudiantil. Aquí, el teniente Bracken (Christopher George) se las ve y se las desea investigando los malintencionados crímenes con descuartizamiento de un sujeto que se solaza en el campus de una universidad norteamericana, donde pululan unas mozas de buen ver que siempre se las apañan para quedarse a solas y en cueros frente a la cámara, lo que es decir frente al macarra asesino. Un corta cabezas que, no obstante su dedicación, acabará por rendir cuentas ante Bracker y su ayudante, el sargento Holden (Frank Braña).
Seguimos. Los nuevos extraterrestres (Almena Films, 1983) es una nueva colaboración con Joaquín Grau y el sempiterno Frank Braña (1934-2012), ejerciendo de pérfido Mountain Man (y albricias, este por fin ve aparecer su nombre transcrito en los créditos con la castellana “ñ”). Se trata de una de esas películas donde el espectador casi se veía obligado a completar buena parte de lo que se quería visualizar con su imaginación.
En la copia que yo dispongo, la tonada inicial es la compuesta por Stomu Yamashita (1947) para Tempestad (Tempest, Paul Mazursky, 1982), hasta el punto de que el tema sonoro se repite a lo largo y ancho de la película, en compañía de una sostenida paráfrasis de Librado Pastor (-). Un acompañamiento que, a sí mismo, me recuerda las sintetizadas atmósferas de Michel Huygen (1954). El bienintencionado popurrí no para en barras musicales. Huevos alienígenas, un meteorito y nave invasora provenientes de las tramas marcianas, más una especie de yeti extraterrestre y otro E.T. de narices en miniatura, van a dar a la cabaña de Molly Stevens (Concha Cuetos) y su hijo, el bondadoso chaval Tommy (Óscar Martín). Con la salvedad de que aquí no hay nave a la que regresar.
Los apelativos ingleses estaban al alza, y como también se puso de moda, los personajes pululan por un sugestivo bosque bañado por la luz azulada. Nos queda en el recuerdo la imagen de Tommy y Trompi (el extraterrestre), jugando al Simón (¿un guiño auto referencial?). Y la hégira de unos furtivos para animar el cotarro (más que los propios extraterrestres).
De tal guisa, Los nuevos extraterrestres es tan bienintencionada como flácida, merced a un montaje algo caótico. Claro que las hubo insuperablemente peores, como El Ete y el Oto (Manuel Esteba, 1983).
No he visto Guerra sucia (Almena Films, 1984), enredo de mercenarios y organizaciones paraoficiales, en lo que es un acercamiento al género de acción, así que pasamos a Slugs, muerte viscosa (Slugs, Almena Films-New World, 1987). Escrita por Simón y José Antonio Escrivá, alias Ron Gatman (1952), la estela que se persigue aquí sin desfallecer es la de las películas con bicho, que van, por citar dos ejemplos, de Gusanos asesinos (Squirm, Jeff Lieberman, 1976) a la apreciable Piraña (Piranha, Joe Dante, 1978). Un presupuesto oxigenado dispuesto por Raffaella de Laurentiis (1954) redunda en un mejor acabado. Además, según parece, la historia está basada en la novela de un tal Shawn Hudson (-). Bueno, aquí, el guiño más sonado corresponde a Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979), pero la simpleza en el trazo de los personajes sigue acorralando las tramas, allende los presupuestos.
Me detengo finalmente en La grieta (The Rift, Columbia Pictures, 1989). Película adscrita al género de terror y de submarinos. Considero que es la mejor incursión de Juan Piquer Simón en las procelosas aguas cinematográficas, a falta de completar su filmografía con las películas posteriores. El realizador procura un buen suspense sin apenas salir de la sala de control del batiscafo. Más trabajada y con un atisbo de interacción dramática entre los personajes, La grieta encuentra acomodo en la feliz ocurrencia de una cueva submarina presurizada. Deriva hacia la querencia de Piquer por los monstruos y mutantes. Como ejemplo, está la sala de los embriones, que inevitablemente nos retrotrae al Aliens (Íd., 1986) de James Cameron (1954).
Lee Ermey (1944-2018), el sargento lenguaraz de La chaqueta metálica (Full Metal Jacket, Stanley Kubrick, 1987), se parodia a sí mismo sin perder la compostura, y en el reparto distinguimos al entrañable Luis Lorenzo (1943) haciendo de cocinero. El salto cualitativo del conjunto lo corona la dinámica música de Joel Goldsmith (1957-2012; por algo, hijo del genial compositor Jerry Goldsmith [1929-2004]). Y no he visto más. De todas ellas, continúa siendo Viaje al centro de la Tierra la que atesora un mayor encanto. Al menos, así me lo parece.
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