Siempre que
leo una reseña sobre una película española de corte clásico, en determinada
página digital, de evidente tendencia adoctrinadora, me encuentro con los mismos
comentarios. La película consigue sortear
la censura de la época, presenta una crítica mordaz a la sociedad española de
aquel momento, o se adelantó a su
tiempo. Tales lugares comunes forman ya parte de todo un encabezamiento genérico.
No solo es esto. Se da a entender que, si por algo brilla la tal película, u
obra de cualquier otra índole, es por las antedichas razones, principalmente.
Lo mismo sucede con los alicortos documentales de nacionalidad española –o
estadounidense- en un alarmante número de casos. Si algo valida, a ojos sectarios
vista, el rescate de determinadas figuras del mundo de la ciencia y la cultura
de nuestro pasado, más o menos inmediato, es, en primer lugar, porque
pertenecieron al bando “X”, o se supieron zafar del “Y” (aunque los pobrecillos
hubieron de permanecer en España en los aciagos días pretéritos, en realidad,
lo hicieron estando en contra del régimen). A partir de ahí, vienen los demás
logros. El espectador comme il faut
ya puede respirar tranquilo. El glosado pertenece al bando de los políticamente
correctos. Solo tuvo mala suerte, o se equivocó de forma de pensar.
Mi
interpretación como crítico cinematográfico, de amplio bagaje y años a cuestas,
es otra. O la censura, dañina, ridícula, fatua…, era tan despistada como para
colarles todo siempre, o el clima social no era cómo nos lo están contando
ahora. No existe adelanto taumatúrgico en el tiempo, sino adecuación a él y
posturas visionarias; y tampoco la sociedad sometida a perpetua crítica (parece
ser), estaba conformada únicamente por mojigatos, represaliados y reprimidos,
envueltos en una sempiterna atmósfera de gris tristeza.
A mí me
pasa cada vez que tratan de explicarme lo que fue la década de los ochenta (me
hacen más joven de lo que soy). Resulta procaz el infortunio de lugares comunes
y risible la retahíla de tópicos con que encadenan sus argumentos quienes no
han vivido esta época y pretenden que solo existe libertad en los tiempos presentes
(es justo al revés).
Sin
embargo, admito que es muy divertido oírlos.
En efecto,
conviene no confundir libertad con sometimiento a la corrección política y otro
tipo de cancelaciones. En cuanto a épocas pasadas, no dejo de asombrarme del
nivel de calidad y, en algunos casos, relativa libertad, a la hora de
desenvolverse en los distintos medios audiovisuales y escritos. A las pruebas
me remito. No creo que sucediera lo mismo en la Unión Soviética (pasada y
presente), y sus adláteres (China, Venezuela, Cuba, y un triste y cada vez más
largo etcétera). En cada etapa coexisten distintos ritmos más o menos
acompasados, que muestran el genio, el talento, de algunos coetáneos, con las miras
puestas en el futuro, pero para nada ajenos a las mirillas de la sociedad que
los sensibiliza y determina, se sientan o no acogidos por ella (en mi caso, y
dicho sea con total modestia, detesto la época anti humanista, subsidiariamente
maniatada, y anestesiada tecnológicamente, que estamos atravesando).
Pero en
esto, como en todo, es determinante el factor de la información, de la
inmersión en la cultura, donde adquieren especial carta de naturaleza los
libros y otras artes como el cine clásico (el más moderno), en una época en la
que –ya lo he referido en otras ocasiones- existen más escritores que lectores,
en papel o digital.
Y ahora,
desembaracémonos de los antedichos prejuicios inscritos en letra sagrada de
internet y vayamos al lío.
Atraco a las tres (Hesperia
Films, 1962) es una de las mejores y más
memorables comedias del cine español. Porque hubo un tiempo donde existió lo
más parecido a una industria del cine en España, con sus estudios, canales de
distribución y profesionales contratados, en lugar del saqueo exclusivista por
vía de la subvención, inevitablemente ideologizada. Estas comienzan siendo las
mejores “armas” de Atraco a las tres.
La película, realizada por un buen perito, tanto en cine como en televisión,
José María Forqué (1923-1995), comienza con una acción paralela, que va
alternando las imágenes de los principales protagonistas, disponiéndose a ir al
trabajo. En concreto, al banco que responde al irónico título, sonoro pero poco
eufónico, de Banco de los Previsores del
Mañana. Con una excepción. Fernando Galindo (José Luis López Vázquez), que se
ha quedado a dormir en la oficina con el animoso objetivo de hacer cuadrar un
saldo. Tantos desvelos no se van a ver recompensados, en principio.
Sus
compañeros de estrecheces son el conserje Martínez (Casto Sendra, Cassen), la resuelta Enriqueta (Gracita
Morales), el aguerrido Benítez (Manuel Aleixandre), el pusilánime Castrillo
(Alfredo Landa), el obstinado Cordero (Agustín González), y finalmente, en un
ámbito no sé si más desahogado, pero sí más pelotero y beatífico, está don
Prudencio Delgado (Manuel Díaz González). Aspirante -y conspirante- a ocupar el
puesto del director de la sucursal, el bienhallado don Felipe (siempre
sensacional José Orjas). Entre los clientes más asiduos, la vaquera y futura candidata
a lograr un piso en propiedad, doña Vicenta (la entrañable Rafaela Aparicio). Y
en fin, el señor director general (José María Caffarel), de visitas “muy
señaladas”, y demiurgo que cada vez que sube y baja por las escaleras de la entidad,
descoloca el sensible organigrama, provocando la desazón que procura todo jefe incapaz
de hacerse querer. Ante la falta de humanidad de don Prudencio y del señor
director general, don Felipe se muestra comprensivo, sin dejar por ello de ser honesto
y eficaz.
Claro que todo
esto sucedía antes de que los políticos de ese signo que determina quién y qué
está legitimado moralmente, desde su voceada posición de superioridad, asaltaran
y se incrustaran en los consejos de administración de los bancos y Cajas de
Ahorro, dando al traste con la ejemplar función de estos organismos.
Será por
eso que, salvando las distancias que se quieran, Atraco a las tres elige la vía más sensata, la del humor, para
proporcionar la debida mascarilla de oxígeno a los corales protagonistas, en la
línea de otros títulos hispánicos como Le
llamaban la Madrina (Mariano Ozores, 1973) o Todos al suelo (Mariano Ozores, 1982). Hubo otros atracos más
serios, pero menos productivos (incluso cinematográficamente).
El caso es
que el abnegado Fernando Galindo ha decidido dejar de serlo. Son las suyas,
horas -incluidas las extras- escuálidamente remuneradas. Sin hablar del hastío
administrativo y personal que provoca don Prudencio. Y ya se ha hartado. Tras
conocer la noticia del retiro forzoso –una prejubilación con la mitad del
sueldo- a la que ha sido sometido don Felipe, se las apaña para dar rienda
suelta a su plan de hacerse con el dinero que, en lontananza, va a ser
depositado en la sucursal. En resumidas cuentas, dar un golpe.
Lo tengo estudiado hasta científicamente,
declara Galindo. Sus compañeros se suman a este proyecto para mayores con
reparos (los de Castrillo principalmente), con aventurera disposición, haciéndose
la cuenta de la lechera, en un
ambiente de juvenil inconsciencia.
Mientras el
plan se fragua, a trancas y barrancas,
Galindo entra en contacto con una clienta muy especial, la cantante y
cabaretera Katia Durán, nombre artístico de Matilde Gómez Smith (Katia Loritz),
que ejerce sus habilidades en el York Club, también sito en la capital. Katia
se muestra interesada por Galindo, pero solo en el aspecto “profesional”. En
realidad, está en relaciones con el facineroso Tony (Alberco Berco). Pobre
señor Galindo, desafortunado en el juego y en amores.
No es la
única relación con desavenencias. Cordero está casado, o a punto de estarlo, con
una chica joven y casquivana, Lolita (Paula Martell), que cada vez aparece con
un “jefe” distinto, montada en un coche igual de camaleónico.
El sentido
del humor nutre y ennoblece el guión de Pedro Masó (1927-2008) y el guionista y
periodista Vicente Coello (1915-2006). Pero de una forma popular, nunca vulgar.
Galindo vive en el 13. Para más inri,
el día trece llegan los veinte millones anhelados al banco. Todos creen, como
una anterior ministra, que el dinero no es de nadie, y que los depositarios de
los cuartos no se van a ver perjudicados.
Mientras los atribulados empleados del banco aguardan la llegada salvífica del Día D, acontece la toma de posesión de
don Prudencio como nuevo director de la sucursal.
Nada más digno
y subversivo que la aspiración de querer vivir a lo grande, en un espacio y
tiempo donde la televisión era un artículo de lujo que aún andaba
introduciéndose en los hogares españoles, pocos se podían dar el privilegio de
medrar tomando la política como coartada, y los cines de barrio constituían una
de las principales distracciones. En uno de ellos se proyecta El robo del siglo (Operation Amsterdam, Michael McCarthy, 1959).
El humor se
traslada a otras escenas arquetípicas del género, como son la planificación del
atraco, o la imagen de los implicados anotando lo que desean obtener tras el
decomiso, en un remedo de Bienvenido
Míster Marshall (Luis García Berlanga,
1952), o como si estuvieran escribiendo la Carta de los Reyes Magos. Sobresale
por parte de José María Forqué, la estudiada –y psicológica- coreografía entre
los distintos personajes dentro del encuadre. En escenarios arrabaleros muy
bien seleccionados –o dispuestos en el estudio-. La casa de Galindo da paso a
un garaje o chatarrería abandonada. Como imagen icónica, no exenta de ese humor
y caracterización psicológica, contemplamos a Cordero leyendo el diario Pueblo, mientras aguarda a Lolita en la calle.
Pueblo fue una publicación de la que
recientemente se ha elaborado un magnífico ensayo histórico y memorístico por
parte de Jesús Fernández Úbeda (1989), Nido
de piratas, la fascinante historia del diario Pueblo, 1965-1984 (Debate,
2023; el diario se fundó en junio de 1940, estando en la época de la película
bajo la dirección de Emilio Romero [1917-2003]).
Y llega el
día del atraco. Se produce la transferencia de veinte millones. Por el
socorrido sistema de trasladar la pasta
en unas gruesas bolsas de tela (marinera).
¿Logrará el elenco convertirse, como proponía Pedro Lazaga (1918-1979) en su película homónima, en verdaderos aprendices de
malo?
Pedro Masó,
realizador de series tan afortunadas como Anillos
de oro (RTVE, 1983) y Segunda enseñanza
(RTVE, 1986), también fue el productor de la
película. Con Coello participó en otros guiones, como Tres de la Cruz Roja (Fernando Palacios, 1963), y la excelente comedia
dramática ¿Qué hacemos con los hijos? (Pedro Lazaga, 1967).
La música de
corte jazzista fue obra del compositor y arreglista argentino Adolfo Waitzman
(1932-1998), afincado en España. La fotografía corrió a cargo de otro gran
profesional, con un currículum impresionante (señores, teníamos entonces técnicos
de altísimo nivel), Alejandro Ulloa (1926-2004). Dando muestra de su competente
versatilidad, citemos algunos títulos como Goliat
contra los gigantes (Goliat contro i
giganti, Guido Malatesta, 1961), Las
chicas de la Cruz Roja (Rafael J. Salvia, 1963), Horror (Alberto de Martino, 1963), Tuset Street (Jorge Grau & Luis Marquina, 1968), Pánico en el Transiveriano (Eugenio Martín,
1972), ¿Qué nos importa la revolución?
(Che c’entriamo noi con la rivoluzione?,
Sergio Corbucci, 1972), Tarots (José
María Forqué, 1973), No es nada mamá,
solo un juego (José María Forqué, 1974), El carnaval de las bestias (Paul Naschy, 1980), o la disparatada y
efectiva comedia El hijo del cura
(Mariano Ozores, 1982). Además de las dos series anteriormente citadas.
Escrito por Javier Comino Aguilera
Anotadisimo!!! Gracias me gusta la novedad del titulo que has traido y la reseña completa.
ResponderEliminarSaludosbuhos, me gusta mucho el cine español.
Desde Argentina.
Gracias por tu comentario. Un enorme abrazo para Argentina, para que recupere la plena libertad (precisamente ahora ando leyendo a un compatriota tuyo, del que deseo elaborar un artículo hace tiempo). Y a disfrutar de la película, que es estupenda.
Eliminar