Dicen que los elefantes pueden recordar. Así lo sugirió la estupenda Agatha Christie (1890-1976) en una de sus últimas novelas destinadas al célebre Hércules Poirot. Una característica que, igualmente, podemos atribuir a las orcas; al menos, a las de este relato confeccionado por Luciano Vincenzoni (1926-2013) y Sergio Donati (1933; parece que con alguna aportación de Robert Towne [1934]), dirigido por el errabundo pero eficaz Michael Anderson (1920).
Con la voz de la soprano Edda De’ll Orso (1935) y la música de Ennio Morricone (1928), una pareja de ballenas de esta especie retoza en mar abierto y ejecuta un baile ritual, tal vez una danza ancestral. El inicio de Orca (Ídem, Famous Films-Universal, 1977) no puede ser más antitético que el de Tiburón (Jaws, 1975), por mucho que prevalezcan algunos puntos heredados de la obra de Steven Spielberg (1946). Precisamente, lo que destaca en esta modesta pero efectiva Orca es la incidencia en el aspecto humano del mamífero coprotagonista. Hasta la inevitable aparición de un tiburón bajo las aguas, que amenaza a una submarinista, se tiñe de suspense más que de muerte, a pesar de la cerril actuación de un idiota que se ha caído al agua, en palabras del capitán Nolan (un entregado Richard Harris). El caso es que el torpón Ken (Robert Carradine), que así se llama el imprudente, es salvado por la propia orca de las fauces del tiburón. Su compañera en las labores de buceo es la doctora Raquel Bedford (la magnética Charlotte Rampling), que nos pone al corriente en una de sus conferencias acerca de la facultad amistosa y dócil de dicha especie, en muchos sentidos, mejor que algunos seres humanos (aunque más valdría decir que equiparable a estos).
Es bonito el plano lateral que muestra todo el entorno costero de Terranova (en concreto, del pueblo ficticio de South Harbor, en Canadá). Esta localidad será parte integral de un escenario que nunca deja de ser oceánico. El capitán irlandés Nolan forma parte de dicho paisaje, a pesar de sentirse desubicado (más de la tierra que del mar).
Por su parte, la doctora se sorprende de que alguien acostumbrado a la mar sepa tan poco de los animales que lo habitan. Algunas de sus reflexiones puntean y resumen la narración (no estoy seguro de si en sustitución de algunas escenas, sacrificadas para dotar de mayor agilidad al montaje; el caso es que sus tres intervenciones en off no desentonan del conjunto). Insiste Raquel en que algunos marineros solo muestran interés por los cetáceos bien para matarlos, bien para encerrarlos. Sin embargo, se siente intrigada por esta mezcla de ignorancia y necesidad de saber de las que hace gala Nolan, después de su crudo encuentro con la ballena. El hecho es que el personaje queda bien caracterizado cuando admite desconocer lo que es la monogamia (de las orcas y en general). No en balde, las ballenas parecen comunicarse más y mejor que muchos de los protagonistas, sobre todo, a lo largo del primer tercio de la película.
Pues bien, tal y como advirtió Raquel, la captura de una orca se convierte para Nolan en una imprevista y no deseada -esto es cierto- carnicería. Hasta el punto de advertir el capitán que la ballena grita como un ser humano. A lo largo de todo el relato, serán cruciales para el personaje las preguntas que se va haciendo, a los demás o a sí mismo. Tales como si puede pecarse contra un animal o qué es lo que este estará tramando.
La caza proporciona, sin duda, imágenes aterradoras, como la de la orca herida que trata de poner fin a su vida precipitándose contra las hélices del barco de Nolan (siendo esta la primera vez que tal intento de inmolación acontece en la película; la segunda, será justo al final). Una captura que se complica con la inesperada muerte de su cría. Así, el macho superviviente se lanza a una metódica y calculada represalia, cuyo principal objetivo es el capitán (exactamente igual que si de un ser humano se tratara).
Es este un aspecto que desconcierta pero fascina a la oceanógrafa, que decide formar parte de la tripulación de Nolan cuando, tras la muerte de varios tripulantes y amigos, como el veterano Gus Novak (Keenan Wynn), el irlandés es emplazado por la propia ballena para batirse en mar abierto. Ningún ser humano alcanza a explicarse la (des)proporción de esta pasión turbia y primitiva de la venganza en el animal.
De este modo, tanto Nolan como Raquel aprenderán, irremisiblemente y sobre la marcha, unas lecciones importantes para cada uno. En el caso de Nolan, a ponerse en la piel “del otro”. A este respecto, Anderson inserta un plano en flashback de la vida del capitán, antes de que este haga referencia a su significado, que es la pérdida de su esposa e hijo en un accidente de tráfico. Algo que lo equipara con su víctima.
Tras la frustrada captura, la orca macho comienza por recuperar a su compañera del barco de Nolan, arrastrando a la hembra hasta vararla; por lo que el ritual con el que se abría la película se extiende hasta un populoso cortejo fúnebre, incluso, hasta el enfrentamiento final, por el cual solo puede quedar uno de los contendientes (o ninguno). Un devenir argumental que ilustra la partitura del citado Morricone (Legend, CD 10), que oscila entre lo sangrante (con sonidos hirientes), lo elegíaco y lo evocador. Con acierto, Michael Anderson no escatima tales imágenes, de igual modo que evita alargar la película de forma innecesaria, como tan mecánica y fastidiosamente sucede hoy en día.
En Nolan, la sorpresa ante el descubrimiento de la naturaleza animal (lo que incluye su inteligencia y pesar) es genuina. Hasta el punto de cuestionarse (aún sin exteriorizar la duda) la presumible diferencia entre ambas especies de mamíferos. Realmente, es este el tema vertebrador de Orca (apodada, no muy atinadamente -o tal vez irónicamente-, The Killer Whale, en español la ballena asesina). Como una fatídica advertencia, el cadáver varado de la ballena es el preludio de una serie de ataques precisos de la orca superviviente: a los barcos de los marineros que se hayan en el interior de la rada (excepto el de Nolan), a un oleoducto, que provoca una explosión pavorosa, a la casa de Nolan y, finalmente, a su barco, entre los hielos del Atlántico. La herida en la aleta identifica al animal en todo momento, al tiempo que el rostro del capitán se reviste de pesadumbre y fatalismo.
Como una constatación de esa rotura o, cuando menos, alteración del orden natural de las cosas, los personajes se están encarando continuamente a lo largo de toda la película: Nolan con Raquel, con su ayudante Paul (Peter Hooten), con el representante de los marineros Al Swain (Scott Walker), con el maestro de escuela indígena Jaco Umilak (Will Sampson) y, por supuesto, con la propia orca (la única excepción es la apacible ayudante Annie [Bo Derek]). La muerte de su esposa e hijo tiene, como ya he señalado, su correspondencia en la desgracia de la ballena, de igual modo que Umiliak, que formará parte de la tripulación última, establece un eslabón entre sus antepasados indios y la ciencia, entre los vivos y los muertos. Si como recuerda Nolan, el buen pescador prefiere morir en la mar, la mar nos recuerda que puede hacer cumplir todas sus admoniciones.
Escrito por Javier C. Aguilera
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