El ejemplar de Veinte mil leguas de viaje submarino (Vingt mille lieues sous les mers, 1869-1870), ofertado por Alianza (el que dispongo es de 2002, pero habrá ediciones posteriores), se acompaña de un acertado prólogo del traductor y periodista Miguel Salabert (1931), que data de 1978 -con las debidas puntualizaciones posteriores-, y que la editorial ha tenido el buen criterio de ir perpetuando. En él, Salabert puntualiza oportunamente la adscripción de Julio Verne (1828-1905) a la pura literatura, más allá de su carácter como anticipador, circunstancia tan reiterada que ha acabado convirtiéndose en un lastre.
En estas últimas décadas, nuestra percepción de la ciencia ficción se ha visto visiblemente enriquecida, aunque a veces resulte un engorro separar lo bueno de lo intrascendente. Y es que una obra de género puede estar muy bien escrita, como una película muy bien filmada, pese a que la antaño motejada como “literatura de evasión” -concepto que a Ned Land, uno de los protagonistas del libro, sin duda habría hecho bastante gracia-, ha sido por lo general despreciada por los filólogos (ha habido excepciones, como la del filósofo y semiólogo Roland Barthes o nuestro Fernando Savater).
Además, el escritor francés, uno de esos autores felizmente populares, cuyo nombre puede emplearse en francés o español indistintamente, estando impregnado de la atmósfera enciclopedista y positivista -¡en un sentido positivo!, el que conlleva la parte más digna de todo el proceso de la industrialización-, solía, cual Kubrick de las letras, dotar a sus tramas de “verosimilitud”, proponiendo un fértil juego entre la realidad y la imaginación. Su labor con la documentación venía animada por los avances técnicos de su época, en un momento en que, además, estaba cobrando gran importancia el desarrollo de los medios de comunicación (algunos creen que es cosa de hace cuatro días).
En su prólogo, Salabert resalta también la estructura mítica e iniciática del relato de Verne (pg. 13). Nemo (Nadie) es como Odiseo, siendo los aspectos mitológicos una constante en las creaciones del escritor, que de igual forma manifestó en su obra sus conflictos y aspiraciones más íntimas; el hombre que quería ser. De este modo, el capitán Nemo es el personaje que más quintaesencia al autor, aunque los grabados del libro lo muestren con la imagen de su editor, Jules Hetzel (1814-1886), y al profesor Aronnax con los suyos propios.
Ahora bien, esto no priva al capitán del Nautilus de ásperas aristas. En su devenir, Nemo trata de favorecer a los oprimidos sin caer en la cuenta -salvo tal vez al final, debido a la beneficiosa cercanía de Aronnax-, que sus resoluciones resultan igualmente violentas y arbitrarias en su afán por “acabar con la injusticia”, aspecto que incluye a manatís, focas y ballenas en peligro de extinción (XVII, II) (una vez más, una obra que emerge a la actualidad; eso, o es que el hombre permanece inmutable en sus errores).
Junto a estas consideraciones, Julio Verne imprime toda una refrescante catarata de verbos, adjetivos y sustantivos… “la magia sonora de las palabras” (22), participando del estilo e intenciones de otros autores coetáneos o colindantes, como son Hugo, Baudelaire, James McPherson -Ossian-, Byron, Poe, Coleridge, Hoffmann, Novalis, Rimbaud, Lautréamont o Melville.
Además de presentarse originalmente en dos tomos -por ejemplo, en su primera edición española y francesa, por este orden-, Veinte mil leguas de viaje submarino se articula en dos partes. Haciendo un breve resumen, sin tratar de desvelar todo el periplo argumental, la narración se abre con la aparición de un nuevo misterio marítimo en forma de “monstruo”. Esto ocurre en 1866, un año plagado de “avistamientos” y especulaciones, con la genial apreciación del fenómeno en los “países de humor ligero” (cap. I, parte I), en los que el hombre ya no incorpora estos portentos al mito, sino a la chanza.
La acción salta entonces al siguiente año, en el que tres personajes topan con el submarino Nautilus, después de que este arremetiera contra la fragata americana Abraham Lincoln que los transportaba y que ha venido acosando a la criatura de forja. A partir del capítulo segundo (parte I), la narración ya se focaliza en la persona del profesor del Museo de Historia Natural de París, Pierre Aronnax, de cuarenta años. Le acompaña su doméstico de origen flamenco, Conseil, de treinta, completándose el trío con el impulsivo arponero canadiense Ned Land, de cuarenta y ocho años, hombre más vitalista que imaginativo.
Verne compone muy bien a sus personajes principales: Aronnax llega a quedar fascinado por el amplio abanico de estudio que se le ofrece; Conseil, que se ha arrojado al agua tras su señor, muestra una abnegación impertérrita de tono humorístico -en un sentido positivo, nuevamente-, y la impetuosidad de Ned Land, proporciona tanto momentos de valentía a la hora de hacer “causa común” como de tensión. Entre Conseil y Ned Land, se encuentra el profesor Aronnax, aunque nunca dejan de llevarse bien entre ellos.
Podemos destacar la escena en la que, siendo prisioneros en un cuartucho (VIII, I), tratan de hacerse entender en hasta cuatro lenguas distintas, entre ellas el latín, ante los tripulantes del Nautilus: una situación que recuerda la del profesor Lidenbrok en la adaptación cinematográfica de Viaje al centro de la tierra (Voyage au centre de la Terre, 1864), cuando está prisionero en un almacén de plumas. Del mismo modo, señalemos el hecho de que el profesor no pueda conciliar el sueño, a tenor de los acontecimientos, o porque se pasa la noche en vela reflexionando -lo especifica en varias ocasiones-, a diferencia de sus otros dos compañeros. No en vano, ¡se nota a la legua que Verne lo pasa bien escribiendo!
El otro gran personaje, se diría que de toda la obra verniana, es por descontado y como anticipábamos, el capitán del Nautilus, un protagonista cuya presencia se fundamenta muchas veces en su ausencia (XVI, I), y hombre que ha elegido el arte del ser humano como lo único que vale la pena estimar de este (aunque sea un elemento que no redima a la mayoría). Las colecciones que muestra con orgullo a Aronnax son “los únicos lazos que me ligan con la tierra” (XI, I). Poco después, añadirá con acierto que “los maestros no tienen edad”, refiriéndose a músicos, escritores y pintores (XI, I). Y es que hasta un solitario como él aspira a hallar su alma gemela.
Naturalmente, junto a los tesoros que encierra el Nautilus, está el submarino mismo -cuyo nombre remite a una milenaria criatura, que es una suerte de batiscafo vivo-, con toda su avanzada tecnología (XII, XIII; I), lo que incluye información acerca de cómo se fabricó y dónde (un islote, remedo de la Vulcania de la posterior adaptación cinematográfica; XIV, I).
Todo este baño de “verosimilitud” no ahoga al lector, gracias a la prosa de Verne, que si bien resulta a veces prolija en datos y clasificaciones (un ictiólogo ha de sentirse como pez en el agua), acaba por envolver y fascinar al lector curioso -no pienso solo en presente-.
El resto de personajes permanece en un off narrativo, una tripulación “hermética”, de distintas nacionalidades (XIX, I), que parece disponer de un idioma de convención, otro aparte dispuesto para alejarse lo establecido.
Entre los más divertidos diálogos que acontecen a los tres invitados del Nautilus, está la graciosa conversación de Land y Conseil sobre la clasificación de los peces (XV, I).
De igual modo, no podemos dejar de recordar la visita a la Isla de Crespo, con el empleo de las balas eléctricas (XVII, I), o el hecho de que Nemo ayude a Aronnax a resolver el misterio de la desaparición de unos expedicionarios franceses, cuyos buques naufragaron (XIX, I). A estos momentos se suman la visita al “Reino del Coral”, donde se inhuma a un tripulante del Nautilus (y capítulo con que termina la primera parte; XIV), la excursión por el banco de las madreperlas, donde Nemo se enfrenta a un tiburón, salvando a un lugareño de morir ahogado, como si él fuera responsable de lo que sucede bajo el agua (II, III; parte II), la excursión a las ruinas de la Atlántida (IX, II), idea retomada de nuevo en la versión cinematográfica de Viaje al centro de la tierra (Journey to the centre of the Earth, Henry Levin, 1959); la travesía por el Mar Rojo, donde aún no se ha abierto el Canal de Suez (lo haría en 1869), y que incluye un paso hacia el mar Mediterráneo; o la bella la idea de que los grandes esfuerzos de la superficie son ofrecidos generosamente por la naturaleza bajo las aguas, lo que conlleva la ingratitud del hombre por el mar. “El vapor parece haber matado el agradecimiento del corazón de los marinos”, comenta el capitán (IV, II).
Además, Nemo es pionero en marcar peces como forma de investigación; en este caso, para confirmar si existe una vía submarina que comunique el Mediterráneo con el referido y mítico Mar Rojo (V, II).
Por su parte, las reflexiones de Aronnax demuestran que la existencia depende del punto de vista. En efecto, lo que Verne ofrece a sus personajes y al lector es “otro punto de vista”. Los pasajeros del Nautilus son, en este sentido, unos privilegiados, sobre todo teniendo en cuenta que en las eras de gran tecnificación, el conocimiento no está necesariamente próximo, sino flotando en un limbo.
Lo ilustra, por ejemplo, el momento en que el submarino se desliza por el Estrecho de Gibraltar, cuajado de navíos y de vidas truncadas (VII, I). Más adelante, descubrimos de dónde saca Nemo su peculio (mantengamos el suspense); precisamente, en un capítulo en que Aronnax se pregunta por los orígenes del capitán (VIII, II).
En Veinte mil leguas de viaje submarino no es extraño que la belleza se acompañe del peligro. La contemplación de un espectáculo “fascinante” bien puede desembocar en una situación límite, como sucede cuando un iceberg obstruye el paso al Nautilus (XV, II), cuando se cumplen seis meses a bordo. La naturaleza no está exenta de crueldad. Como comenta Nemo, “se puede desafiar a las leyes humanas, pero no se puede resistir a las leyes de la naturaleza”. Durante este incidente, la contemplación ha dado paso a una gran tensión, en la que todos toman parte tratando de liberar al submarino, enfrentándose a la escasez de oxígeno y a la propia congelación de las aguas líquidas que les circundan (XVI, II).
Por supuesto, no podemos dejar de destacar el encuentro con los pulpos gigantes (XVIII, II), uno de los episodios más recordados, debido sobre todo a la adaptación cinematográfica –allí, un calamar gigante-. Cabe que en este episodio, Julio Verne sí esté haciendo ciencia ficción “pura y dura”, de forma consciente. De hecho, la aparición del “monstruo” cefalópodo está trufada de humor, con bromas sobre el tamaño de los pulpos, aunque el desenlace se torne amargo para Nemo, que pierde a un segundo hombre. Además, será Ned quien, devolviéndosele un favor anterior, reciba la ayuda del capitán.
En Veinte mil leguas de viaje submarino confluye el amor por la libertad, que es algo distinto del mero compromiso ideológico –pues implica sumisión u obligatoriedad-. Es cierto que en el caso de Nemo se acompaña de una soledad sopesada, pero para el personaje esa soledad es relativa: en el mar solo se está aislado de seres humanos. Su problema es que, en su obstinación, su humanitarismo se ha acabado asemejando a esas “flores sin alma” que Aronnax y Conseil descubren en una cueva sumergida (X, II).
Escrito por Javier Comino Aguilera
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