Cartel del film |
El lugar es Londres, a mediados de los setenta. Un hombre cronometra los movimientos de algunas personas. Se trata del profesor Robert Elliot (James Coburn), escritor, abogado, asesor y catedrático de economía. Un hombre incapaz de mantener una relación afectiva estable, en concreto, con la periodista Jane Robertson (Lee Grant), porque su vida es el trabajo. Incluso ella, bajo su apariencia implacable, está sentimentalmente necesitada. El encuentro de Elliot con E. J. Farnsworth (Keenan Wynn), vicepresidente de International Oil, y otra retahíla de títulos, dispondrá que para proseguir su camino hacia lo que se llama la cumbre, se haga “necesario” eliminar a los cuatro componentes de su red de informadores, esa que hasta ahora le ha servido para medrar. Elliot va a ser nombrado asesor del equipo económico de gobierno de la Casa Blanca.
Todos los miembros de la citada y clandestina organización son corruptos, y de hecho, a cada uno se dirige el catedrático de forma distinta, amenazadora o adulatoriamente, aunque la manipulación es constante. Estos son un científico (David: Michael Jayston), una señorita de compañía que extrae información de sus acompañantes (Christine: Christianne Kaufman), un empleado del Foreign Office (Alex: Ian Hendry), y el masajista de un Club de Directivos, Bert (Harry Andrews, estupendo en su papel de misógino-psicótico).
Cuando el proceso de “depuración” se pone en marcha, éste se desarrolla como el mecanismo de un reloj, sin que Elliot necesite salir de su propio despacho. Resulta admirable la idea por la cual el número de toques de teléfono identifica a cada uno de los comunicantes.
Como espléndida es la preparación de todo el entramado, de las falsas pistas acusatorias, como el letal aparato de ondas sonoras; en suma, la puesta en escena de una cuádruple ejecución sincronizada, que nos ofrece otra buena imagen, la del criminal de guante negro sentado en su despacho, frente al mapa de la ciudad de Londres, meditando… en pos ya de un futuro dispuesto a sacrificar incluso el amor verdadero, a la espera de un orden natural donde se usan las personas y se aman los objetos.
Naturalmente, cualquier cambio del orden previsto puede tener consecuencias nefastas. Pero los cimientos son firmes, el poder lo ostenta quien resulta atractivo a los demás -este ya tiene hecho la mitad del trabajo-, y quien va atesorando subordinados a su cargo. Y a mayor altura, mejor información. “Un presidente necesita ser bien aconsejado”, sobre todo teniendo en cuenta a los inútiles que, según Elliot, gobiernan democráticamente.
Y es que, para alcanzar cierto estatus en determinados ámbitos, parece inevitable haber tenido que perder bastantes escrúpulos, y tener escondidos algunos cadáveres en los armarios.
Un juego demasiado real y reconocible en el que gana quien acumula toda esa información por medio de las influencias, el intervencionismo estatal, y las corporaciones que acaparan los mercados.
En Nueva moda en el crimen, como en otras películas valientes de la época, los personajes se definen no solo por sus actuaciones, sino porque dicen lo que piensan -¡mayor incorrección política imposible!-, con esa sequedad ontológica que, de cuando en cuando, trata de emularse en algunos thrillers recientes. La diferencia es que a estas alturas ya andamos anestesiados de espantos.
En Nueva moda en el crimen, como en otras películas valientes de la época, los personajes se definen no solo por sus actuaciones, sino porque dicen lo que piensan -¡mayor incorrección política imposible!-, con esa sequedad ontológica que, de cuando en cuando, trata de emularse en algunos thrillers recientes. La diferencia es que a estas alturas ya andamos anestesiados de espantos.
Escrito por Javier C. Aguilera
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