Hay secretos que se enquistan en el corazón. Como decisiones que determina toda una vida. La vida de Francesca Johnson (Meryl Streep) era anodina y estaba atada a las circunstancias familiares. Una ama de casa dedicada a su marido y a sus hijos en una pequeña granja perdida en el condado de Madison. Un cuadro de la situación de muchas mujeres que se dedicaban por entero a la familia hasta perderse a sí mismas. Y en medio de todo ese páramo de vida apacible y fútil, un relámpago, un anhelo, un sueño de cuatro días y una renuncia.
Clint Eastwood (1930) dirigió este melodrama romántico que se alejaba de los papeles rudos que había interpretado y de las películas que había dirigido. Nos transporta a un paisaje rural en el que dos almas solitarias se encuentran y entran en conflicto. Por una parte, Francesca, de quien ya hemos hablado, y por otro, Richard Kincaid (el propio Eastwood lo interpreta), un fotógrafo de la revista National Geographic que visita Madison por un encargo para fotografiar sus puentes. Ambos son personas solitarias, una porque vive ignorada por su familia y en una monotonía constante, como bien nos muestran las escenas de esa vida familiar triste, en que todos comen mientras ella observa, el otro porque va de viaje en viaje, incapaz de crear raíces o de encontrar a qué anclarse. Ha visto el mundo que Francesca desearía ver y ella tiene el calor y la ilusión que él perdió hace demasiado tiempo.
No estamos ante una pasión fogosa e intrépida, que se devora a sí misma por la inexperiencia. En ocasiones, parece que estemos contemplando un duelo en un tablero de ajedrez, donde ambos personajes tratan de leerse y de comprenderse, tanteando una victoria que les podría devorar, y que acaba por devorarles. Tan importantes en estas largas secuencias son las palabras que se dirigen y en las que encontramos sueños rotos, discusiones y desnudos emocionales como los silencios, las miradas y los gestos. La inseguridad de ella que tantea su propia corazón mientras siente un pudor cuasi adolescente. La cortesía de él que se desmorona ante el miedo de perderla por usar la palabra equivocada. Las noches largas junto a la mesa, los cigarros y el alcohol se entrecruzan con el paisaje natural en que deambulan por el día, cuando él aprovecha para cazarla con su cámara al descuido y al posado, mientras ella juega y juguetea con sus sentimientos y con su libertad.
En efecto, Los puentes de Madison (1995) nos permiten apreciar una relación atada por las circunstancias y una pasión medida que poco tiene que ver con el desenfreno adolescente e irracional. No estamos ante un par como Romeo y Julieta que juegan con la muerte por una pasión irrefrenable, sino ante dos personas que se sienten reales y que son capaces de renunciar el uno al otro, aunque eso les condene al dolor y al anhelo de lo que pudo haber sido. De ello versa esa secuencia final, tan dignamente dirigida, en que se emplean los espejos, los gestos e incluso los juegos de luces de carretera y la lluvia para tener al espectador dudando -aunque sea consciente de la resolución- y a los personajes tomando una decisión final tan cruel como dolorosa. Además, no cabe en toda historia ningún sentido de traición o deslealtad, sino dos amores distintos enfrentados, uno casi onírico e ideal, tan pasional como soñado, el otro sacrificado y entregado hasta el final. Cuál fue la decisión acertada quedará para el espectador.
A fin de cuentas, esta historia no es solo un romance, sino también un sentido homenaje a tantas madres que vivieron en silencio el sacrificio de sus vidas y de sus sueños. Incluso cuando no pudieron elegir. A fin de cuentas, hay un relato marco en que los hijos descubren la verdad y se nos invita a descubrir que detrás de nuestros padres también existen personas, personas con sueños, vivencias y anhelos. Y así acaban por comprender el corazón de su madre aún cuando ya les es imposible remediar la soledad en que siempre la tuvieron.
La película se desgrana con delicadeza y gana con la contención de las actuaciones. Después de todo, es una obra de personajes, centrada de forma exclusiva en la manera en que se desarrolla el romance entre Francesca y Richard. Por ello, las actuaciones contenidas y sosegadas de Streep e Eastwood permiten desarrollar ese amor parco de exhibicionismo y explosión, pero que se siente realista y emotivo. Ahí tenemos la última conversación en la cocina, donde ambos se desnudan para mostrar el dolor de lo que está por llegar. Sí, ha habido escenas de cierto erotismo previamente, pero no es lo más abundante ni en lo que se detiene la película. Ni siquiera lo más relevante. El auténtico desnudo está en ese hombre que da la espalda a la mujer que quiere para evitar que le vea llorar, pero que se rompe, que siente, que sufre también... y en esa mujer que duda y duda en una secuencia lluviosa y tensa que nos parece eterna, pero que apenas debieron ser unos segundos.
Los puentes de Madison es sencilla y es lúcida. No tiene aspavientos ni los necesita. Eastwood dirige con certeza, con seguridad y con puntería. Son de esas obras que te encogen el corazón con poco, que se desgrana en secuencias largas a través de silencios, gestos y conversaciones. Y seguramente sea una película que requiera cierto tipo de público, dispuesto a dejarse llevar por un romance tan fugaz como significativo. E incluso ese público tendrá que entender que puede ser injusta, pero que es más real que otras tragedias melodramáticas o que cualquier final feliz.
Escrito por Luis J. del Castillo
Me encantó la peli, pero mucho más el libro. No obstante, cada vez que la veo sufro con esa manilla del coche...
ResponderEliminarEl libro no he tenido oportunidad de leerlo, pero me lo apunto para un futuro. La escena que mencionas es, sin duda, la más dura de la película. Gracias por el comentario, Bettie ;)
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