Soledad González Ródenas, catedrática a cargo de la edición de este libro de entrevistas con y sobre Juan Ramón Jiménez (1881-1958), señala en su prólogo las claves de un malentendido, o al menos de una hipérbole: la referida a la personalidad compleja, aunque no inescrutable, del poeta onubense, cuya biografía sigue siendo “bien documentada y peor conocida”, y por lo general, circunscrita a un “efectista repertorio de legendarias excentricidades”. De carácter inconformista, a ratos irascible y siempre purista, “raro es el autor que no refiera” su encuentro con Juan Ramón Jiménez. Su porte señorial lo asemeja más a un personaje decimonónico, con cuya existencia sorteó los disimulos, convirtiéndose en una “víctima de su entereza sin concesiones, de su independencia de criterio”.
Las notas a pie de página dan cuenta de bastantes de esos errores de apreciación y, una vez leídas la totalidad de entrevistas y cuestionarios que recoge el volumen, una idea inquietante sobrevuela el conjunto: el abusivo poder de la “imagen” -en este caso de la prensa y las amistades agriadas; hoy sería de todo lo relacionado con lo visual-, de modo que dicha imagen no solo vale ya mil palabras, sino que es su sustitutivo. Su propio lenguaje y, como todo lenguaje, manipulable.
El de Juan Ramón Jiménez fue recortado y tergiversado, y eso suele ser lo que queda siempre, aquello con lo que el historiador o el filólogo ha de edificar. Por otro lado, el poeta efectuaba sus propias correcciones de estilo, personales glosas del yerro ajeno; lo que los demás hemos de contentarnos con pensar –circunstancias obligan-, Juan Ramón -equivocado o no-, lo decía. Y también de forma predominante, sobre la opinión –y la propia obra-, planea siempre la decepción, o una eterna insatisfacción.
Junto a otras firmas representativas, las de Ramón Gaya, Cipriano Rivas Cherif o Alberto Oliveras, la reseña juguetona y sincera de Ramón Gómez de la Serna, que podríamos subtitular “De los nombres de Juan Ramón”, o la de Carmen Conde, impresión impresionista la suya, que nos hace retener una conclusión -¿expresada por quién?-: lo mejor es no conocer a aquellos a los que admiramos. Impagables resultan las conversaciones transcritas por Rafael Cansinos Assens, en Juan Ramón Jiménez y Visita a Juan Ramón Jiménez, con un poeta medio moribundo, medio caricato.
Un Juan Ramón al filo de la insubordinación, y sobre del silencio y la depuración poética, lo encontramos en Juan Ramón Jiménez, a cargo del poeta y diplomático peruano Alberto Guillén. Más solidario y cercano se muestra con Alma G. de Cecco: Con Juan Ramón Jiménez, especial para “Abraxas”, y en Ampliación a una interviú. Una carta del insigne Juan Ramón Jiménez; en suma, en aquellas ocasiones que no toman al autor por sorpresa, al arbitrio de los humores.
Entre los encuentros más emotivos, la visita del periodista francés Mario Maurin al “manicomio” de Puerto Rico (1952), y especialmente agraciadas, a modo de colofón, son las evocaciones de Rafael de Penagos (hijo), buen poeta, ocasionalmente actor y excelente doblador, en Con Juan Ramón, al pasar. En todas ellas se agazapa el relevante papel de Zenobia (La gloria y la muerte de un Premio Nobel). Y al fin, una relación de sus poetas predilectos, en Juan Ramón Jiménez y su Premio Nobel.
Las notas a pie de página dan cuenta de bastantes de esos errores de apreciación y, una vez leídas la totalidad de entrevistas y cuestionarios que recoge el volumen, una idea inquietante sobrevuela el conjunto: el abusivo poder de la “imagen” -en este caso de la prensa y las amistades agriadas; hoy sería de todo lo relacionado con lo visual-, de modo que dicha imagen no solo vale ya mil palabras, sino que es su sustitutivo. Su propio lenguaje y, como todo lenguaje, manipulable.
El de Juan Ramón Jiménez fue recortado y tergiversado, y eso suele ser lo que queda siempre, aquello con lo que el historiador o el filólogo ha de edificar. Por otro lado, el poeta efectuaba sus propias correcciones de estilo, personales glosas del yerro ajeno; lo que los demás hemos de contentarnos con pensar –circunstancias obligan-, Juan Ramón -equivocado o no-, lo decía. Y también de forma predominante, sobre la opinión –y la propia obra-, planea siempre la decepción, o una eterna insatisfacción.
Imagen de Moguer |
Entre el abanico de entrevistas que componen Por obra del instante (Fundación José Manuel Lara, 2013), y que abarcan el periodo de 1901 hasta el año de su muerte, encontramos, como decía, hasta algunos de los cuestionarios que le fueron enviados, como el de la Revista Caracola (1954), en el que advierte acerca del peligro de sustituir el espíritu poético por la forma, señalando que una poesía cargada se carga la poesía; así mismo, un objeto intangible que es como el tiempo y el espacio, siempre igual aunque distinto, por lo que “la poesía de los mejores poetas es válida en todas las épocas”.
Junto a otras firmas representativas, las de Ramón Gaya, Cipriano Rivas Cherif o Alberto Oliveras, la reseña juguetona y sincera de Ramón Gómez de la Serna, que podríamos subtitular “De los nombres de Juan Ramón”, o la de Carmen Conde, impresión impresionista la suya, que nos hace retener una conclusión -¿expresada por quién?-: lo mejor es no conocer a aquellos a los que admiramos. Impagables resultan las conversaciones transcritas por Rafael Cansinos Assens, en Juan Ramón Jiménez y Visita a Juan Ramón Jiménez, con un poeta medio moribundo, medio caricato.
Juan Ramón Jiménez a todo color |
Entre los encuentros más emotivos, la visita del periodista francés Mario Maurin al “manicomio” de Puerto Rico (1952), y especialmente agraciadas, a modo de colofón, son las evocaciones de Rafael de Penagos (hijo), buen poeta, ocasionalmente actor y excelente doblador, en Con Juan Ramón, al pasar. En todas ellas se agazapa el relevante papel de Zenobia (La gloria y la muerte de un Premio Nobel). Y al fin, una relación de sus poetas predilectos, en Juan Ramón Jiménez y su Premio Nobel.
Juan Ramón Jiménez y Zenobia |
Escrito por Javier C. Aguilera
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