Esta noche hay luna llena. Lo he comprobado. Se trata de un momento mágico muy especial recogido y celebrado por algunas tradiciones. De ordinario, la luna representa nuestra sensibilidad, la capacidad de advertir aquello que no se ve. Arroja luz a la oscuridad, nos refuerza. Yendo un poco más lejos, la luna llena hace aflorar la intuición, la receptividad, la capacidad de percibir aquello que está oculto. Proporciona un mayor espacio de apertura de nuestra consciencia hacia lo obviado y recóndito que nos anima.
Se ha montado una operación de reality en torno a la búsqueda de un astuto criminal por parte de la cadena televisiva donde trabaja la presentadora de telediario Karen White (Dee Wallace). La policía está informada y presta su cobertura. El objetivo de este despliegue “mantenido en la sombra” es dar caza al sospechoso Eddie Quist (Robert Picardo), que tan solo desea comunicarse con Karen. Lo que comienza siendo una trama con apariencia policiaca da un giro sorprendente y deriva en un inquietante y macabro cuento de género (de terror). Eddie no es lo que aparenta, aunque no deja de ser un asesino.
Una primera toma de contacto se establece en una cabina de teléfonos. Tras una breve conversación con Eddie, la pista del paradero de este “perturbado” conduce a Karen a otra cabina, esta vez, la de una tienda de artículos eróticos y pornográficos (un sex-shop).
Ahora brinco un poco hacia delante. Tras dicho encuentro, Karen no se haya en condiciones de retomar su trabajo. El psiquiatra mediático George Waggner (estupendo Patrick Macnee) le recomienda que acuda a una colonia de reposo junto al mar, en pleno bosque. Karen acepta la propuesta y se dirige allí en compañía de su esposo William ‘Bill’ Neill (Christopher Stone).
En lugar de irse disipando, el shock post traumático de Karen persiste con nuevas y perturbadoras llamadas de atención. La terapia de grupo parece aliviarla por momentos, pero sigue siendo presa de una gran inquietud. Hasta el punto de verse en la necesidad de requerir la compañía de su amiga Terry Fisher (Belinda Balaski).
En esta colonia se da cita un variopinto grupo de pacientes al aire libre, de aspecto afable, tratados por el doctor Waggner. Allí se vuelve a estar en contacto con la naturaleza, en toda su extensión. El trauma de Karen parece provenir del desvelamiento de la imagen real -y oculta- de Eddie, durante su encuentro vis a vis (aunque en un primer momento Eddie prefiere mantener su fisonomía en la sombra). Una circunstancia que tampoco le es mostrada al espectador, tan solo a Karen, pero que se hará evidente, plenamente físico a todos, en una secuencia posterior que con justicia ha pasado a engrosar los mejores momentos de las películas de terror y ciencia ficción.
Dentro de este apartado de apariencias que se nos desvelan, que saltan a la vista del que deja de ser un iniciado, se cuenta la intención del doctor de averiguar cuál es la información que atormenta a Karen. Esta tan solo recibe esporádicos flashes; no tiene conciencia clara de lo que sucedió en el interior de la cabina del sex shop.
Los personajes se ven sometidos a un proceso que va de la ciudad al campo, y luego, de vuelta a la ciudad (en este caso, Los Ángeles, pero tanto da). La sensación de estar en plena campiña o plena urbe es algo a lo que contribuye la fotografía de John Hora (1940) y la música de ese excelente compositor que ha sido siempre Pino Donaggio (1941). Por eso, no es de extrañar que el cambio físico que se opera en Bill, el marido de Karen, también conlleve una mutación psicológica. Entre medias está la investigación paralela que llevan a cabo Terry y su novio Christopher (Dennis Dugan), mientras Karen se encuentra bailando con lobos sin comerlo ni beberlo. La transformación asombrosa de Eddie Quist es la terrorífica materialización del ataque que sufre Terry en la cabaña del bosque, que se suma a la postrera metamorfosis de Karen, llevando la llamada de lo salvaje a todos los hogares norteamericanos a través de los medios de comunicación.
Como el lector más despierto habrá podido advertir, el relato cinematográfico está cuajado de “guiños” al género. Comenzando por el propio nombre del médico psiquiatra George Waggner (el realizador de El hombre lobo [The Wolf Man, 1941]), lo que incluye el apelativo de otros personajes de la trama, como Erle C. Kenton (1896-1980), Sam Newfield (1899-1964, interpretado por Slim Pickens), o los ya mencionados apellidos [Terence] Fisher (1904-1980) y [Roy] William Neill (1887-1946).
A esto se añade la inclusión de secundarios del calibre emocional de Dick Miller (1928-2019), en el papel del librero de un establecimiento ocultista, Kenneth Tobey (1917-2002) como veterano agente de la policía, Kevin McCarthy (1914-2010), encarnando a un fatuo presentador y director de programas de la cadena de televisión, bajo el nada casual nombre de Fred Francis (1917-2007), y el valedor de tantísima gente Roger Corman (1926), que aguarda pacientemente su turno en una calle para poder hablar por teléfono. Aspectos muy queridos por el realizador y también editor de la película Joe Dante (1946).
Lo que ha de resultar difícil, colijo yo, es convivir con los humanos. Pero bromas aparte, el resultado final de Aullidos (The Howling, AVCO Embassy-Universal, 1980, estrenada al año siguiente), escrita por el estimable John Sayles (1950) -que además interpreta al empleado de una morgue- y Terence H. Winkles (-), en torno a una novela de un tal Gary Brandner (1930-2013) de la que, al parecer, los guionistas hicieron mangas y capirotes, incide en el hecho del zarpazo que la realidad de lo fantástico -lo inesperado- depara a veces al orden de lo establecido, al interior de nuestra vida ordinaria.
No puedes domesticar lo que tiene que ser salvaje, le comenta el viejo Earl (John Carradine) al doctor Waggner. Este aún creía posible la adaptación a la sociedad, el entendimiento entre dos esferas que parecen destinadas a coexistir, pero no a convivir en armonía. Cuando el testimonio de Karen sale a la luz en la era de los efectos especiales (¡excelente labor meta-cinematográfica de Rob Bottin [1959] y Rick Baker [1950]!), la gente prefiere buscar excusas o mirar hacia otro lado. El mismo medio donde el doctor trataba de preparar al mundo, espanta la intención del psiquiatra de tratar la licantropía como un mero desorden mental (en su versión más oficial).
Mérito de la película es saber integrar la cultura popular de los hombres lobo (incluidas las balas de plata) en nuestros días (¡incluidas las pegatinas del Smiley de Acid House!). El agradecimiento global hacia Curt Siodmak (1902-2000) o Jack Pierce (1889-1968) se hace más que evidente. La idea de las criaturas con aspecto antropomorfo es, además, un acierto, frente al empleo de animales reales en otras producciones, como la que a continuación expondremos (si bien, veremos que aquí tiene un sentido). Al final, como en las películas de Roger Corman sucedía, el fuego purificador pone broche al relato de manera momentánea. Resulta purificador, pero con epílogo.
Lobos humanos (Wolfen, Orion-Warner Bros., 1981) continúa en esta línea de relatos con licántropos, pero su apuesta es otra. De nuevo estamos ante una novela, esta vez del curioso Whitley Strieber (1945; The Wolfen, 1978); pero hasta donde yo sé es de las pocas suyas que permanecen inéditas en español y, en cualquier caso, la desconozco. Strieber es autor, así mismo, de El ansia (The Hunger, 1980), y de la insuficiente pero interesante Communion (me refiero ahora a la versión cinematográfica; Íd., 1989). De la adaptación de The Wolfen se ocupó David Eyre (1941) y el propio realizador Michael Wadleigh (1942). Además, Lobos humanos cuenta con la estupenda fotografía de Gerry Fisher (1926-2014) y una adecuada música de James Horner (1953-2015) en la que sigue siendo, para el que esto suscribe, su mejor década.
Pues bien. El adinerado Christopher Van der Veer (Max M. Brown) ha sido asesinado. Este apellido nos retrotrae a los primeros colonizadores holandeses de la ciudad de Nueva York, donde va a transcurrir la acción. Se trata de un asesinato especialmente cruento, a plena luz nocturna, donde también perecen la esposa y el chófer. De la investigación pasa a encargarse el desastrado policía Dewey Wilson (Albert Finney), que en el pasado tuvo problemas familiares que desembocaron en la bebida. Para desentrañar este, pese a todo, atrayente rompecabezas, contará con la ayuda de la psicóloga Rebeca Neff (Diane Venora).
En el aspecto visual, la cámara subjetiva con virados en infrarrojo sirve para denotar el punto de vista de los wolfen. En el argumental, coexisten algunas implicaciones sociales que hunden sus garras en la política, el terrorismo (y su funesta justificación), y toda una caterva de enseres tecnológicos con los que empezamos entonces a adornar nuestras vidas. Así, abundan en los planos de la película la presencia -la más de las veces no advertida- de cámaras, ordenadores y grabadoras. Articuladas por medio de empresas de vigilancia, sistemas termográficos y analizadores de voz. Todo esto conforma un mensaje -y mira que no me agradan las películas “de tesis”- de talante ecológico, que no está mal planteado. A ello volveremos al final de este comentario.
Dewey es el prototipo del policía al margen, pero dentro del sistema. Es decir, es solitario, determinado, independiente, pero con conflictos que dejaron huella. Finalmente poseedor de una revelación, una verdad (relativa, como todas). No me gustan los festejos, aclara en determinado momento. Junto a Rebeca, está muy bien sostenido el suspense de la investigación que ambos emprenden.
Esto en un ambiente donde flota cierta paranoia tecnológica que va de Wall Street hasta el desfavorecido barrio del Bronx. Con productos mediáticos como la propia sobrina guerrillera de Van der Veer, Cicely (Sarah Felder). Refiriéndose a la muerte de su tío, asegura la descarriada vocinglera que no fue un asesinato, sino una ejecución. En parecida línea, los indios americanos justifican que los lobos humanos -caso de existir- matan por sobrevivir (a enfermos, desvalidos, etc.), en una disculpa nada elogiosa pero que se agradece desde este punto de vista políticamente incorrecto. Por extensión, cuando se habla de los lobos humanos no se hace necesariamente referencia a una transformación física, como en el caso anterior; se trata más bien de una simbiosis psicológica, una identificación de estado animal a estado animal -entre el hombre y el lobo-. El ser humano puede atacar como un depredador, y el lobo ser listo como un humano. Es lo que parece derivarse del desenlace de la narración. Tras la localización de un chivo expiatorio en forma de grupúsculo terrorista, el protagonista queda desubicado, porque también está en contra de quienes protegen los hechos delictivos de unos predadores que siguen campando a sus anchas, por muy estrechas que estas se vuelvan. Digamos que encuentra su anhelado equilibrio solo a medias, suspendido en el fiel de una sangrienta balanza.
También a diferencia de lo que sucedía en Aullidos, estos predadores no están en el bosque en una suerte de alabanza de aldea y menosprecio de corte. Están en la corte misma. El bosque es la ciudad. Se ha evaporado todo contacto con la naturaleza entendida como paisaje bucólico e integrador. Y están perdiendo terreno, por eso salen a la calle. Las razones se hallan en la progresiva reurbanización de las zonas abandonadas; indirectamente, en la “despiadada” cercenación de sus cotos de caza. Anidan en los suburbios, los despojos que ahora están siendo saneados, por lo general, con una aplicación de la política nada cristalina. Wadleigh emplea bien este escenario de escombros. Un espacio baldío pero inquietante, como perteneciente a otro planeta. Es el submundo de la ciudad, de su brillantez vistosa, sus pilares atávicos, como se ha venido mostrando en títulos tan sugerentes como La última ola (The Last Wave, Peter Weir, 1977), Alas en la noche (Nightwing, Arthur Hiller, 1979) o El beso de la pantera (Cat People, Paul Schrader, 1982).
Es curioso, los personajes centrales no se juzgan (salvo de etnia a etnia, donde el entendimiento es más traumático). Así sucede con Dewey y Rebeca. Sencillamente se aceptan (ya podía aprender el cine español de este recurso).
Más aún, en algún momento los personajes son vistos por los ojos de los lobos humanos, pero también por los electrónicos de una cámara de vigilancia. A veces, los primeros parecen existir en un mundo alternativo, paralelo. Nadie los ve ni queriendo, pero ellos observan todo lo que les interesa. Quiérese decir que todos estamos vigilados en esta analogía intercambiable; además de computerizados. Buena idea es la del puesto de vigilancia cruzado que Dewey y su compañero Whittington (Gregory Hines) establecen con objeto de observar un amplio descampado. También con sus particulares ojos en forma de cámaras de visión nocturna.
Es este escenario de común desacuerdo cohabitan sociedades tribales y territoriales, que cuidan de los suyos, evitan la superpoblación y son buenos cazadores, como expone el zoólogo Fergie Ferguson (Tom Noonan). En su última visita a la morgue, Dewey ya tiene clara la confirmación de sus sospechas. Y aunque esto sucede hacia la mitad de la película, estas parecen ser indemostrables. Lo que también permite jugar con la insinuación, las derivadas de una psicología del acecho y la agresión que queda impresa en las imágenes. Estas no escapan a cierto simbolismo interesado a nivel estructural, pero en su conjunto, Lobos humanos continúa siendo actual y estimulante. El hecho de valerse para su denuncia humanista del envoltorio del cine de género, de terror en este caso, es atractivo, o cuando menos eficaz, aunque el mensaje se diluya a favor de cierto maniqueísmo por parte de los custodios del orden natural y “perfecto” de la naturaleza. Por su parte, el principalmente documentalista y director de fotografía Michael Wadleigh, no volvió a dirigir. Como si ya hubiera dicho todo lo que le interesaba contar.
Bajo la luna llena, estas dos películas son la puesta de largo de las inmortales obras de Val Lewton (1904-1951). Y no han sido superadas ni aquellas ni estas, en cuanto a efectividad en la intriga y profundidad anímica se refiere.
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