Al fin he tenido tiempo de releer los relatos de terror en el mar del escritor inglés William Hope Hodgson (1877-1918). Unas creaciones que, como bien señala José María Nebreda (-) en su introducción al volumen recopilatorio de Valdemar, Los mares grises sueñan con mi muerte (Colección Gótica, 2014) destacan por su capacidad para evocar imágenes y ambientes trágicos, sobrenaturales y malsanos, la soledad de sus protagonistas y la insignificancia de sus devenires en la inmensidad de un océano misterioso y desconocido (Introducción). La presente antología incluye además algunos de los poemas escritos por Hodgson, en consonancia con dicho ambiente. Del que no se espantan las explicaciones científicas o el concurso de la lógica. Pero como todo en la vida es, sino dual, sí bifronte, también se solapan las narraciones de raigambre sobrenatural, que escapan a la esfera de lo conocido, situándose fuera del umbral de lo que entendemos por natural.
Buen aficionado a la fotografía e incluso el culturismo, William Hodgson no desentonaría hoy entre la multitud de muchachos que cultivan su cuerpo y muestran afanes artísticos. Se enroló como grumete en el navío Canterbury. Precisamente, los prolegómenos de esta edición lo constituyen, junto a los citados poemas, su personal diario de navegación. Del mismo modo que A través del vórtice de un huracán es el relato realista del tránsito a través de este espectacular fenómeno de la naturaleza.
Pero pronto nos adentramos en los dominios de la ficción. Inauguración que corresponde a Desde el mar sin mareas, cuento donde hace su presentación el gelatinoso y estancado mar de los Sargazos. Situado en la franja central del océano Atlántico (La llamada del amanecer). A la desolación de este entorno se suma la de los propios protagonistas, que han llegado allí por un fatal capricho del destino. La atmósfera de terror la proporciona un paisaje netamente romántico, que se traslada al estado de ánimo de dichos personajes, allende su fisicidad. Con pinceladas casi impresionistas, procede Hodgson a explicarnos -sugestionarnos- acerca de la naturaleza de esta franja de mar, dominada por los temibles sargazos, una variedad de algas marinas que parecen disponer de una vida que trasciende lo vegetal. Algo repugnante y extraño, elusivo y ajeno a lo humano (El misterio del barco hundido).
Con Hodgson, que el océano sea un desierto no es un oxímoron. El mar es la morada de todos los misterios porque es el único lugar que el hombre no puede explorar totalmente (La nave de piedra). Tal vez por ello allí el hombre se transmuta en figuras humanas de apariencia irreal, extraña y nebulosa (El navío silencioso), o queda envuelto en la extraña niebla luminosa que alcanza al Shamraken, un veterano pero no agotado barco por el que ha pasado el tiempo, aunque en él sigue palpitando la vida. Sin duda, uno de los mejores relatos del presente volumen.
Todo este ambiente de misterio no obsta para que prime la acción, que se da apretada mano con los intensos momentos de introspección. Diría que como en una película, solo que expuestos en párrafos en lugar de planos y secuencias. Así sucede en La cosa de las algas, donde la niebla era tan densa que parecía golpearnos. Asimismo, ya en la primera página de Un horror tropical se desata la acción, cuando un ser “de otro mundo” se adueña de la nave. Hodgson es maestro de los epítetos sinestésicos inquietantes. Como ese de un verde enfermizo en El descubrimiento del Graiken, el abismo de luz violeta al que se enfrentan los protagonistas de La noche partida, o ese clamor ronco, terrorífico y fantasmal que surgió debajo de mí (El descubrimiento del Graiken).
Malformaciones que vienen a engrosar los Cuentos del capitán Jat, que cuenta con sus propias aportaciones monstruosas, las mujeres demonio del relato La isla de Ud, y los perros aberrantes y hombres-bestias de La aventura de la Punta de Tierra. Escenario natural en una atmósfera de rituales nativos, donde destaca el “anfiteatro” -o anfibio-teatro- de la primera parte. Un díptico que constituye una paráfrasis aventurera, dislocada y con cierto sabor masoquista en relación a la actitud del capitán hacia el joven Pibby Tawles, muchacho de cabina y marinero de cubierta (algo que bien pudo experimentar Hodgson durante su permanencia en el Canterbury).
Otro de los recursos narrativos más habituales, en lo que al mar se refiere, empleado por distintos autores, es el de la transcripción de un texto hallado en el mar. En este caso, el horripilante testimonio de alguien que está a punto de perecer se da en Más allá de la tormenta, declaración truculenta que es recogida por el joven primer oficial de un barco que navega por la zona, con un trasfondo pavoroso merced a un rescate contra reloj y un ejército de ratas. Son escritos que a veces se valen de los medios más inusitados, como pueda ser un albatros, que porta la comunicación al cuello (El albatros). Un elusivo hilo conductor hilvana estos textos: el infortunio, una especie de lotería macabra que se abate sobre los desconsolados protagonistas, atacados por un destino aciago y anormal, en los pliegues de la realidad. Al fin y al cabo, siempre hay cosas peores que la muerte (Íd.).
El suspense está muy bien dosificado en El misterio del barco inundado, un relato “pirata” donde se opera al contrario de lo habitual en Hodgson: la intriga primero y la acción después, deparando una sensación más espiritual que corpórea. El derelicto del título es remolcado por otro navío.
Atención especial merece Una voz en la noche. En él, una goleta proporciona alimento a una pareja que no se deja ver, y que ha encontrado amparo en una solitaria isla. El joven matrimonio ha sido afectado (y genéticamente alterado) por un hongo desconocido.
Lo mismo podemos decir de La nave abandonada, sostenido por las disquisiciones y recuerdos de un anciano doctor. Este narra unos hechos que le toman la palabra cuando afirma que el ser vivo es tan poderoso que se aferraría a cualquier cosa que le permita desarrollarse, o que la vida es una especie de conciencia que todo lo penetra (aquí emerge la naturaleza más escorpiana del autor, como tendremos ocasión de referir, a través de ese indagar en los profundos secretos del existir). El “alienígena” o “cosa” es otro moho que asimila la forma que invade, cierta monstruosa indefinición lovecraftiana. Una sustancia aletargada que “cobra vida” cuando presiente otros cuerpos. La tensión que se va acumulando gracias a la labor de Hodgson está sostenida por la perplejidad ante lo inconcebible, al inesperado encuentro de entidades grotescamente humanoides, parodias de seres humanos (Demonios en el mar), en relatos gobernados por imágenes muy visuales de terror y acción, como hoy se entiende dentro de los géneros cinematográficos.
Visuales, pero también sensitivos. Como si nos encontráramos a las puertas de un espantoso mundo perdido (El encantamiento del Jarvee). Sin por ello desdeñar las “ciencias mágicas”, como por ejemplo un “pentagrama eléctrico” (Op. Cit.) como parte del instrumental del erudito que investiga, y que aplica métodos científicos en sus investigaciones taumatúrgicas. Así, es este encantamiento del Jarvee un relato de Carnacki, el investigador paranormal creado por Hodgson, tras las huellas del Martin Hesselius de Sheridan LeFanu (1814-1873), el John Silence de Algernon Blackwood (1869-1951), el Jules de Grandin de Seabury Quinn (1899-1969) o el Solomon Kane de Robert E. Howard (1906-1936). Las experiencias de Carnacki fueron publicadas a su vez por Valdemar (Gótica, 2011), pero la presente muestra se incluye en nuestro volumen al hacer referencia al aura extraordinaria y mala fama que envuelve al navío del título.
Lo mismo podemos decir de Los habitantes de la isleta Middle, aquí con colofón abiertamente sobrenatural (en la isla donde ha recalado la embarcación solo habitan espectros). Por no hablar de ese “San Borondón” con posibilidad de albergar oro en La isla de las tibias cruzadas.
Barco fantasma, de Runolite |
Ello no obsta para que existan otros relatos donde se esboza una posible explicación para los acontecimientos “sobrenaturales” (ahora entre comillas), como los que se están dando a bordo de El Dorado, en Viejo Golly. O con la muerte anunciada de un compañero marino por parte de sus supersticiosos compañeros en El salvaje hombre de mar. En efecto, Hodgson hace hincapié en algunos de sus relatos en una de las peores epidemias que él padeció estando en alta mar: la ignorancia cerril. Una plaga de la que, parece mentira, no andamos precisamente escasos en pleno siglo XXI o “era de la comunicación”, fomentada por los “poderes” públicos. Es la muerte de la sensibilidad, de la cultura en definitiva, como ocurre con el protagonista de este relato, que se distingue por saber tocar el violín. Como contrapartida, Hodgson narra el rescate de unos muchachos que van a ser ajusticiados por motivos políticos en una ciudad del Adriático, en plena contienda bélica, por los “éticos” ingleses que comercian por la zona (Piadoso rescate). En esta línea, sobresalen esos otros aspectos de la vida en el mar, como es la brutalidad de algunos oficiales sobre la marinería, caso de El encantamiento del Lady Shannon.
Interesante es, a su vez, Lingotes, por proponer un intríngulis al estilo de los del “cuarto cerrado”, esto es, cercano a lo policiaco (se trata del robo y posterior descubrimiento del oro que transporta un barco a Londres).
Un nuevo misterio que se explica por causas naturales lo encontramos en Los fantasmas del Glen Doon, donde unos falsificadores de moneda se esconden en los entresijos de un navío. Estos son vistos entonces como castillos misteriosos, con sus habitáculos y pasadizos secretos.
El hecho natural de estar varados en medio de un mar infestado de tiburones, junto a la apreciación, o coda extraoficial, por lo oculto (siempre diré que aquella noche flotaba en el aire algo sobrenatural), también se dan la mano en Los tiburones del St. Elmo.
Sketches casi impresionistas, con algún abrazo expresionista (algo así como una escritura entre Turner [1775-1851] y Munch [1863-1944]), se esparcen en los relatos cortos con que concluye el libro, tales como El lanzamiento de la corredera, donde una broma-represalia cuesta la vida a un tripulante, el rescate en alta mar de El hecho real: SOS; una visita “virtual” al puente de mando la noche en que se hundió el Titanic (En el puente) o la pérdida de un timonel mientras se trata de gobernar un barco en plena tormenta (Por sotavento y Hombres de mar).
Pescadores en el mar, de William Turner |
Otro de los mejores relatos es el sorprendente La nave de piedra, donde Hodgson riza el rizo en cuanto a la (inolvidable) explicación racional a los fantásticos hechos. La nave en cuestión es, a su vez, contenedora de otras piedras preciosas. De nuevo por contraste, en el terreno de los sucesos incomprensibles y extraordinarios de una leyenda se sitúa El buque embrujado Pampero.
El presente volumen, que hasta incluye un texto que durante años fue atribuido a Hodgson por su fidelidad de estilo y temática, pero que en realidad es de un tal C.L. (?), La balsa, se completa con un epílogo, a modo de ensayo, a cargo de Jesús Palacios (1964). Bien escrito, aunque a veces se pierde en filigranas simbólicas marítimo-femeninas. Una incursión freudiana divertida pero artificialmente escamosa, liosa y arbitraria, que orilla la sexualidad del autor. Demasiado largo y con frecuencia reiterativo por mor a ese simbolismo tostón, en él se trata de apartar el muy afligido epítome de lo “sobrenatural”, señalando que los terrores marinos de Hodgson son desconocidos para la ciencia pero naturales. Es decir, la perfecta definición de lo sobrenatural. Algo que va más allá de lo que de ordinario percibimos o se manifiesta (lo contrario sería relegar el vocablo a lo imposible). Una actitud un poco infantil pero muy extendida (los ectoplasmas y espíritus quedan confinados, los pobres, al reino de la fantasía).
Por otra parte, la personalidad del autor no era tan poco común. Era estrictamente escorpiana, con todos los matices que ello conlleva. Por ejemplo, es poco probable que Hodgson sintiera disgusto por el medio acuático, como aquí se asevera de forma taxativa, siendo como es un signo de agua; es decir, cuando su modo de ver su propio elemento es intensa y oculta por naturaleza. Su disgusto, en todo caso, se dirige a los malos usos de la marina. En este sentido, Hodgson es un perfecto ejemplo de personalidad zodiacal escorpiana. Y esto se hace evidente en sus relatos así como en su vida.
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