El tren de las 3:10 a Yuma y otros relatos del Oeste, de Elmore Leonard, adaptación de Delmer Daves y Río sin retorno, de Otto Preminger

25 agosto, 2020

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Elmore Leonard (1925-2013) es conocido por su labor como novelista y guionista dentro del género negro, con adaptaciones tan interesantes y entretenidas como Mr. Majestyk (Íd., Richard Fleischer, 1974), Jugar duro (Stick, Burt Reynolds, 1985), 52, vive o muere (52 Pick Up, John Frankenheimer, 1986) y la muy apreciable Embajador en Oriente Medio (The Ambassador, J. Lee Thompson, 1984). La editorial Valdemar, en su colección Frontera, ha hecho que también lo sea por su contribución al western, por fin en español. Una aportación de la que podemos entresacar su predilección por los avatares e idiosincrasia del pueblo apache, el uso de una acción continuada, y la expresión de una narrativa estructurada en torno a las encrucijadas morales, como si los personajes deambularan por una zona donde la ley aún está por establecer, o si ha sido establecida, donde queda al arbitrio de quienes la detentan o se ven sometidos a sus vaivenes.

El volumen que hoy vamos a comentar lleva por título El tren de las tres y diez a Yuma y otros relatos del oeste (Valdemar Frontera, 2016). Ya en el primero de los relatos que lo componen, El rastro de los apaches (Trail of the Apache, 1951), advertimos dos de las principales características que nos van a acompañar a lo largo del recorrido. Me refiero, en primer lugar, a la relación entre un hombre joven y otro adulto, el principiante y el experimentado. Aquí, se trata de Eric Travisin, el mejor veterano de las guerras apaches en el territorio de Arizona, donde la población étnica ha sido desplazada, ocupando un espacio agreste y árido. En dos pinceladas, una física y otra psicológica, en la que es la segunda característica de la escritura de Leonard, describe el autor a sus protagonistas. Travisin es hombre de cara tallada a cuchillo y sin ninguna expresión, aunque cada procesión va por dentro. Añadiendo, en el aspecto psicológico y diferencial, que se le habían olvidado los ascensos.

La relación se establece con un oficial novato que llega destinado a un delicado –lo son todos- puesto de frontera. La descripción de la orografía durante la subsiguiente partida de búsqueda es, así mismo, notable. También en este primer ejemplo asistimos a un espléndido dominio del diálogo por parte de Leonard. Tercera característica, por la que sus conversaciones son escuetas –que no simplonas, otorgan todo cuanto callan- y certeras como flechas; más elaboradas que un simple disparo.

La relación con los autóctonos prosigue en Medicina apache (Apache Medicine, 1952), en el que se produce el deceso del hijo de un jefe guerrero. Un asesinato que parece que va a ser achacado a otros…

Como rasgo tipográfico, advierto que el empleo del signo * procura una división que bien podría ser el equivalente a los planos cinematográficos.

A continuación, una nueva correspondencia se dibuja en Nunca ves a los apaches (You Never See Apaches, 1952). El guía Angsman acompaña al joven oficial Billy Guay (sic), que es más bien su reverso, pues el chico y otro acompañante alférez, acaban por mancillar a una joven india. No sin consecuencias, claro está. Así, presenciamos una nueva relación entre veterano y discípulo, pero sin pretenderlo ambos integrantes, circunstancias obligan. En consecuencia, la madurez es contemplada como un proceso doloroso pero, a la larga, salvífico (anímica y físicamente). Para solaz del lector, Elmore Leonard deja un reguero de suspense que se puede seguir en cada uno de los relatos, apuntalándolos. Algo que trasladaría a sus narraciones policiacas.

Elmore Leonard
Seguidamente, tomamos parte de una patrulla liderada por el rastreador chiricaua Sinsonte Apache, el joven teniente Gordon Towner y el guía civil Matt Cline. En un lugar donde podías morir sin llegar siquiera a ver lo que te había matado. Su encuentro con una partida apache tiene los visos de un acercamiento a seres distintos de nuestro planeta. Esto sucede en Infierno en el Cañón del Diablo (Red Hell Hits Canyon Diablo, 1952). El choque cultural se dirime en singular duelo alcohólico, como forma inevitable de predisponerse ante el destino.

Singular y divertido es La mujer del coronel (The Colonel’s Wife, 1952), donde a un apache muy buscado, que acaba de asaltar una diligencia, la operación le sale rana al dar con la inesperada horma de su zapato o sandalia. No le anda a la zaga La ley de los perseguidos (Law of the Hunted Ones, 1952), que incide en una nueva relación “paterno-filial” entre los vaqueros Virgil Patnam y el joven David Fallis. Ambos personajes topan con el evadido Lem de Sana, que viaja reteniendo a una mujer joven. Pese a producirse un encontronazo con armas de fuego, el muchacho sabe salir victorioso.

Es sugestivo constatar cómo en Botas de caballería (Cavalry Boots, 1952) se emplea el recurso narrativo de la crónica de una batalla, de la que se asegura que se va a relatar la verdad. Concluye uno de los personajes que el orgullo de un regimiento es algo extraño, un comentario que nos retrotrae a la estimable adaptación de Barry England (1932-1009) Culpable sin rostro (Conduct Unbecoming, 1975), ofrecida por Michael Anderson (1920-2018).

Como podemos observar, el enfrentamiento es continuo en las obras de Elmore Leonard, ya sea directo o solapado. Como si dos personas o razas -ideologías- de una misma especie, estuvieran destinadas a combatir, condenadas a no poder vivir en paz en un mismo territorio. Así sucede con el referencial El tren de las tres y diez (Three-Ten to Yuma, 1953), del que en seguida ahondaremos en su adaptación cinematográfica, y donde el ayudante de alguacil Scallen y el miembro de una banda de forajidos, Jim Kidd, se enfrentan en un duelo tanto físico como verbal. En este espléndido relato destaca la acertada introspección psicológica y el buen ritmo narrativo, dos de las características que señalamos al principio. En apenas veinte páginas desfila la vida de estos personajes no tan antagónicos.

A Trusted Companion, de Marg Maggiori
Una nueva crónica, esta vez con aire de leyenda, nos es propuesta en Bajo la repisa del fraile (Under the Friar’s Ledge, 1953), donde los variopintos -más de carácter que de aspecto- protagonistas, parten a la búsqueda de una mina de oro en Sierra Madre, entre México y Estados Unidos, procurando, eso sí, un final algo menos dramático que el de la película de John Huston (1906-1987). Una circunstancia que se traslada a Los cuatreros (The Rustlers, 1953), relato donde se impide el injusto ahorcamiento de quienes han robado ganado.

En La gran cacería (The Big Hunt, 1953), un chico y un hombre mayor cazan bisontes para vender las pieles. Son asaltados y malheridos, pero el chaval emprende la correspondiente búsqueda y se las apaña (de una forma muy ingeniosa que no desvelaré) para recuperar la mercancía y escarmentar a los ladrones.

La larga noche (Long Night, 1953) es una narración en la que un matrimonio recibe la inoportuna visita de dos hombres, uno de ellos herido de bala. Se da la circunstancia de que el otro salvó la vida del marido tiempo atrás, con lo que el conflicto ético está bien definido.

Con frecuencia, Elmore Leonard practica un tipo de escritura diría que “impresionista”: la mayoría de las veces no somos conscientes de las motivaciones de los personajes o del intríngulis argumental hasta bien avanzado el relato, porque este comienza con impresiones y fragmentos cercenados de un todo, que se va aclarando conforme nos adentramos en el discurrir del núcleo de la trama. Sirva como ejemplo expuesto El chico que sonreía (The Boy Who Smiled, 1953), en torno a un resarcimiento y defensa de la justicia. Un joven sheriff ejecuta a un familiar, que se ha tomado la justicia por su mano, para hacer cumplir la ley. 

Especialmente memorable es A la brava (The Hard Way, 1953), penúltimo relato del volumen, donde otro joven sheriff aprende el valor de la resolución personal, en un mundo donde la justicia “legal” no está separada del poder abusivo de unos pocos.

Finalmente, El último tiro (The Last Shot, 1953) es un relato con trasfondo de la Guerra Civil (1861-1865), donde el personaje protagonista a punto está de liquidar a un soldado de la Unión, cuando resulta que la guerra ya había acabado, apenas unas horas antes.

Tras la lectura del claustrofóbico relato original, el inicio de la adaptación acometida por Delmer Daves (1904-1977) en El tren de las 3:10 (3:10 to Yuma, Columbia Pictures, 1957), nos hace pensar en un aireamiento de la trama antes de proceder con el encierro a que se ven sometidos los dos principales protagonistas. Pero en seguida comprobamos que esto no es exactamente así. En efecto, unos créditos sobreimpresionados en exteriores nos muestran el paisaje desolado de una superficie calcinada, sobre la que se desliza una diligencia en lontananza. Como si esta representara un destino inalcanzable que, pese a todo, se va aproximando de forma inexorable.

Es, como digo, una posible imagen simbólica, que pronto va a dar con los pies en la tierra, pues la diligencia es interceptada por los hombres liderados por Ben Wade (Glenn Ford). De este modo, asistimos a la puesta en escena de un delito que en el relato original tan solo nos es narrado en retrospectiva. Lo hacen, primeramente, sin disparar un solo tiro: pasajeros y forajidos se entienden con los gestos y la mirada. Por desgracia, durante el desarrollo del atraco, pues de eso se trata, se producen dos muertes.

La adaptación muestra algunas sagaces diferencias respecto al texto escrito, pero para nada lo desvirtúan, sino que abundan en su esencia. En este sentido, Dan Evans (Van Heflin) es un sencillo ganadero que se ve en la tesitura de verse convertido en ayudante del sheriff por necesidades del azar. Ha sido testigo del robo. Además, se hacen patentes las dificultades por las que atraviesa su familia. De hecho, necesita un préstamo para poder seguir sosteniendo su ganado.


Eso sí, al igual que en la narración de Leonard, Dan se ve en la encrucijada de tener algo que demostrar ante sí. En la película, también ante su familia: su esposa Alice (Leora Dana) y sus hijos Matthew (Barry Curtis) y Mark (Jerry Hartleben).

El caso es que uno tiene una familia y el otro una banda, pero se insiste en que ambos se pueden manejar sin ayuda de nadie. A ambos también se les nota hastiados, cansados. Incluso le sucede a Alice, aunque este trío sabrá sacar fuerzas de flaqueza y ver renacer sus marchitas esperanzas, cada uno en lo suyo.

El escenario de la reclusión, antes de la llegada del tren que trasladará al prisionero a la prisión de Yuma, será primeramente la vivienda de Dan. Luego, se localiza en el hotel que es referido en el cuento (una idea que se retiene en otra magnífica película, El último tren de Gun Hill [Last Train from Gun Hill, John Sturges, 1958]). Esta prolongación sirve a Daves y su guionista Halsted Welles (1906-1990) para señalar la atracción que ejerce Wade sobre el núcleo familiar del ganadero, sobre todo en los niños. De alguna manera, Ben Wade representa la poética del forajido o, mejor dicho, del fuera de la ley. A su vez, Ben sabe ser cortés y atesora sus propios recuerdos, disponiendo de un poso sensible y bien intencionado. Llegados a la población de Contention, donde tiene su parada el tren, sí aguardan Dan y Ben en una habitación de hotel, como queda dicho. Aquí es donde arranca el relato original, que recapitula en unas pocas líneas todo lo demás. El guión de Halsted Welles es, en este sentido, muy habilidoso, y profundiza en las implicaciones morales. En este último escenario se encuentra la estación, donde tiene lugar el enfrentamiento final entre Dan, su prisionero y la banda de Ben. La película incorpora, así mismo, otros personajes de soporte bien dibujados, como el patrón de la línea de diligencias, el señor Butterfield (el eficaz Robert Emhardt), o el borrachín Alex Potter (Henry Jones), otro ayudante legal imprevisto. El duelo a dos del libro se expande aquí mostrando más ramificaciones, pero al final se dirime entre los dos principales protagonistas de igual modo. De ello da cuenta el brillante segmento final, camino a la estación de ferrocarril. Un recorrido bien punteado por la estupenda música de ese gran profesional de la Columbia que fue George Duning (1908-2000), incluida la tradicional balada con que se abre la película, a cargo de Frankie Laine (1913-2007). La labor de Delmer Daves es excelente a lo largo de toda la puesta en escena. A retener la atractiva imagen en picado de la taberna donde Ben inicia -y culmina- un idilio pasajero con la tabernera Emmy (Felicia Farr). 

Completamos nuestro análisis trayendo a colación otro buen título de aquel periodo, Río sin retorno (River of No Return, Twentieth Century Fox, 1954), dirigida por Otto Preminger (1905-1986). Es ajena a Elmore Leonard, pero comparte su fisicidad y disyuntiva en cuanto a la exposición de la compleja integridad humana. Como buen narrador que es, nada más comenzar la película, Preminger se vale de un solo plano panorámico para hacernos saber que el personaje interpretado por Robert Mitchum (1917-1997) es leñador y que habita en un paraje donde el río, al fondo del encuadre, va a ser un elemento determinante. Hay varios de estos desplazamientos a lo largo de la película. Como cuando Matt Calder, que así se llama el personaje, llega a la población más cercana de noche, o durante la presentación de su hijo Mark (Tommy Rettig, al que muchos recordarán como el chico de Los cinco mil dedos del doctor T. [The 5000 Fingers of Dc. T., Roy Rowland, 1953]), en su incursión a una cantina donde oye cantar a Kay Weston (Marilyn Monroe).

Frente a todos estos proyectos vitales, Matt asegura que yo quiero volver a empezar trabajando la tierra. Elemento simbólico por antonomasia que, más que enfrentarse, se ha de ver complementado con el de agua, más evanescente y sutil. Como formando parte de ambos, Premigner planifica una encantadora conversación de Kay con el chico en la cabaña, que se prolonga a la vera del río después.

El caso es que Matt es despojado de su rifle (elemento de fuego), e impelido a un viaje en el que, junto a Kay y Mark, están expuestos a las inclemencias del ser humano tanto como de la naturaleza. Un conflicto moral (con una particular muerte a las espaldas), que conlleva una redención espiritual en un entorno físico abrupto, escarpado; dificultoso aunque bello, traicionero e imponente. Como muy bien sabe transmitir la fotografía de Joseph LaShelle (1900-1989), que ilustra los avatares descritos por Frank Fenton (1903-1971), en torno a una historia de Louis Lantz (1913-1987).


El reposo y conocimiento de los protagonistas (el elemento aire, es decir, relativo a la comunicación), lo plasma Premigner a lo largo de distintos jalones. Una serie de estaciones de penitencia. Por ejemplo, sobre la balsa que los transporta o en el interior de una cueva donde se detienen a pasar la noche. Ejemplo de ese arduo recorrido lo tenemos en el hecho de que Kay no significa nada para Matt en un principio, quizá porque viene rebotado de una mala experiencia con una partenaire similar. Hasta el punto de intentar abusar de Kay. Pero los malos de la función son los rastreros Sam Benson (Douglas Spencer), Dave Colby (Murvyn Vye) y el novio de Kay, Harry Weston (Rory Calhoum), por el que se han visto en tan extremada situación.

Antes de que sus vidas desemboquen en el mar de la unificación, los protagonistas habrán de dilucidar acerca de lo que les ha llevado hasta allí. Resulta difícil que los sentimientos emerjan en un escenario así. La fluidez del río parece la ruta más aconsejable para evitar un enfrentamiento directo con los indios. Pero quedan los enfrentamientos indirectos. Esos con los que tenemos que aprender a vivir todos.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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